El silencio de Gil de Biedma - Alfa y Omega

Pronto concluyó su escasa obra, interrumpiendo una frecuencia de publicación que había dado a la imprenta tres libros entre 1959 y 1968: Compañeros de viaje, Moralidades y Poemas póstumos. Después, llegó el silencio. «No me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir». Un silencio roto solamente por la edición de su obra crítica, la redacción de algún prólogo tan majestuoso como el que encabezaba la traducción catalana de los Cuatro cuartetos de Eliot por Alex Susanna, por Diario del artista seriamente enfermo y algunas piezas sueltas que incluyó en sucesivas ediciones del conjunto de su poesía, Las personas del verbo. Aquel silencio resultaba extraño en un autor que había logrado una notable popularidad, siendo figura relevante en el grupo de poetas que proclamó, en un famoso viaje a Colliure, la hegemonía de las opciones líricas de Antonio Machado.

La poesía española estableció, como ocurría en todas las tradiciones literarias europeas, su propio campo de batalla, en el que el liderazgo de Cernuda y Machado se impuso abrumadoramente a las estrategias líricas y al concepto mismo de literatura invocado por Juan Ramón Jiménez. Desembocó este conflicto, ya en los años posteriores al franquismo, en rivalidad entre los partidarios de la poesía de la experiencia y los leales a una «poesía de la esencia», cuyo más alto representante fue José Ángel Valente. A medida que la dislocación del sistema educativo y los estragos de las campañas de analfabetización desguazaban los fundamentos de la cultura literaria en España, la ruptura entre estas dos corrientes irreconciliables se dispersó en una obra cada vez más banal, en el caso de la poesía de la experiencia, y en distintos grados de oscura insignificancia de los que pretendían seguir la estela del simbolismo.

Hasta finales de los años sesenta, sin embargo, una serie de autores como Gabriel Ferrater, Carlos Barral o el propio Jaime Gil de Biedma, lectores de Larkin y de Auden, pero admiradores también de Eliot o Pound, ofrecieron sus opciones sin sectarismo, y tensaron una propuesta literaria, al estilo del Cernuda de la posguerra, utilizando la sobriedad y la sencillez sin caer en la trivialidad. Proclamaron que la poesía no era comunicación, sino un modo de conocer. Pero esa función no se ejerció a través de un lenguaje místico, que buscara la equivalencia lírica de una sustancia inalcanzable de la realidad, sino mediante un diálogo con la vida cotidiana claro, llano, muy dado a la ironía, aunque no exento de vibraciones dramáticas y tensión emotiva.

Gil de Biedma fue el mejor equipado de todos ellos. Una inteligencia literaria desacostumbrada, una sensibilidad poco frecuente para encontrar el difícil equilibro entre la sencillez y la profundidad, le permitieron escapar de los dos riesgos que Cernuda había denunciado en la peor tradición lírica española: el exhibicionismo patético y las tramas efectistas. Huyó, como del demonio, del aire de consultorio sentimental con el que cierto público y ciertos autores confunden el objeto de la poesía. Y escapó, con no menos espanto, de la tendencia a jugar con los versos para lograr ingeniosas combinaciones de palabras desorientadas y vacías. La contención verbal y la discreción del mensaje eran un modo de evitar que la poesía se convirtiera en un ridículo confesionario de penas y aflicciones o en una entusiasta tribuna de épicas de salón.

Para Gil de Biedma, la emoción provocada en el lector no debía proceder de su afinidad con las circunstancias personales del poeta, sino de la conversión del poema mismo en una experiencia universal, capaz de ser vivida por quien lo comprendiera. Las palabras no debían recluir su significado en el dolor, la alegría, la pulsión amorosa o el desengaño desgarrador del escritor, sino que debían construir una realidad propia, independiente, constituida en su belleza objetiva, en su autónoma elocuencia. El lector había de llegar a disponer del poema como un recurso para entender moralmente su existencia y abrirse paso en una nueva perspectiva del mundo, para alcanzar una visión más lúcida de la actualidad y tensar sus sentimientos con más eficacia, comprendiendo mejor su sufrimiento, su hastío, su irritación o su pasión erótica.

Nunca se pensó, en esta apuesta lírica, que el lenguaje poético fuera expresión de una vida excepcional, que solo buscara comunicarse con lo trascendente y adquirir, así, el rango de un arrebato religioso. Se trataba, por el contrario, de una poesía que deseaba dar forma moral a lo cotidiano, ofrecer un refugio serio a una vida íntima que la amenaza de la posmodernidad quizás condenaba a la incineración. Los recuerdos de infancia podían atribuirse a un lugar compartido: «Podría imaginar / que no ha pasado el tiempo, / lo mismo que a seis años, a esa edad / en que el dormir descansa verdaderamente, / con los ojos cerrados / y despierto en la cama, las mañanas de invierno, / imaginaba un día del verano anterior. / Con el olor / profundo de los pinos. / Pero están estos cambios apenas perceptibles, en las raíces, o en el sendero mismo, / que me fuerzan a veces a desandar lo andado. / Están estos recuerdos, que sirven nada más / para morir conmigo». Y la pasión amorosa podía edificarse como espacio común, asimilable y reiterado, en uno de los más bellos poemas de amor de la posguerra, «Pandémica y celeste»: «Sobre su piel borrosa, cuando pasen más años y al final estemos, / quiero aplastar los labios invocando / la imagen de su cuerpo / y de todos los cuerpos que una vez amé / aunque fuese un instante, deshechos por el tiempo. / Para pedir la fuerza de poder vivir / sin belleza, sin fuerza y sin deseo, / mientras seguimos juntos / hasta morir en paz, los dos, / como dicen que mueren los que han amado mucho».

Fernando García de Cortázar / ABC. Domingos con Historia