«Tenemos un Señor que es capaz de llorar con nosotros» - Alfa y Omega

«Tenemos un Señor que es capaz de llorar con nosotros»

La llegada de un tifón obligó a acortar el programa y adelantar 4 horas el regreso del Papa a Manila, pero estos contratiempos no restaron un ápice de intensidad a la visita del Papa a la isla de Leyte, la más golpeada por el tifón. Desde un primer momento –dijo el Papa a supervivientes de la catástrofe, «quise venir para estar con vosotros y decirles que Jesús es el Señor, que no defrauda». Un Señor, cierto, que «reina desde la Cruz»

Ricardo Benjumea

El Papa dedicó la jornada de este sábado a Ciudad Tacloban, Isla de Leyte, la más azotada por el último tifón Yolanda. Francisco celebró una Misa en el aeropuerto, a la que asistieron miles de personas a pesar del temporal. Después comió con 30 supervivientes del tifón en la residencia del arzobispo de Palo y bendijo el nuevo Centro para los Pobres Papa Francisco.

El Pontífice tuvo que conformarse con ver las instalaciones de este Centro desde fuera. La amenaza inminente de un tifón obligó a adelantar unas cuatro horas su regreso a Manila, y hubo que agilizar todos los actos previstos, el último, un encuentro en la catedral con sacerdotes, religiosos, seminaristas y supervivientes de la catástrofe. «Les pido disculpas por esto, me da pena, porque tenía escrito algunas cosas para decirles, pero tenemos todos el manto de la Virgen», dijo el Papa a modo de disculpa por su marcha apresurada.

En lugar de la homilía y el discurso previstos, el Papa improvisó sus palabras en ambos actos, enfatizando su cercanía de corazón a las víctimas de las catástrofes de 2013 y 2014.

Desde el primer momento –contó en la Misa en el aeropuerto–, «decidí hacer el viaje aquí. Quise venir para estar con ustedes. Un poco tarde, me dirán. Es verdad, pero estoy. Estoy para decirles que Jesús es el Señor; que Jesús no defrauda. Padre –me puede decir uno de ustedes–, a mí me defraudó porque perdí mi casa, perdí lo que tenía, estoy enfermo… Es verdad eso que me decís, y yo respeto vuestros sentimientos, pero lo veo ahí clavado [a Jesús en la cruz] y desde ahí no nos defrauda. Él fue consagrado Señor en ese trono y ahí pasó por todas las calamidades que nosotros tenemos. ¡Jesús es el Señor! y es Señor desde la cruz, ahí reinó. Por eso él es capaz de entendernos». «Por eso tenemos un Señor que es capaz de llorar con nosotros; capaz de acompañarnos en los momentos más difíciles de la vida. Tantos de ustedes han perdido todo. Yo no sé qué decirles. ¡Él sí sabe qué decirles! Tantos de ustedes han perdido parte de la familia. Solamente guardo silencio, los acompaño con mi corazón en silencio…».

«Miremos a Cristo –prosiguió Francisco–, él es el Señor y él nos comprende porque pasó por todas las pruebas que nos sobrevienen a nosotros. Y junto a él, en la cruz, estaba la madre. Nosotros somos como ese chico que está ahí abajo, que en los momentos de dolor, de pena; en los momentos que no entendemos nada, en los momentos que queremos rebelarnos, solamente nos viene estirar la mano y agarrarnos de su pollera [falda] y decirle: ¡Mamá!. Como un chico que cuando tiene miedo dice: ¡Mamá! Es quizás la única palabra que puede expresar lo que sentimos en los momentos oscuros: ¡madre!, ¡mamá!».

Tras estas palabras, Francisco recordó que «también tenemos muchos hermanos que, en el momento de catástrofe, vinieron a ayudarnos». En el texto escrito de la homilía, el Papa dedicaba amplia atención a «los hombres y mujeres de bien que llevaron a cabo las operaciones de rescate y socorro», incluyendo en su agradecimiento a quienes, desde otros países, acudieron en auxilio o en enviaron ayuda a las víctimas del tifón. Y destacaba que, «en medio de un gran sufrimiento, vosotros no dejasteis nunca de confesar la victoria de la cruz, el triunfo del amor de Dios. Habéis visto el poder de ese amor en la generosidad de tantas personas y pequeños milagros de bondad». Ahora bien: «también habéis visto, en la especulación, el saqueo y las respuestas fallidas a este gran drama humano, tantos signos trágicos de la maldad de la que Cristo vino a salvarnos. Oremos para que también esto nos lleve a una mayor confianza en el poder de la gracia de Dios para vencer el pecado y el egoísmo. Oremos en particular para que todos sean más sensibles al grito de nuestros hermanos y hermanas necesitados. Oremos para que se rechace toda forma de injusticia y corrupción que, robando a los pobres, envenenan las raíces mismas de la sociedad».

Homilía en el aeropuerto internacional de Tacloban

En la primera lectura escuchamos que se dice que tenemos un gran sacerdote que es capaz. Jesús es como nosotros. Jesús vivió como nosotros. Es igual a nosotros en todo. En todo menos en el pecado, porque él no era pecador. Pero para ser más igual a nosotros se vistió, asumió nuestros pecados. ¡Se hizo pecado! Y eso lo dice Pablo que lo conocía muy bien. Y Jesús va delante nuestro siempre y cuando nosotros pasamos por alguna cruz, el ya pasó primero. Y si hoy todos nosotros nos reunimos aquí 14 meses después que paso el Tifón Yolanda, es porque tenemos la seguridad de que no nos vamos a frustrar en la fe, porque Jesús pasó primero. En su pasión él asumió todos nuestros dolores, y –permítanme esta confidencia– cuando yo vi desde Roma esta catástrofe, sentí que tenía que estar aquí. Esos días decidí hacer el viaje aquí. Quise venir para estar con ustedes. Un poco tarde, me dirán. Es verdad, pero estoy. Estoy para decirles que Jesús es el Señor; que Jesús no defrauda.

Padre –me puede decir uno de ustedes–, a mí me defraudó, porque perdí mi casa, perdí lo que tenía, estoy enfermo.

Es verdad eso que me decís y yo respeto vuestros sentimientos, pero lo veo ahí clavado y desde ahí no nos defrauda. Él fue consagrado Señor en ese trono y ahí pasó por todas las calamidades que nosotros tenemos. ¡Jesús es el Señor! y es Señor desde la cruz, ahí reinó. Por eso él es capaz de entendernos, como escuchamos en la primera lectura: Se hizo en todo igual a nosotros. Por eso tenemos un Señor que es capaz de llorar con nosotros; que es capaz de acompañarnos en los momentos más difíciles de la vida. Tantos de ustedes han perdido todo. Yo no sé qué decirles. ¡Él sí sabe qué decirles! Tantos de ustedes han perdido parte de la familia. Solamente guardo silencio, los acompaño con mi corazón en silencio…

Tantos de ustedes se han preguntado mirando a Cristo: ¿por qué Señor? Y el Señor responde al corazón de cada uno, desde su corazón. Yo no tengo otras palabras que decirles. Miremos a Cristo, él es el Señor y él nos comprende porque pasó por todas las pruebas que nos sobrevienen a nosotros. Y junto a él en la cruz estaba la madre. Nosotros somos como ese chico que está ahí  abajo, que en los momentos de dolor, de pena; en los momentos que no entendemos nada, en los momentos que queremos rebelarnos, solamente nos viene estirar la mano y agarrarnos de su pollera y decirle: ¡Mamá! Como un chico que cuando tiene miedo dice: ¡Mamá! Es quizás la única palabra que puede expresar lo que sentimos en los momentos oscuros: ¡madre!, ¡mamá!

Hagamos juntos un momento de silencio, miremos al Señor, él puede comprendernos porque pasó por todas estas cosas. Y miremos a nuestra Madre y como el chico que está abajo agarrémonos de la pollera y con el corazón digámosle Madre. En silencio hagamos esta oración, cada uno dígale lo que siente…

No estamos solos, tenemos una madre, tenemos a Jesús nuestro hermano mayor. No estamos solos. Y también tenemos muchos hermanos que, en el momento de catástrofe, vinieron a ayudarnos. Y también nosotros nos sentimos más hermanos ayudándonos, que nos hemos ayudado unos a otros.

Esto es lo único que me sale decirles. Perdónenme si no tengo otras palabras. Pero tengan la seguridad de que Jesús no defrauda; tengan la seguridad que el amor y la ternura de nuestra madre no defrauda. Y agarrados a ella como hijos y con la fuerza que nos da Jesús nuestro hermano sigamos adelante. Y como hermanos caminemos.

Palabras después de la comunión:

Acabamos de celebrar la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo. Jesús nos precedió en este camino y nos acompaña en cada momento que nos reunimos a orar y celebrar. Gracias Señor por estar hoy con nosotros. Gracias Señor por compartir nuestros dolores. Gracias Señor por darnos esperanza. Gracias Señor por tu gran misericordia. Gracias Señor porque quisiste ser como uno de nosotros. Gracias Señor porque siempre estas cercano a nosotros, aún en los momentos de cruz. Gracias Señor por darnos la esperanza. Señor ¡que no nos roben la esperanza! Gracias Señor porque en el momento más oscuro de tu vida, en la cruz, te acordaste de nosotros y nos dejaste una madre, tu madre. Gracias Señor por no dejarnos huérfanos.

RV

Texto escrito de la homilía en el aeropuerto

¡Qué consoladoras son las palabras que hemos escuchado! Una vez más, se nos dice que Jesucristo es el Hijo de Dios, nuestro Salvador, nuestro Sumo Sacerdote que nos trae la misericordia, la gracia y la ayuda en nuestras necesidades (cf. Hb 4,14-16). Él sana nuestras heridas, perdona nuestros pecados y nos llama, como a san Mateo (cf. Mc 2,14), para que seamos sus discípulos. Lo bendecimos por su amor, su misericordia y su compasión. Alabado sea Dios.

Doy gracias al Señor Jesús que nos ha permitido reunirnos aquí esta mañana. He venido para estar con vosotros, en esta ciudad que fue devastada por el tifón Yolanda hace catorce meses. Les traigo el amor de un padre, la oración de toda la Iglesia, la promesa de que no nos olvidamos de vosotros, que seguís reconstruyendo. Aquí, la tormenta más fuerte jamás registrada en la tierra fue superada por la fuerza más poderosa del universo: el amor de Dios. En esta mañana, queremos dar testimonio de aquel amor, de su poder para transformar muerte y destrucción en vida y comunidad. La resurrección de Cristo, que celebramos en esta Misa, es nuestra esperanza y una realidad que experimentamos también ahora. Sabemos que la resurrección viene sólo después de la cruz, la cruz que habéis llevado con fe, dignidad y la fuerza que viene de Dios.

Nos reunimos sobre todo para orar por aquellos que han muerto, por los que siguen desaparecidos y por los heridos. Encomendamos a Dios las almas de los difuntos, nuestras madres, padres, hijos e hijas, familiares, amigos y vecinos. Tenemos la confianza de que, en la presencia de Dios, encontrarán misericordia y paz (cf. Hb 4,16). Su ausencia causa una gran tristeza. Para vosotros que los conocíais y amabais –y todavía los amáis–, el dolor por su pérdida es grande. Pero miremos con ojos de fe hacia el futuro. Nuestra tristeza es una semilla que algún día dará como fruto la alegría que el Señor ha prometido a los que confían en sus palabras: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5,5).

Nos hemos reunido esta mañana también para dar gracias a Dios por su ayuda en los momentos de necesidad. Él ha sido vuestro apoyo en estos meses tan difíciles. Se han perdido muchas vidas, ha habido sufrimiento y destrucción. Y, a pesar de todo, nos reunimos para darle gracias. Sabemos que él cuida de nosotros, que en Jesús su Hijo, tenemos un Sumo Sacerdote que puede compadecerse de nosotros (cf. Hb 4,15), que sufre con nosotros. La compasión de Dios, su sufrimiento con nosotros, le da sentido y valor eterno a nuestras luchas. Vuestro deseo de darle las gracias por todos los bienes recibidos, aun cuando se ha perdido tanto, no indica sólo el triunfo de la resistencia y la fortaleza del pueblo filipino, sino también un signo de la bondad de Dios, de su cercanía, su ternura, su poder salvador.

También damos gracias a Dios Todopoderoso por todo lo que se ha hecho, en estos meses de una emergencia sin precedentes, para ayudar, reconstruir y auxiliar. Pienso, en primer lugar, en aquellos que acogieron y alojaron al gran número de familias desplazadas, ancianos y jóvenes. ¡Qué difícil es abandonar el propio hogar y modo de vida! Damos las gracias a aquellos que han cuidado a las personas sin hogar, los huérfanos y los indigentes. Los sacerdotes y los religiosos y religiosas hicieron todo lo que pudieron. Mi agradecimiento para todos aquellos que habéis alojado y alimentado a los que buscaban refugio en las iglesias, conventos, casas parroquiales, y que seguís ayudando a los que todavía lo necesitan. Vosotros acreditáis a la Iglesia. Sois el orgullo de vuestra nación. Os doy las gracias a cada uno personalmente. Cuanto hicisteis por el más pequeño de los hermanos y hermanas de Cristo, lo hicisteis por él (cf. Mt 25,41).

En esta Misa queremos también dar gracias a Dios por los hombres y mujeres de bien que llevaron a cabo las operaciones de rescate y socorro. Damos gracias por tantas personas que en todo el mundo dieron generosamente su tiempo, su dinero y sus recursos. Países, organizaciones y personas individuales en todo el mundo pusieron a los necesitados en primer lugar; es un ejemplo a seguir. Pido a los líderes de los gobiernos, a los organismos internacionales, a los benefactores y a las personas de buena voluntad que no cejen en su empeño. Es mucho lo que queda por hacer. Aunque ya no estén en los titulares de prensa, las necesidades continúan.

La primera lectura de hoy, tomada de la Carta a los Hebreos, nos insta a ser firmes en nuestra fe, a perseverar, a acercarnos con confianza al trono de la gracia de Dios (cf. Hb 4,16). Estas palabras tienen una resonancia especial en este lugar. En medio de un gran sufrimiento, vosotros no dejasteis nunca de confesar la victoria de la cruz, el triunfo del amor de Dios. Habéis visto el poder de ese amor en la generosidad de tantas personas y pequeños milagros de bondad. Pero también habéis visto, en la especulación, el saqueo y las respuestas fallidas a este gran drama humano, tantos signos trágicos de la maldad de la que Cristo vino a salvarnos. Oremos para que también esto nos lleve a una mayor confianza en el poder de la gracia de Dios para vencer el pecado y el egoísmo. Oremos en particular para que todos sean más sensibles al grito de nuestros hermanos y hermanas necesitados. Oremos para que se rechace toda forma de injusticia y corrupción que, robando a los pobres, envenenan las raíces mismas de la sociedad.

Queridos hermanos y hermanas, en esta dura prueba habéis sentido la gracia de Dios de una manera especial a través de la presencia y el cuidado amoroso de la Santísima Virgen María, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Ella es nuestra Madre. Que os ayude a perseverar en la fe y la esperanza, y a atender a todos los necesitados. Que ella, junto con los santos Lorenzo Ruiz y Pedro Calungsod, y todos los demás santos, siga implorando la misericordia de Dios y la amorosa compasión para este país y para todo el amado pueblo filipino. Amén.

Discurso escrito para el encuentro con sacerdotes, religiosas, religiosos, seminarista y familias de los supervivientes del tifón. Catedral de la Transfiguración del Señor, Palo

Queridos hermanos y hermanas:

Os saludo con gran afecto en el Señor. Me alegro de que podamos encontrarnos en esta catedral de la Transfiguración del Señor. Esta casa de oración, como tantas otras, ha sido reparada gracias a la notable generosidad de muchas personas. Se alza como un signo elocuente del inmenso esfuerzo de reconstrucción que vosotros y vuestros vecinos habéis llevado a cabo tras la devastación causada por el tifón Yolanda. También nos recuerda a todos nosotros que, a pesar de los desastres y el sufrimiento, nuestro Dios actúa constantemente, haciendo nuevas todas las cosas.

Muchos de vosotros habéis sufrido enormemente, no sólo por la destrucción causada por el tifón, sino por la pérdida de familiares y amigos. Hoy encomendamos a la misericordia de Dios a todos los que han muerto, e invocamos su consuelo y paz para todos los que aún lloran. Tengamos presente de una manera particular a cuantos el dolor les hace difícil ver el camino a seguir. Al mismo tiempo, demos gracias al Señor por todos los que, en estos meses, se han esforzado por retirar los escombros, visitar a los enfermos y moribundos, consolar a los afligidos y enterrar a los muertos. Su bondad, y la generosa ayuda que provenía de tantas personas en todo el mundo, son una señal cierta de que Dios nunca nos abandona.

De una manera especial, me gustaría agradecer a los numerosos sacerdotes y religiosos que respondieron con desbordante generosidad a las necesidades urgentes de los habitantes de las zonas más afectadas. Con vuestra presencia y caridad, habéis dado testimonio de la belleza y la verdad del Evangelio. Habéis hecho presente a la Iglesia como una fuente de esperanza, salvación y misericordia. Junto con muchos de vuestros vecinos, habéis demostrado también la profunda fe y la fortaleza del pueblo filipino. Los numerosos testimonios de bondad y abnegación que se produjeron en esos días oscuros han de ser recordados y transmitidos a las generaciones futuras.

Hace unos momentos, he bendecido el nuevo Centro para los pobres, que se erige como un nuevo signo de la atención y preocupación de la Iglesia por nuestros hermanos y hermanas necesitados. Son muchos, y el Señor los ama a todos. Hoy, desde este lugar que ha conocido un sufrimiento y una necesidad humana tan profundos, pido que se haga mucho más por los pobres. Por encima de todo, pido que en todo el país se trate a los pobres de manera justa, que se respete su dignidad, que las medidas políticas y económicas sean equitativas e inclusivas, que se desarrollen oportunidades de trabajo y educación, y que se eliminen los obstáculos para la prestación de servicios sociales. El trato que demos a los pobres será el criterio con el que seremos juzgados (cf. Mt 25,40. 45). Os pido a todos vosotros, y a cuantos son responsables de la marcha de la sociedad, que renovéis vuestro compromiso a favor de la justicia social y la promoción de los pobres, tanto aquí como en toda Filipinas.

Por último, me gustaría dirigir unas palabras de sincero agradecimiento a los jóvenes aquí presentes, y entre ellos a los seminaristas y jóvenes religiosos. Muchos de vosotros habéis mostrado una generosidad heroica en los momentos posteriores al tifón. Espero que siempre tengáis presente que la verdadera felicidad viene como consecuencia de ayudar a los demás, entregándose a ellos con abnegación, misericordia y compasión. De esta manera, seréis una fuerza poderosa para la renovación de la sociedad, no sólo en la reconstrucción de los edificios, sino más importante aún, en la edificación del reino de Dios, en la santidad, la justicia y la paz en vuestra tierra.

Queridos sacerdotes y religiosos, queridas familias y amigos. En esta catedral de la Transfiguración del Señor, pidamos que nuestras vidas sigan siendo sustentadas y transfiguradas por el poder de su resurrección. Os encomiendo a todos a la protección amorosa de María, Madre de la Iglesia. Que ella obtenga para vosotros, y para todo el amado pueblo de estas tierras, abundantes bendiciones de consuelo, alegría y paz en el Señor. Que Dios os bendiga.