De «infames» a «sostenidos en la fe y en la esperanza» - Alfa y Omega

El 22 de noviembre de 1981 el Papa Juan Pablo II firmaba la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio que exponía su magisterio sobre el matrimonio y la familia tras acoger el amplio diálogo entre los obispos de todo el mundo desarrollado durante la primera asamblea sinodal de su pontificado, dedicada a La misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo. Un primer dato significativo es que tanto Juan Pablo II como Francisco hayan querido dedicar el primer sínodo de sus respectivos pontificados a la familia.

Pero hagamos memoria. El Papa Wojtyla, que apenas llevaba dos años en la sede de Pedro, quiso designar como relator general de aquel delicado Sínodo al cardenal Joseph Ratzinger, todavía entonces arzobispo de Munich, gran teólogo caracterizado por el amor a la Tradición y la apertura al diálogo con el mundo moderno. Es curioso, sólo tres días después de firmar la Exhortación, Juan Pablo II llamó al cardenal Ratzinger a Roma para asumir la Congregación para la Doctrina de la Fe. Es evidente que, ya entonces, la compenetración entre ambos (por otra parte tan distintos en cuanto a temperamento e historia) será profunda y muy operativa.

Uno de los asuntos que abordó aquel Sínodo de 1980 es el de la atención pastoral a las denominadas «situaciones irregulares», y en particular a los divorciados que han contraído un nuevo matrimonio civil. Desde la atalaya de la Exhortación Amoris Laetitia del Papa Francisco, es interesante contemplar lo que tuvo lugar entonces, treinta y seis años atrás. En aquel momento seguía vigente el Código de Derecho Canónico de 1917, lógicamente aún no se había modificado dicho texto para introducir todo el bagaje del Concilio Vaticano II, lo cual tendría lugar en 1983.

Pues bien, el CDC entonces aún vigente consideraba a los fieles divorciados vueltos a casar como «ipso facto infames» y «publice indigni» (Can. 2356). Naturalmente, estas calificaciones jurídicas (que expresaban sin duda un aspecto verdadero) no reflejaban la totalidad ni la amplitud del sentimiento y de la conciencia maternal de la Iglesia (ya entonces) respecto a esos hijos suyos, pero sí denotan una cierta sensibilidad pastoral que era hija de unas coordenadas sociológicas e históricas. Como sucedía en tantos otros campos, y seguirá sucediendo, porque la Iglesia vive, piensa y actúa en la historia, no fuera de ella.

Es impactante contrastar esas palabras con la nueva sensibilidad expresada por el número 84 de Familiaris Consortio, en el que Juan Pablo II (con evidente acuerdo de su mano derecha en materia doctrinal) realizaba importantes distinciones: «los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones… hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido… están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido…». Y a continuación Juan Pablo II instaba a los pastores y a las comunidades «para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia» y urge a que la Iglesia los sostenga «en la fe y en la esperanza como madre misericordiosa».

Este modo de hablar de FC se nos ha hecho afortunadamente muy familiar, pero conviene entender hasta qué punto suponía entonces una novedad en la aproximación pastoral a este drama, que años después Benedicto XVI considerará una «espina clavada en el cuerpo eclesial». Como es natural, esta nueva orientación plasmará también las formulaciones del nuevo CDC de 1983 en esta materia.

Creo que nadie acusará de ruptura con la Tradición al número 84 de FC, que sin embargo implica una nueva orientación profundizada en los últimos decenios gracias a Benedicto XVI y a Francisco. Y sin embargo fue este mismo parágrafo, escrito por Juan Pablo II, el que abrió por primera vez la posibilidad de que algunas de estas personas accedan a los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, cuando por motivos serios, por ejemplo la educación de los hijos, no puedan separarse, si asumen el compromiso de abstenerse de los actos propios de los esposos. Ahora se insiste mucho en la «novedad» de AL, pero es imposible entender lo que supone este nuevo documento pontificio sin observar toda la trayectoria de renovación en la continuidad. No pretendo con esto resolver de un plumazo los problemas legítimamente planteados al hilo de este texto. Simplemente sugiero la conveniencia de observar cómo la Iglesia-madre ahonda una y otra vez en su propio tesoro para entenderlo con fidelidad, exponerlo con inteligencia y ofrecerlo a la necesidad y las heridas de los hombres y mujeres de cada época.

José Luis Restán / Páginas Digital