Tercera parte: Eucaristía, Misterio que se ha de vivir
«El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que come, vivirá por mí» (Jn 6, 57)
Forma eucarística de la vida cristiana
El culto espiritual – logiké latreía (Rm 12, 1)
70. El Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida nos asegura que «quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 51). Pero esta vida eterna se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: «El que come vivirá por mí» (Jn 6, 57). Estas palabras de Jesús nos permiten comprender cómo el misterio creído y celebrado contiene en sí un dinamismo que hace de él principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. Análogamente a lo que san Agustín dice en las Confesiones sobre el Logos eterno, alimento del alma, poniendo de relieve su carácter paradójico, el santo Doctor imagina que se le dice: «Soy el manjar de los grandes: creces, y me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te transformarás en mí» 198. En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que, gracias a él, acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a Él; «nos atrae hacia sí» 199.
La celebración eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latreía 200. A este respecto, las palabras de san Pablo a los Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios: «Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable» (Rm 12, 1). En esta exhortación se ve la imagen del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado. A este propósito, el santo de Hipona nos sigue recordando que «éste es el sacrificio de los cristianos: es decir, el llegar a ser muchos en un solo cuerpo en Cristo. La Iglesia celebra este misterio con el Sacramento del altar, que los fieles conocen bien, y en el que se les muestra claramente que en lo que se ofrece ella misma es ofrecida» 201. En efecto, la doctrina católica afirma que la Eucaristía, como Sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y por tanto de los fieles 202. La insistencia sobre el sacrificio -hacer sagrado- expresa aquí toda la densidad existencial que se encuentra implicada en la transformación de nuestra realidad humana ganada por Cristo (cf. Flp 3, 12).
Eficacia integradora del culto eucarístico
71. El nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos de la vida, transfigurándola: «Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31). El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8, 29s). Todo lo que hay de auténticamente humano -pensamientos y afectos, palabras y obras- encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. Aparece aquí todo el valor antropológico de la novedad radical traída por Cristo con la Eucaristía: el culto a Dios en la vida humana no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende a impregnar cualquier aspecto de la realidad del individuo. El culto agradable a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el hombre viviente (cf. 1 Co 10, 31). Y la vida del hombre es la visión de Dios 203.
Iuxta dominicam viventes – Vivir según el domingo
72. Esta novedad radical que la Eucaristía introduce en la vida del hombre ha estado presente en la conciencia cristiana desde el principio. Los fieles han percibido en seguida el influjo profundo que la celebración eucarística ejercía sobre su estilo de vida. San Ignacio de Antioquía expresaba esta verdad calificando a los cristianos como «los que han llegado a la nueva esperanza», y los presentaba como los que viven según el domingo (iuxta dominicam viventes) 204. Esta fórmula del gran mártir antioqueno ilumina claramente la relación entre la realidad eucarística y la vida cristiana en su cotidianidad. La costumbre característica de los cristianos de reunirse el primer día después del sábado para celebrar la resurrección de Cristo -según el relato de san Justino mártir 205– es el hecho que define también la forma de la existencia renovada por el encuentro con Cristo. La fórmula de san Ignacio -vivir según el domingo- subraya también el valor paradigmático que este día santo posee respecto a cualquier otro día de la semana. En efecto, su diferencia no está simplemente en dejar las actividades habituales, como una especie de paréntesis dentro del ritmo normal de los días. Los cristianos siempre han vivido este día como el primero de la semana, porque en él se hace memoria de la radical novedad traída por Cristo. Así pues, el domingo es el día en que el cristiano encuentra esa forma eucarística de su existencia y a la que está llamado a vivir constantemente. Vivir según el domingo quiere decir vivir conscientes de la liberación traída por Cristo y desarrollar la propia vida como ofrenda de sí mismos a Dios, para que su victoria se manifieste plenamente a todos los hombres a través de una conducta renovada íntimamente.
Vivir el precepto dominical
73. Los Padres sinodales, conscientes de este nuevo principio de vida que la Eucaristía pone en el cristiano, han reafirmado la importancia del precepto dominical para todos los fieles, como fuente de libertad auténtica, para poder vivir cada día según lo que han celebrado en el Día del Señor. En efecto, la vida de fe peligra cuando ya no se siente el deseo de participar en la celebración eucarística, en que se hace memoria de la victoria pascual. Participar en la asamblea litúrgica dominical, junto con todos los hermanos y hermanas con los que se forma un solo cuerpo en Jesucristo, es algo que la conciencia cristiana reclama y que, al mismo tiempo, la forma. Perder el sentido del domingo, como Día del Señor para santificar, es síntoma de una pérdida del sentido auténtico de la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios 206. A este respecto, son hermosas las observaciones de mi venerado predecesor Juan Pablo II en la Carta apostólica Dies Domini 207, a propósito de las diversas dimensiones del domingo para los cristianos: es Dies Domini, con referencia a la obra de la creación; dies Christi como día de la nueva creación y del don del Espíritu Santo que hace el Señor resucitado; Dies Ecclesiae como día en que la comunidad cristiana se congrega para la celebración; Dies hominis como día de alegría, descanso y caridad fraterna.
Por tanto, este día se muestra como fiesta primordial en la que cada fiel, en el ambiente en que vive, puede ser anunciador y custodio del sentido del tiempo. En efecto, de este día brota el sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir el tiempo, las relaciones, el trabajo, la vida y la muerte. Por tanto, es bueno que en el Día del Señor los grupos eclesiales organicen en torno a la celebración eucarística dominical manifestaciones propias de la comunidad cristiana: encuentros de amistad, iniciativas para formar la fe de niños, jóvenes y adultos, peregrinaciones, obras de caridad y diversos momentos de oración. Ante estos valores tan importantes -aun cuando el sábado por la tarde, desde las primeras Vísperas, ya pertenezca al domingo y esté permitido cumplir el precepto dominical-, es preciso recordar que el domingo merece ser santificado en sí mismo, para que no termine siendo un día vacío de Dios 208.
Sentido del descanso y del trabajo
74. Es particularmente urgente en nuestro tiempo recordar que el Día del Señor es también el día de descanso del trabajo. Esperamos con gran interés que la sociedad civil lo reconozca también así, a fin de que sea posible liberarse de las actividades laborales sin sufrir por ello perjuicio alguno. En efecto, los cristianos, en cierta relación con el sentido del sábado en la tradición judía, han considerado el Día del Señor también como el día del descanso del trabajo cotidiano. Esto tiene un significado propio, al ser una relativización del trabajo, que debe estar orientado al hombre: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Es fácil intuir cómo así se protege al hombre en cuanto se emancipa de una posible forma de esclavitud. Como he tenido ocasión de afirmar, «el trabajo reviste una importancia primaria para la realización del hombre y el desarrollo de la sociedad, y por eso es preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno respeto de la dignidad humana y al servicio del bien común. Al mismo tiempo, es indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la vida» 209. En el día consagrado a Dios es donde el hombre comprende el sentido de su vida y también de la actividad laboral 210.
Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote
75. Al profundizar en el sentido de la celebración dominical para la vida del cristiano, se plantea espontáneamente el problema de las comunidades cristianas en las que falta el sacerdote y donde, por consiguiente, no es posible celebrar la santa misa en el Día del Señor. A este respecto, se ha de reconocer que nos encontramos ante situaciones bastante diferentes entre sí. El Sínodo, ante todo, ha recomendado a los fieles acercarse a una de las iglesias de la diócesis en que esté garantizada la presencia del sacerdote, aun cuando eso requiera un cierto sacrificio 211. En cambio, allí donde las grandes distancias hacen prácticamente imposible la participación en la Eucaristía dominical, es importante que las comunidades cristianas se reúnan igualmente para alabar al Señor y hacer memoria del día dedicado a Él. Sin embargo, esto debe realizarse en el contexto de una adecuada instrucción acerca de la diferencia entre la santa misa y las asambleas dominicales en ausencia de sacerdote. La atención pastoral de la Iglesia se expresa, en este caso, vigilando que la liturgia de la Palabra, organizada bajo la dirección de un diácono o de un responsable de la comunidad, al que se le haya confiado debidamente este ministerio por la autoridad competente, se cumpla según un ritual específico elaborado por las Conferencias Episcopales y aprobado por ellas para este fin 212. Recuerdo que corresponde a los Ordinarios conceder la facultad de distribuir la Comunión en dichas liturgias, valorando cuidadosamente la conveniencia de la opción. Además, se ha de evitar que dichas asambleas provoquen confusión sobre el papel central del sacerdote y la dimensión sacramental en la vida de la Iglesia. La importancia del papel de los laicos, a los que se ha de agradecer su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, nunca ha de ocultar el ministerio insustituible de los sacerdotes para la vida de la Iglesia 213. Así pues, se ha de vigilar atentamente que las asambleas sin sacerdote no den lugar a puntos de vista eclesiológicos en contraste con la verdad del Evangelio y la tradición de la Iglesia. Es más, deberían ser ocasiones privilegiadas para pedir a Dios que mande santos sacerdotes según su corazón. A este respecto, es conmovedor lo que escribía el Papa Juan Pablo II en la Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo de 1979, recordando aquellos lugares en los que la gente, privada del sacerdote por parte del régimen dictatorial, se reunía en una iglesia o santuario, ponía sobre el altar la estola que conservaba todavía y recitaba las oraciones de la liturgia eucarística, haciendo silencio «en el momento que corresponde a la transustanciación», dando así testimonio del ardor con que «desean escuchar las palabras, que sólo los labios de un sacerdote pueden pronunciar eficazmente» 214. Precisamente en esta perspectiva, teniendo en cuenta el bien incomparable que se deriva de la celebración del Sacrificio eucarístico, pido a todos los sacerdotes una activa y concreta disponibilidad para visitar lo más a menudo posible las comunidades confiadas a su atención pastoral, para que no permanezcan demasiado tiempo sin el Sacramento de la caridad.
Una forma eucarística de la vida cristiana, la pertenencia eclesial
76. La importancia del domingo como dies Ecclesiae nos lleva a la relación intrínseca entre la victoria de Jesús sobre el mal y sobre la muerte y nuestra pertenencia a su cuerpo eclesial. En efecto, en el Día del Señor todo cristiano descubre también la dimensión comunitaria de la propia existencia redimida. Participar en la acción litúrgica, comulgar con el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere decir, al mismo tiempo, hacer cada vez más íntima y profunda la propia pertenencia a Él, que ha muerto por nosotros (cf. 1 Co 6, 19s; 7,23). Verdaderamente, quién se alimenta de Cristo vive por Él. El sentido profundo de la communio sanctorum se entiende en relación con el Misterio eucarístico. La comunión tiene siempre, y de modo inseparable, una connotación vertical y una horizontal: comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se encuentran misteriosamente en el don eucarístico. «Donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión con nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios trinitario» 215. Así pues, llamados a ser miembros de Cristo y, por tanto, miembros los unos de los otros (cf. 1 Co 12, 27), formamos una realidad fundada ontológicamente en el Bautismo y alimentada por la Eucaristía, una realidad que requiere una respuesta sensible en la vida de nuestras comunidades.
La forma eucarística de la vida cristiana es, sin duda, una forma eclesial y comunitaria. El modo concreto en que cada fiel puede experimentar su pertenencia al cuerpo de Cristo se realiza a través de la diócesis y las parroquias, como estructuras fundamentales de la Iglesia en un territorio particular. Asociaciones, movimientos eclesiales y nuevas comunidades -con la vitalidad de sus carismas concedidos por el Espíritu Santo para nuestro tiempo-, así como también los Institutos de vida consagrada, tienen el deber de ofrecer su contribución específica para favorecer en los fieles la percepción de pertenecer al Señor (cf. Rm 14, 8). El fenómeno de la secularización, que comporta aspectos marcadamente individualistas, ocasiona sus efectos deletéreos sobre todo en las personas que se aíslan, y por el escaso sentido de pertenencia. El cristianismo, desde sus comienzos, supone siempre una compañía, una red de relaciones vivificadas continuamente por la escucha de la Palabra, la celebración eucarística y animadas por el Espíritu Santo.
Espiritualidad y cultura eucarística
77. Es significativo que los Padres sinodales hayan afirmado que «los fieles cristianos necesitan una comprensión más profunda de las relaciones entre la Eucaristía y la vida cotidiana. La espiritualidad eucarística no es solamente participación en la Misa y devoción al Santísimo Sacramento. Abarca la vida entera» 216. Esta consideración tiene hoy un particular significado para todos nosotros. Se ha de reconocer que uno de los efectos más graves de la secularización, mencionada antes, consiste en haber relegado la fe cristiana al margen de la existencia, como si fuera algo inútil respecto al desarrollo concreto de la vida de los hombres. El fracaso de este modo de vivir como si Dios no existiera está ahora a la vista de todos. Hoy se necesita redescubrir que Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, sino una persona real cuya entrada en la Historia es capaz de renovar la vida de todos. Por eso la Eucaristía, como fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, se tiene que traducir en espiritualidad, en vida según el Espíritu (cf. Rm 8, 4s; Ga 5, 16.25). Resulta significativo que san Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos en que invita a vivir el nuevo culto espiritual, menciona al mismo tiempo la necesidad de cambiar el propio modo de vivir y pensar: «Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (12, 2). De esta manera, el Apóstol de las gentes subraya la relación entre el verdadero culto espiritual y la necesidad de entender de un modo nuevo la vida y vivirla. La renovación de la mentalidad es parte integrante de la forma eucarística de la vida cristiana, «para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina» (Ef 4, 14).
Eucaristía y evangelización de las culturas
78. De todo lo expuesto se desprende que el Misterio eucarístico nos hace entrar en diálogo con las diferentes culturas, aunque en cierto sentido también las desafía 217. Se ha de reconocer el carácter intercultural de este nuevo culto, de esta logiké latreía. La presencia de Jesucristo y la efusión del Espíritu Santo son acontecimientos que pueden confrontarse siempre con cada realidad cultural, para fermentarla evangélicamente. Por consiguiente, esto comporta el compromiso de promover con convicción la evangelización de las culturas, con la conciencia de que el mismo Cristo es la verdad de todo hombre y de toda la historia humana. La Eucaristía se convierte en criterio de valorización de todo lo que el cristiano encuentra en las diferentes expresiones culturales. En este importante proceso podemos escuchar las muy significativas palabras de san Pablo que, en su Primera Carta a los Tesalonicenses, exhorta: «Examinadlo todo, quedándoos con lo bueno» (5, 21).
Eucaristía y fieles laicos
79. En Cristo, Cabeza de la Iglesia que es su cuerpo, todos los cristianos forman «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa» (1 P 2, 9). La Eucaristía, como misterio que se ha de vivir, se ofrece a cada persona en la condición en que se encuentra, haciendo que viva cotidianamente la novedad cristiana en su situación existencial. Puesto que el Sacrificio eucarístico alimenta y acrecienta en nosotros lo que ya se nos ha dado en el Bautismo, por el cual todos estamos llamados a la santidad 218, esto debería aflorar y manifestarse también en las situaciones o estados de vida en que se encuentra cada cristiano. Éste, viviendo la propia vida como vocación, se convierte día tras día en culto agradable a Dios. Ya desde la reunión litúrgica, el sacramento de la Eucaristía nos compromete en la realidad cotidiana para que todo se haga para gloria de Dios.
Puesto que el mundo es el campo (Mt 13, 38) en el que Dios pone a sus hijos como buena semilla, los laicos cristianos, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, y fortalecidos por la Eucaristía, están llamados a vivir la novedad radical traída por Cristo precisamente en las condiciones comunes de la vida 219. Han de cultivar el deseo de que la Eucaristía influya cada vez más profundamente en su vida cotidiana, convirtiéndolos en testigos visibles en su propio ambiente de trabajo y en toda la sociedad 220. Animo de modo particular a las familias para que este Sacramento sea fuente de fuerza e inspiración. El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la tarea educativa se revelan como ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad de transformar la existencia y llenarla de sentido 221. Los pastores siempre han de apoyar, educar y animar a los fieles laicos a vivir plenamente su propia vocación a la santidad en el mundo, al que Dios ha amado tanto que le ha entregado a su Hijo para que se salve por Él (cf. Jn 3, 16).
Eucaristía y espiritualidad sacerdotal
80. La forma eucarística de la existencia cristiana se manifiesta de modo particular en el estado de vida sacerdotal. La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente eucarística. La semilla de esta espiritualidad se puede encontrar ya en las palabras que el obispo pronuncia en la liturgia de la Ordenación: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor» 222. El sacerdote, para dar a su vida una forma eucarística cada vez más plena, ya en el período de formación y luego en los años sucesivos, ha de dedicar tiempo a la vida espiritual 223. Él está llamado a ser siempre un auténtico buscador de Dios, permaneciendo al mismo tiempo cercano a las preocupaciones de los hombres. Una vida espiritual intensa le permitirá entrar más profundamente en comunión con el Señor y le ayudará a dejarse ganar por el amor de Dios, siendo su testigo en todas las circunstancias, aunque sean difíciles y sombrías. Por esto, junto con los Padres del Sínodo, recomiendo a los sacerdotes «la celebración cotidiana de la santa misa, aun cuando no hubiera participación de fieles» 224. Esta recomendación está en consonancia, ante todo, con el valor objetivamente infinito de cada celebración eucarística; y, además, está motivado por su singular eficacia espiritual, porque si la santa misa se vive con atención y con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la conformación con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación.
Eucaristía y vida consagrada
81. En el contexto de la relación entre la Eucaristía y las diversas vocaciones eclesiales, resplandece de modo particular «el testimonio profético de las consagradas y de los consagrados, que encuentran en la celebración eucarística y en la adoración la fuerza para el seguimiento radical de Cristo obediente, pobre y casto» 225. Los consagrados y las consagradas, incluso desempeñando muchos servicios en el campo de la formación humana y en la atención a los pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos, saben que el objetivo principal de su vida es «la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios» 226. La contribución esencial que la Iglesia espera de la vida consagrada es más en el orden del ser que en el del hacer. En este contexto, quisiera subrayar la importancia del testimonio virginal precisamente en relación con el misterio de la Eucaristía. En efecto, además de la relación con el celibato sacerdotal, el Misterio eucarístico manifiesta una relación intrínseca con la virginidad consagrada, ya que es expresión de la consagración exclusiva de la Iglesia a Cristo, que ella con fidelidad radical y fecunda acoge como a su Esposo 227. La virginidad consagrada encuentra en la Eucaristía inspiración y alimento para su entrega total a Cristo. Además, en la Eucaristía obtiene consuelo e impulso para ser, también en nuestro tiempo, signo del amor gratuito y fecundo de Dios para con la Humanidad. A través de su testimonio específico, la vida consagrada se convierte objetivamente en referencia y anticipación de aquellas bodas del Cordero (Ap 19, 7-9), meta de toda la historia de la salvación. En este sentido, es una llamada eficaz al horizonte escatológico que todo hombre necesita para poder orientar sus propias opciones y decisiones de vida.
Eucaristía y transformación moral
82. Descubrir la belleza de la forma eucarística de la vida cristiana nos lleva a reflexionar también sobre la fuerza moral que dicha forma produce para defender la auténtica libertad de los hijos de Dios. Con esto deseo recordar una temática surgida en el Sínodo sobre la relación entre forma eucarística de la vida y transformación moral. El Papa Juan Pablo II afirmaba que la vida moral «posee el valor de un culto espiritual (Rm 12, 1; cf. Flp 3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son los Sacramentos, especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el Sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida» 228. En definitiva, «en el culto mismo, en la Comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma» 229.
Esta referencia al valor moral del culto espiritual no se ha de interpretar en clave moralista. Es, ante todo, el gozoso descubrimiento del dinamismo del amor en el corazón que acoge el don del Señor, se abandona a Él y encuentra la verdadera libertad. La transformación moral que comporta el nuevo culto instituido por Cristo es una tensión y un deseo cordial de corresponder al amor del Señor con todo el propio ser, no obstante la conciencia de la propia fragilidad. Todo esto está bien reflejado en el relato evangélico de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10). Después de haber hospedado a Jesús en su casa, el publicano se ve completamente transformado: decide dar la mitad de sus bienes a los pobres y devuelve cuatro veces más a quienes había robado. El impulso moral, que nace de acoger a Jesús en nuestra vida, brota de la gratitud por haber experimentado la inmerecida cercanía del Señor.
Coherencia eucarística
83. Es importante notar lo que los Padres sinodales han denominado coherencia eucarística, a la cual está llamada objetivamente nuestra vida. En efecto, el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas 230. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana 231. Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 27-29). Los obispos han de llamar constantemente la atención sobre estos valores. Ello es parte de su responsabilidad para con la grey que se les ha confiado 232.
Eucaristía, Misterio que se ha de anunciar
Eucaristía y misión
84. En la homilía durante la celebración eucarística con la que he iniciado solemnemente mi ministerio en la Cátedra de Pedro, decía: «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él» 233. Esta afirmación asume una mayor intensidad si pensamos en el Misterio eucarístico. En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: «Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera» 234. También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción: «Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros» (1 Jn 1, 3). Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a los demás. Además, la institución misma de la Eucaristía anticipa lo que es el corazón de la misión de Jesús: Él es el enviado del Padre para la redención del mundo (cf. Jn 3, 16-17; Rm 8, 32). En la Última Cena Jesús confía a sus discípulos el Sacramento que actualiza el Sacrificio que Él ha hecho de sí mismo en obediencia al Padre para la salvación de todos nosotros. No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana.
Eucaristía y testimonio
85. La misión primera y fundamental que recibimos de los santos misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo imprime en nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al hombre en la Historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical. En el testimonio, Dios, por así decir, se expone al riesgo de la libertad del hombre. Jesús mismo es el testigo fiel y veraz (cf. Ap 1, 5; 3, 14); ha venido para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18, 37). Con estas reflexiones deseo recordar un concepto muy querido por los primeros cristianos, pero que también nos afecta a nosotros, cristianos de hoy: el testimonio hasta el don de sí mismos, hasta el martirio, ha sido considerado siempre en la historia de la Iglesia como la cumbre del nuevo culto espiritual: «Presentar vuestros cuerpos» (Rm 12, 1). Se puede recordar, por ejemplo, el relato del martirio de san Policarpo de Esmirna, discípulo de san Juan: todo el acontecimiento dramático es descrito como una liturgia, más aún, como si el mártir mismo se convirtiera en Eucaristía 235. Pensemos también en la conciencia eucarística que Ignacio de Antioquía expresa ante su martirio: él se considera «trigo de Dios» y desea llegar a ser en el martirio «pan puro de Cristo» 236. El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la Pascua de Jesucristo, y así se convierte con Él en Eucaristía. Tampoco faltan hoy en la Iglesia mártires en los que se manifiesta de modo supremo el amor de Dios. Sin embargo, aun cuando no se requiera la prueba del martirio, sabemos que el culto agradable a Dios implica también interiormente esta disponibilidad 237, y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo de una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo.
Jesucristo, único Salvador
86. Subrayar la relación intrínseca entre Eucaristía y misión nos ayuda a redescubrir también el contenido último de nuestro anuncio. Cuanto más vivo sea el amor por la Eucaristía en el corazón del pueblo cristiano, tanto más clara tendrá la tarea de la misión: llevar a Cristo. No es sólo una idea o una ética inspirada en Él, sino el don de su misma Persona. Quien no comunica la verdad del amor al hermano no ha dado todavía bastante. La Eucaristía, como Sacramento de nuestra salvación, nos lleva a considerar de modo ineludible la unicidad de Cristo y de la salvación realizada por Él a precio de su sangre. Por tanto, la exigencia de educar constantemente a todos al trabajo misionero, cuyo centro es el anuncio de Jesús, único Salvador, surge del Misterio eucarístico, creído y celebrado 238. Así se evitará que se reduzca a una interpretación meramente sociológica la decisiva obra de promoción humana que comporta siempre todo auténtico proceso de evangelización.
Libertad de culto
87. En este contexto, deseo hablar de lo que los Padres han afirmado durante la Asamblea sinodal sobre las graves dificultades que afectan a la misión de aquellas comunidades cristianas que viven en condiciones de minoría, o incluso privadas de la libertad religiosa 239. Realmente debemos dar gracias al Señor por todos los obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos, que se esfuerzan por anunciar el Evangelio y viven su fe arriesgando la propia vida. En muchas regiones del mundo, el mero hecho de ir a la iglesia es un testimonio heroico que expone a las personas a la marginación y a la violencia. En esta ocasión, deseo confirmar también la solidaridad de toda la Iglesia con los que sufren por la falta de libertad de culto. Allí dónde falta la libertad religiosa, lo sabemos, falta en definitiva la libertad más significativa, ya que en la fe el hombre expresa su íntima convicción sobre el sentido último de su propia vida. Pidamos, pues, que aumenten los espacios de libertad religiosa en todos los Estados, para que los cristianos, así como también los miembros de otras religiones, puedan vivir personal y comunitariamente sus convicciones libremente.
Eucaristía, Misterio que se ha de ofrecer al mundo
Eucaristía: pan partido para la vida del mundo
88. «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51). Con estas palabras, el Señor revela el verdadero sentido del don de la propia vida por todos los hombres, y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona. En efecto, los evangelios nos narran muchas veces los sentimientos de Jesús por los hombres, de modo especial por los que sufren y los pecadores (cf. Mt 20, 34; Mc 6, 54; Lc 9, 41). Mediante un sentimiento profundamente humano, Él expresa la intención salvadora de Dios para todos los hombres, a fin de que lleguen a la vida verdadera. Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don de la propia vida que Jesús ha hecho en la Cruz por nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo, que «consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo» 240. De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos hasta el extremo (Jn 13, 1). Por consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el Sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse pan partido para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo.
Implicaciones sociales del Misterio eucarístico
89. La unión con Cristo que se realiza en el Sacramento nos capacita también para nuevos tipos de relaciones sociales: «La mística del Sacramento tiene un carácter social». En efecto, «la unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán» 241. A este respecto, hay que explicitar la relación entre Misterio eucarístico y compromiso social. La Eucaristía es Sacramento de comunión entre hermanos y hermanas que aceptan reconciliarse en Cristo, el cual ha hecho de judíos y paganos un pueblo solo, derribando el muro de enemistad que los separaba (cf. Ef 2, 14). Sólo esta constante tensión hacia la reconciliación permite comulgar dignamente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Mt 5, 23- 24) 242. Cristo, por el Memorial de su Sacrificio, refuerza la comunión entre los hermanos y, de modo particular, apremia a los que están enfrentados para que aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo y al compromiso por la justicia. No hay duda de que las condiciones para establecer una paz verdadera son la restauración de la justicia, la reconciliación y el perdón 243. De esta toma de conciencia nace la voluntad de transformar también las estructuras injustas para restablecer el respeto de la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. La Eucaristía, a través de la puesta en práctica de este compromiso, transforma en vida lo que ella significa en la celebración. Como he tenido ocasión de afirmar, la Iglesia no tiene como tarea propia emprender una batalla política para realizar la sociedad más justa posible; sin embargo, tampoco puede ni debe quedarse al margen de la lucha por la justicia. La Iglesia «debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar» 244.
En la perspectiva de la responsabilidad social de todos los cristianos, los Padres sinodales han recordado que el Sacrificio de Cristo es misterio de liberación que nos interpela y provoca continuamente. Dirijo por tanto una llamada a todos los fieles para que sean realmente operadores de paz y de justicia: «En efecto, quien participa en la Eucaristía ha de empeñarse en construir la paz en nuestro mundo marcado por tantas violencias y guerras, y de modo particular hoy, por el terrorismo, la corrupción económica y la explotación sexual» 245. Todos estos problemas, que a su vez engendran otros fenómenos degradantes, son los que despiertan viva preocupación. Sabemos que estas situaciones no se pueden afrontar de un manera superficial. Precisamente, gracias al Misterio que celebramos, deben denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad del hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el valor tan alto de cada persona.
El alimento de la verdad y la indigencia del hombre
90. No podemos permanecer pasivos ante ciertos procesos de globalización que con frecuencia hacen crecer desmesuradamente en todo el mundo la diferencia entre ricos y pobres. Debemos denunciar a quien derrocha las riquezas de la tierra, provocando desigualdades que claman al cielo (cf. St 5, 4). Por ejemplo, es imposible permanecer callados ante «las imágenes sobrecogedoras de los grandes campos de prófugos o de refugiados -en muchas partes del mundo-, acogidos en precarias condiciones para librarse de una suerte peor, pero necesitados de todo. Estos seres humanos, ¿no son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo con las mismas esperanzas legítimas de felicidad que los demás?» 246 El Señor Jesús, Pan de vida eterna, nos apremia y nos hace estar atentos a las situaciones de pobreza en que se halla todavía gran parte de la Humanidad: son situaciones cuya causa implica a menudo un clara e inquietante responsabilidad por parte de los hombres. En efecto, «se puede afirmar, sobre la base de datos estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes sumas destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones internacionales políticas, comerciales y culturales, que por circunstancias incontroladas» 247.
El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor. Los cristianos han procurado desde el principio compartir sus bienes (cf. Hch 4, 32) y ayudar a los pobres (cf. Rm 15, 26). La colecta en las asambleas litúrgicas no sólo nos lo recuerda expresamente, sino que es también una necesidad muy actual. Las instituciones eclesiales de beneficencia, en particular Caritas en sus diversos ámbitos, desarrollan el precioso servicio de ayudar a las personas necesitadas, sobre todo a los más pobres. Estas instituciones, inspirándose en la Eucaristía, que es el Sacramento de la caridad, se convierten en su expresión concreta; por ello merecen todo encomio y estímulo por su compromiso solidario en el mundo.
Doctrina social de la Iglesia
91. El misterio de la Eucaristía nos capacita e impulsa a un trabajo audaz en las estructuras de este mundo para llevarles aquel tipo de relaciones nuevas, que tiene su fuente inagotable en el don de Dios. La oración que repetimos en cada santa misa: «Danos hoy nuestro pan de cada día», nos obliga a hacer todo lo posible, en colaboración con las instituciones internacionales, estatales o privadas, para que cese o al menos disminuya en el mundo el escándalo del hambre y de la desnutrición que sufren tantos millones de personas, especialmente en los países en vías de desarrollo. El cristiano laico en particular, formado en la escuela de la Eucaristía, está llamado a asumir directamente la propia responsabilidad política y social. Para que pueda desempeñar adecuadamente sus cometidos, hay que prepararlo mediante una educación concreta a la caridad y a la justicia. Por eso, como ha pedido el Sínodo, es necesario promover la doctrina social de la Iglesia y darla a conocer en las diócesis y en las comunidades cristianas 248. En este precioso patrimonio, procedente de la más antigua tradición eclesial, encontramos los elementos que orientan con profunda sabiduría el comportamiento de los cristianos ante las cuestiones sociales candentes. Esta doctrina, madurada durante toda la historia de la Iglesia, se caracteriza por el realismo y el equilibrio, ayudando así a evitar compromisos equívocos o utopías ilusorias.
Santificación del mundo y salvaguardia de la creación
92. Para desarrollar una profunda espiritualidad eucarística que pueda incidir también de manera significativa en el campo social, se requiere que el pueblo cristiano tenga conciencia de que, al dar gracias por medio de la Eucaristía, lo hace en nombre de toda la creación, aspirando así a la santificación del mundo y trabajando intensamente para tal fin 249. La Eucaristía misma proyecta una luz intensa sobre la historia humana y sobre todo el cosmos. En esta perspectiva sacramental aprendemos, día a día, que todo acontecimiento eclesial tiene carácter de signo, mediante el cual Dios se comunica a sí mismo y nos interpela. De esta manera, la forma eucarística de la vida puede favorecer verdaderamente un auténtico cambio de mentalidad en el modo de ver la Historia y el mundo. La liturgia misma nos educa a todo esto cuando, durante la presentación de las ofrendas, el sacerdote dirige a Dios una oración de bendición y de petición sobre el pan y el vino, fruto de la tierra, de la vid y del trabajo del hombre. Con estas palabras, además de incluir en la ofrenda a Dios toda la actividad y el esfuerzo humano, el rito nos lleva a considerar la tierra como creación de Dios, que produce todo lo necesario para nuestro sustento. La creación no es una realidad neutral, mera materia que se puede utilizar indiferentemente siguiendo el instinto humano. Más bien forma parte del plan bondadoso de Dios, por el que todos nosotros estamos llamados a ser hijos e hijas en el Unigénito de Dios, Jesucristo (cf. Ef 1, 4-12). La fundada preocupación por las condiciones ecológicas en que se encuentra la creación en muchas partes del mundo encuentra motivos de tranquilidad en la perspectiva de la esperanza cristiana, que nos compromete a actuar responsablemente en defensa de la creación 250. En efecto, en la relación entre la Eucaristía y el universo descubrimos la unidad del plan de Dios y se nos invita a descubrir la relación profunda entre la creación y la nueva creación, inaugurada con la resurrección de Cristo, nuevo Adán. En ella participamos ya desde ahora en virtud del Bautismo (cf. Col 2, 12s), y así se le abre a nuestra vida cristiana, alimentada por la Eucaristía, la perspectiva del mundo nuevo, del nuevo cielo y de la nueva tierra, donde la nueva Jerusalén baja del cielo, desde Dios, «ataviada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21, 2).
Utilidad de un Compendio eucarístico
93. Al final de estas reflexiones, en las que he querido fijarme en las orientaciones surgidas en el Sínodo, deseo acoger también una petición que hicieron los Padres para ayudar al pueblo cristiano a creer, celebrar y vivir cada vez mejor el Misterio eucarístico. Preparado por los Dicasterios competentes se publicará un Compendio que recogerá textos del Catecismo de la Iglesia católica, oraciones y explicaciones de las Plegarias eucarísticas del Misal, así como todo lo que pueda ser útil para la correcta comprensión, celebración y adoración del Sacramento del altar 251. Espero que este instrumento ayude a que el Memorial de la Pascua del Señor se convierta cada vez más en fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia. Esto impulsará a cada fiel a hacer de su propia vida un verdadero culto espiritual.