¡Qué bien se está aquí! - Alfa y Omega

¡Qué bien se está aquí!

Schoenstatt nace el 18 de octubre de 1914. Estamos a las puertas de su centenario

Asunción Aguirrezábal de Antoñanzas
Procesión con la Virgen de Schoenstatt, en torno al santuario original, en Vallendar (Alemania)

¿Que significa Schoenstatt?: lugar hermoso. Se encuentra junto al pueblo de Vallendar, a orillas del Rin, en Alemania. La historia de Schoenstatt está llena de acontecimientos, sencillos pero con profundo significado, que ha influido desde su fundación como un movimiento de gracias en la vida y en el ideal de numerosas personas.

«Qué bien se está aquí», escribió su fundador, el padre José Kentenich, en el santuario original, recordando a san Pedro en el Monte Tabor. ¡Qué bien se está aquí!: sentí yo lo mismo al peregrinar allí este otoño.

El padre Kentenich fue criado en un orfanato, y la Virgen María cuidó su alma de niño huérfano. De joven profesor de la Orden de los Padres de San Vicente Palotti, pasó a ser director espiritual de una congregación de jóvenes que iba a convertir a Schoenstatt en un centro importante de peregrinaciones.

Le tocó vivir con la agresión de una garra que quería atenazarle y privarle de su libertad. Eran tiempos difíciles para un alma libre como la suya. Se respiraba ya, en aquellos años anteriores a la Primera Guerra Mundial, un aire viciado, bélico y peligroso en todos los sentidos. Allá, en el valle de Vallendar, en el colegio de los padres palotinos, le permitieron restaurar una capillita abandonada en lo que fue cementerio de un monasterio, cuyo origen probablemente se remontara al siglo XII, y convertirla en sede para sus reuniones y oraciones.

Aquel lugar se llamaba Schoenstatt. La capillita llevaba la advocación de san Miguel. Un señor regaló, más adelante, el cuadro de la Virgen que colocaron en el centro, desplazando a un costado la figura de san Miguel. Llamaron a la Virgen la Mater admirabilis.

Él no quería que la piedad juvenil de sus chicos perdiera la riqueza espiritual ni su tierna devoción a la Virgen con la reciente masificación del individuo, uno de los grandes males de la sociedad de pre-guerras.

En el primer encuentro con los jóvenes congregantes, habló pidiendo su colaboración en este nuevo caminar. Les dijo: «Todos juntos haremos que salga adelante este ilusionante proyecto íntimo en un lugar tan recogido». Una oferta nada usual en aquellos tiempos en que la juventud acostumbraba a obedecer ciegamente a sus superiores.

Este nuevo joven sacerdote les abría la puerta a la opinión personal, a la colaboración, en una palabra, a la libertad responsable. Y esta forma de actuar caló en ellos. Formando sus personalidades recias, libres y generosas, siempre de la mano de la Virgen.

En julio de 1914, había llegado a manos del padre un artículo sobre la historia del santuario de Pompeya en las cercanías de Nápoles (Italia). Ese santuario había surgido, no como otros, por apariciones de la Virgen, sino que parece que Dios eligió allí un instrumento humano para realizar sus planes, un abogado, Bartolo Longo, beatificado por san Juan Pablo II. El padre Kentenich, siempre con el oído atento a la Providencia, intuyó que algún día Schoenstatt podría ser el valle de Pompeya en Alemania, con el santuario lleno de peregrinos.

1914: el mundo a punto de estallar

Aquel joven palotino soñaba nuevos caminos en un mundo nuevo, pero la realidad era que el mundo que rodeaba el silencio de Schoenstatt estaba a punto de estallar. Era 1914 e iba a comenzar la Primera Guerra Mundial.

Antes de que los seminaristas partieran al frente, el padre Kentenich reflexionaba sobre el peligro que significaría la guerra para los jóvenes. Llegando al convencimiento de que la Virgen podría querer sellar un pacto, una alianza de amor con los jóvenes en aquella capilla recién restaurada, les propone consagrarse a María para que la Virgen se estableciera en aquella capilla y la transformara en un lugar de peregrinación y de gracias para la propia casa, para Alemania y «quizás más allá».

Antes de partir les dio un consejo: «Esta guerra europea mundial debe ser para vosotros un medio extraordinariamente provechoso en la obra de vuestra propia santificación».

Al finalizar la guerra, muchos de los primeros congregantes habían muerto, ofreciendo sus vidas por la fecundidad del santuario. Pero con los que vuelven con vida llegan otros jóvenes que habían oído hablar de Schoenstatt y se habían entusiasmado de su espíritu. A los numerosos grupos que, poco a poco, se van formando, les recuerda que están llamados a transformar el mundo.

El padre Kentenich

No fue un idealismo teórico, sino la firme convicción de que el santuario de Schoenstatt se convertía en un lugar de gracia, en un taller de forja, hablando en términos actuales, de ese hombre nuevo. Con ellos, el movimiento saltó fuera de las paredes del seminario y se extendió por los cinco continentes.

El fundador sufrió persecuciones en su persona y en su obra. Tres años vivirá (si eso es vivir) en el infierno de Dachau, y trece en el exilio. A pesar de tantas contrariedades, la historia posterior demostró que el padre José Kentenich no se había equivocado en su interpretación del querer divino, en servir a la Iglesia abriendo el movimiento a nuevas iniciativas, a nuevos mundos.

Una virgen guapa y sencilla

La Virgen de Schoenstatt, una virgen joven, guapa y sencilla, que preside el altar de los más de 200 santuarios del mundo, ha ido calando hondo en mi alma, desde su llegada a España en los santuarios de Madrid. Ella, que sostiene en brazos un niño, que a mi parecer y sin faltar al respeto, un niño demasiado grande para seguir abrazado a ella y que parece querer escapar y acercarse a los que le contemplamos y necesitamos. Ella me ha ido acercando a sus sacerdotes y a su familia. Y en el silencio de su pedagogía ha ido grabando en mí una renovación interior.

Termino recordando lo que, con sencillez, pedía el padre fundador: «Vivir con el oído en el corazón de Dios y la mano en el pulso de los tiempos».