El ADN eclesial del cardenal Rouco - Alfa y Omega

El ADN eclesial del cardenal Rouco

La comunión forma parte del ADN eclesial del cardenal Antonio María Rouco Varela. Así figura en su mismo lema episcopal: In Ecclesiae communione

José Francisco Serrano Oceja
En su ordenación episcopal, por don Ángel Suquía, en Santiago (31-X-1976)

La comunión, como el asentimiento, también tiene su gramática, y se conjuga en voz activa, no pasiva. No es casual que en la vida del cardenal Rouco Varela la categoría de la comunión forme parte de su ADN eclesial. La genética inscrita en su biografía, y en su bibliografía, es harto elocuente.

Tampoco es casual, por cierto, que en la beatificación de don Álvaro del Portillo, en una de sus más clarificadoras intervenciones postreras, don Antonio se refiriera a su lema episcopal, In Ecclesiae communione, como si fuera el puente que le hubiera conectado, en su ministerio, con el nuevo Beato, con la santidad buscada y palpada. Vayamos a ello como glosa hermenéutica de la historia del cardenal Rouco Varela, por eso de que la ciencia de la interpretación nos invita a entender que, para desentrañar el significado de un enunciado, hay que hacerlo en su adecuado contexto, no vaya a ser que se nos convierta, por arte de interpretaciones espurias, en un pretexto.

La categoría de la comunión representa, en este sentido, el océano en el que se sumergió una generación eclesial que formó parte de la constelación en torno al Concilio Vaticano II. Un océano de profundidades en las que algunos navegantes bregaron con denuedo. El primer texto de referencia, que pongo sobre la mesa, es la conferencia que don Antonio María pronunciara en el Meeting de Rímini, el 21 de agosto de 2012, en recuerdo de quien fuera su compañero y amigo, el profesor, y posteriormente obispo, Eugenio Corecco.

Esa amistad se fraguó a partir del curso académico 1959-1960, en el Instituto de Derecho Canónico, sede de la Escuela de Munich. Allí, el joven sacerdote Rouco descubrió con singular fascinación algo que había intuido en sus lecturas más europeas: que la idea o categoría teológica clave para fundamentar y comprender la dimensión jurídica de la Iglesia era la de Communio. Como si fuera un arco de tensión, desde esa fecha hasta la Relación Final del Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985, en la Iglesia se habían vivido, y se seguían viviendo, ciertas ambigüedades doctrinales y desviaciones prácticas que tensaban la relación entre las categorías constitutivas del ser y del comprender de la Iglesia: Misterio, comunión y misión.

Ya profesor, no cejaba en su empeño de adecuar pedagógicamente la relación de estas categorías, y de enseñar a sus alumnos de Salamanca el correcto desarrollo de ese modelo de comprensión de la Iglesia, inscrito también en el ADN del Concilio Vaticano II, en la vida pastoral. Hay quien se empeña en destacar la dimensión de canonista del cardenal, olvidando la raíz y razón de la fundamentación de la disciplina que enseña y que, como buen profesor, ha hecho vida porque creía en ella.

Una perspectiva que no es juridicista, positivista, leguleya, sino que parte de entender que la comunión permite una adecuada comprensión de «la relación constitutiva entre dimensión visible e invisible del misterio de la Iglesia y, a la vez, la naturaleza y contenido histórico-salvífico de su misión, dado que, en la comunión eclesial, quedaban comprendidas la comunión de los fieles, la comunión jerárquica y la comunión de la Iglesia, en su intrínseca dependencia y destinación a que pudiera ser realizada personal y comunitariamente como Comunión de los santos en las cosas santas: es decir, como el lugar y tiempo histórico-salvífico, donde acontece el encuentro con Jesucristo», como señaló en la citada conferencia. Hay quien también afirma que hoy, en el peso del fiel de la balanza, la Historia salutis prioriza la categoría de misión. Se olvidan quizá de que, si crece la afirmación en el hoy y en el ahora de la misión, es porque antes se ha profundizado en la de misterio y en la de comunión.

Volviendo al amor primero

No serán estas letras las que descubran el secreto personal y pastoral del cardenal Rouco a modo de panegírico. La pretensión es más sencilla: poner en valor una de la claves de comprensión del ejercicio de su ministerio en Madrid, a partir de una trayectoria marcada por una tensión eclesiológica resuelta desde la adecuada orientación teórica y puesta en práctica con notables facultades a la hora de analizar situaciones. Esta mirada, sin ser orteguiana, permite colocar en el orden adecuado el día a día de las realidades de la naturaleza de la Iglesia, instituciones, determinaciones determinadas.

Llega el momento del adiós, volvamos al hola, al amor primero, al primer texto. A la primera Carta pastoral de monseñor Rouco Varela en Madrid, titulada Evangelizar en la comunión de la Iglesia, de 15 de mayo de 1995, festividad de San Isidro Labrador. Una pastoral que articulaba el itinerario de la vida cristiana a través del encuentro con Cristo, la comunión con Él en su Iglesia, y la misión, en vísperas del Jubileo del año 2000. El cardenal Rouco dibujó así el itinerario de su peregrinaje, siendo consciente, como señaló en su conferencia de la Embajada de España ante la Santa Sede, el 16 de octubre de 2012, que «una cosa es la teoría y los ideales, muy bien planteados, y otra la forma en que los hombres los aplicamos y damos vida».

Se puede decir, como de todo lo humano, que el cardenal es falible, pero lo que no se puede negar es que fiable en su pretensión de un ejercicio orgánico de articular la comunión del hombre con Dios, a través del encuentro con Jesucristo, en la Iglesia. Una comunión que humaniza. Una comunión que ha sido el leitmotiv de una vida que se ha gastado por la misma comunión y por la Iglesia.