«No soy descendiente de esclavos. Yo desciendo de seres humanos esclavizados» - Alfa y Omega

Jesús, en el Evangelio, mira con amor a las personas una a una, como al joven rico. Escucha a las personas una a una, como a Bartimeo, el ciego al borde del camino; pregunta por quién le ha tocado en medio de un montón de gente y habla con la hemorroísa; se fija en Zaqueo que se ha subido al árbol; acoge de corazón al buen ladrón que le suplica desde la cruz…

Cuando en los años de la esclavitud en el sur de los Estados Unidos Harriet Tubman consiguió huir de las plantaciones de algodón para instalarse en el norte, no se olvidó de sus hermanos que sufrían la opresión, que eran humillados, golpeados y maltratados. Y organizó una red de ayuda con la que consiguió salvar a más de 400 personas. Como dice la brasileña Makota Valdina: «No soy descendiente de esclavos. Yo desciendo de seres humanos que fueron esclavizados». Ese es el secreto: fijarse en las personas, en cada persona.

Durante la ocupación alemana, la enfermera polaca Irena Sendler salvó a más de 2.500 niños judíos. Uno a uno. El ciclista Gino Bartali salvó a casi 1.000 judíos con su bicicleta. Uno a uno, transportando sus documentos escondidos. Y en el campo de concentración de Auschwitz, Maximiliano Kolbe sintió el dolor de aquel padre de familia que iba a ser ajusticiado, y se cambió por él.

En un testimonio escalofriante de Corea del Norte, una jovencita contaba con lágrimas en los ojos que, cuando cruzaba con su familia hacia China huyendo del horror del régimen, creía que su vida no le importaba a nadie. Por eso, al sentir después cómo la gente le escuchaba y quería ayudar, se sintió conmovida.

Cuando el dolor se hace más grande, cuando las historias de vida nos llegan por todas partes y golpean nuestro corazón, ayuda sentir muy adentro que es uno a uno: este niño, este enfermo, esta madre de familia, este anciano, este bebé… Como si no existiera nadie más en el mundo en este instante. Y para vivir así, necesitamos rezar. Necesitamos espacios para sabernos recibidos de Dios, para experimentar lo mucho que nos quiere, y para sentir ese mismo amor de Dios por cada uno de sus hijos que nos hará acoger la vida como viene, sea como sea, porque así nos acoge Él. Como lo sintió san Pablo: «Me amó y se entregó a la muerte por mí. Entonces podremos hacer lo mismo que Momo, la protagonista de la novela de Michael Ende: «Si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era solo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo».