El Dios sin fronteras de Jesús - Alfa y Omega

En un tiempo en el que los dirigentes de no pocos países se dejan llevar por el populismo de los muros y las fronteras, es útil recordar algunos de los valores y principios que nos han permitido llegar al siglo XXI superando los conflictos más sangrientos de nuestra historia.

En la raíz de Occidente todavía perdura la savia de unos hombres y mujeres que desafiaron las fronteras físicas y culturales de un tiempo convulso y en profunda transformación, el del nacimiento del cristianismo. Eran personas que se atrevieron a pensar y vivir en contra de las exigencias de pureza de raza, de separación de los diferentes, de desprecio de los desgraciados, de arrogancia en los propios privilegios. Aquellos hombres y mujeres apelaron a su experiencia religiosa para desafiar la tradición de religiones ancestrales y el poder del Imperio. Era la memoria de Jesús, un judío crucificado, y su imagen de Dios lo que orientó su desconcierto e impulsó su resistencia y su desafío. Un Dios que no legitimaba el poder impuesto ni las fronteras que creaban las personas religiosas o poderosas, sino que prefería sorprendentemente a los perdidos y a los fracasados, a los que llamaba «bienaventurados».

Muchos contemporáneos de Jesús, hombres religiosos, elevaban muros de segregación entre ellos y los demás. Eran fronteras que separaban lo que Dios consideraba puro y santo, como Él, y lo que consideraba impuro y profano, o sea, despreciable y maligno. Así, en nombre del dios de la pureza y la santidad, personas religiosas trazaron en torno a sí una frontera de protección dejando fuera a aquellos que no respondían a los estándares religiosos: recaudadores, prostitutas, extranjeros, enfermos, poseídos, leprosos, fracasados, rebeldes, transgresores, desviados… Estos quedaban al acecho del mal, sin la protección del dios de la pureza que los despreciaba y consideraba perdidos.

Jesús, como algunos de los profetas antes que él, desafió ese sistema religioso de palabra y de obra. La imagen de un Dios que respeta y no castiga, que acoge y libera, que reconcilia sin rencor… que es un padre que ama y confía en la historia de los hombres (Mc 1,11), resultó del todo desconcertante y desafiante. Jesús se relacionó con aquellos considerados perdidos por las personas religiosas para mostrar no solo que eran preferidos, sino su sorprendente parecido con Dios.

En vez de presentar a Dios de un modo idealizado y pedir que las personas lo imiten o se parezcan a él, Jesús presentó a aquellos perdidos como modelo para vislumbrar a Dios: «amad a vuestros enemigos… para que seáis hijos de vuestro Padre que hace salir su sol sobre malos y buenos…»; «guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños… porque sus ángeles ven continuamente el rostro de mi Padre…»; «si un pastor pierde una de sus ovejas… ¿no deja a las noventa y nueve en el monte para buscar a la perdida?»; «los recaudadores y prostitutas llegan antes que vosotros al reino de Dios», etc. Para los religiosos de su tiempo, Dios se reflejaba en los santos, los puros, los justos; para Jesús, Dios prefiere el otro lado de la frontera.

Bienaventurados los pobres, los que sufren, los pacificadores, los limpios de corazón… los perseguidos por la justicia, porque vuestro es el reino de Dios… El Dios del que Jesús habló no parece fijarse en los que cumplen con las normas de pureza o santidad, en los aduaneros de las fronteras religiosas, sino más bien en los desechados. Esos que están fuera del sistema religioso pueden captar mejor que los de dentro la injusticia que los ha excluido.

Efectivamente, los que trabajan por la pureza en vez de por la paz no ven la injusticia que excluye o desprecia a mujeres, homosexuales, forasteros o diferentes; los que observan la Ley (cualquier ley de santidad) en vez de la compasión no pueden aceptar la transgresión voluntaria o involuntaria, ni escuchar la denuncia de los rebeldes o indignados que no alcanzan los estándares, los que claman así por otro sistema más justo.

La bienaventuranza de los pobres, la parábola de la acogida del hijo perdido en casa del hijo mayor, la del abandono de las noventa y nueve ovejas obedientes por la perdida… fueron declaraciones irritantes para la sensibilidad religiosa que quiere proteger sus privilegios divinos y su statu quo. Para Jesús estos perdidos son los que pueden ver el mundo con los ojos de Dios, los que descubren sus grietas, los que claman la justicia de Dios, los que pueden salvar a los hombres religiosos de sus propias fronteras. Quizá por eso Jesús fue maldito para aquellos aduaneros.

Carlos Gil Arbiol
Profesor titular de Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto

El autor inauguró la XXVIII Semana de Teología Pastoral del Instituto Superior de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca con la conferencia El Dios de Jesús no tiene fronteras.