Hispania, al igual que el resto de Provincias del Imperio Romano, no se libró de las persecuciones anticristianas de Diocleciano. A principios del siglo IV llegó a Toledo Daciano, el encargado de cumplir con celo las órdenes de su emperador. Los cristianos de la ciudad eran conscientes de lo que se avecinaba, pero estaban paralizados por el pánico y la inseguridad.
Había, sin embargo, excepciones. Una de ellas era la joven Leocadia, que derrochó valentía cuando fue llamada a presencia de Daciano, respondiendo una a una las recriminaciones y mostrándose orgullosa de su religión. Tenía mucho que perder, pero también algo incalculable que ganar: la gloria de Dios. De ahí que no se quejara cuando fue arrojada al fondo de una mazmorra, torturada y privada de alimentos. Su salud se fue debilitando hasta morir.
Enterrada junto al Tajo, pronto surgió el culto en torno a su tumba —el Emperador Recesvinto oró ante sus restos—, sobre la cual se construyó una basílica que fue sede de los IV, V, VI y XVII concilios toledanos.