El Año de los pobres - Alfa y Omega

El Año de los pobres

Alfa y Omega

«La gran tradición bíblica prescribe a todos los pueblos el deber de escuchar la voz de los pobres y de romper las cadenas de la injusticia y la opresión que dan lugar a flagrantes e incluso escandalosas desigualdades sociales»: así dijo el Papa a su llegada a Manila, ante las autoridades y el cuerpo diplomático, añadiendo que «la reforma de las estructuras sociales que perpetúan la pobreza y la exclusión de los pobres requiere, en primer lugar, la conversión de la mente y el corazón». Sí, la conversión, y no entendida de cualquier modo, como lo dejó claro el Santo Padre en su diálogo con los periodistas durante el vuelo de Sri Lanka a Manila. Al preguntarle por su visita al templo budista, el Papa Francisco señaló que «también nosotros nos encontramos en un camino de conversión continua: del pecado, a la gracia», es decir, de la soberbia autosuficiente, a la pobreza humilde, la que otorga la verdadera riqueza, justo la del Santo Niño Jesús, ¡Dios mismo, que «es tan grande –en palabras de Benedicto XVI, la Nochebuena del año 2005, la primera tras ser elegido Papa–, que puede hacerse pequeño; es tan poderoso, que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso»! De modo bien significativo, «su imagen –recordó el Papa Francisco en la homilía de la Misa final de su visita– acompañó desde el principio la difusión del Evangelio» en Filipinas.

Es justamente esta conversión la que alienta, como dijo también el Papa en su primer encuentro tras su llegada a Manila, la petición hecha por los obispos de Filipinas de «que este año sea proclamado el Año de los pobres». Y en la Misa celebrada ese primer día, en la catedral, con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, el Santo Padre volvía a poner el acento en los pobres, que «están en el centro del Evangelio, son el corazón del Evangelio». Y, «sólo si somos pobres nosotros mismos –añadió–, responderemos al desafío de anunciar la radicalidad del Evangelio» en un mundo dominado por la cultura del descarte. Y a los jóvenes volvía a recordarles, el domingo, que sus obispos «quieren que miren a los pobres de manera especial este año», retándolos, de tú a tú: «¿Piensas en los pobres? ¿Sientes con ellos? ¿Haces algo por ellos? Y tú, ¿pides a los pobres que te den la sabiduría que tienen?» Es el reto de la conversión que nos pone delante un Niño que encierra la grandeza de Dios, y una Cruz que vence todo mal.

Así de clara y bellamente lo dijo el Papa Francisco como colofón de oro a su homilía de la misa con la que concluía su viaje: «Un niño frágil, que necesitaba ser protegido, trajo la bondad, la misericordia y la justicia de Dios al mundo. Se enfrentó a la falta de honradez y la corrupción, que son herencia del pecado, y triunfó sobre ellos por el poder de su cruz». En el discurso no pronunciado en su encuentro con los jóvenes, ya les dejó esta lúcida síntesis: «Muchos de vosotros sabéis lo que es ser pobres. Pero muchos también habéis podido experimentar la bienaventuranza que Jesús prometió a los pobres de espíritu». Y en las palabras que sí pronunció, les invitó a pensar en san Mateo, de quien el propio Papa había tomado su lema episcopal –Lo miró con misericordia y lo eligió–, y en san Francisco, de quien tomó el nombre como obispo de Roma: Mateo «estaba lleno de plata y cobraba los impuestos. Pasa Jesús, lo mira y le dice: Ven, sígueme. La sorpresa de ser amado lo vence y sigue a Jesús. Nunca pensó que volvería a su casa sin dinero, ¡volvía con algo muy importante, más importante que toda la plata que tenía!» ¿Y Francisco? «Lo dejó todo, murió con las manos vacías, ¡pero con el corazón lleno!».

Mateo y Francisco, indefensos como el Santo Niño, y como Él vencedores en la Cruz, se convierten así en modelo para el pueblo católico de Filipinas, llamado a la evangelización de toda Asia, con renovada fuerza desde esta visita del Papa Francisco.

Veinte años atrás, en su segunda visita, «para celebrar los 400 años de presencia y de acción organizada y jerárquica de la Iglesia en estas islas», y la inolvidable JMJ de Manila 1995, ya el santo Papa Juan Pablo II dijo que «la Iglesia en Filipinas sabe que tiene una vocación especial a dar testimonio del Evangelio en el corazón de Asia. Guiados por la divina Providencia, vuestro destino histórico consiste en construir la civilización del amor», no la cultura del descarte, sino de la acogida del hijo, «¡que es un tesoro!» –como subraya el Papa Francisco–, «en todo el continente asiático».

Justamente, el mismo mensaje con el que Francisco concluye la homilía al final de su visita, pidiendo «a Jesús que vino a nosotros niño, que conceda a todo el amado pueblo de este país que trabaje unido para construir un mundo de justicia, integridad y paz: que el Santo Niño siga bendiciendo a Filipinas y sostenga a los cristianos de esta gran nación en su vocación a ser testigos y misioneros de la alegría del Evangelio, en Asia y en el mundo entero». Haciendo realidad este Año de los pobres, llamado a llenar de riqueza verdadera este tercer milenio ya en camino.