La fe es sencilla; el Credo no es teoría - Alfa y Omega

La fe es sencilla; el Credo no es teoría

Misa en la explanada del Islinger Feld. Ratisbona. Martes, 12 de septiembre de 2006

Papa Benedicto XVI
Un momento de la celebración eucarística en la explanada del Islinger Feld

¡Queridos hermanos y hermanas!

Quien cree nunca está solo es el lema de estos días. Lo vemos aquí realizado. La fe nos reúne y nos dona una fiesta. Nos dona el gozo en Dios, el gozo por la creación y por estar juntos. Sé que esta fiesta ha requerido mucha fatiga y mucho trabajo previo. A través de lo que cuentan los periódicos, he podido darme cuenta un poco de cuántas personas han comprometido su tiempo y sus fuerzas para preparar esta explanada en un modo así de digno; gracias a ellos está la Cruz aquí sobre la colina como signo de Dios para la paz del mundo; los caminos de acceso y de partida están libres; la seguridad y el orden están garantizados; se prepararon alojamientos, etc. No podía imaginar -e, incluso ahora, lo sé sólo sucintamente- cuánto trabajo, hasta los mínimos detalles, ha sido necesario para que podamos reunirnos. Por todo ello, no puedo más que decir simplemente ¡Gracias de corazón! El Señor os recompense por todo, y el gozo que ahora podemos experimentar, gracias a vuestra preparación, ¡le sea devuelto multiplicado por cien a cada uno de vosotros! Me he conmovido cuando he escuchado cuántas personas, en particular de las escuelas profesionales de Leiden y Amberg, así como compañías y personas, hombres y mujeres, han colaborado para embellecer mi casa y mi jardín. Estoy un tanto desconcertado ante tanta bondad, y puedo en este caso también decir solamente un humilde ¡Dios os lo pague! No habéis hecho todo esto solamente por un hombre, por mi pobre persona; lo habéis hecho en la solidaridad de la fe, dejándoos guiar por el amor por el Señor y por la Iglesia. Todo esto es un signo de verdadera humanidad, que nace de haber sido tocados por Jesucristo.

Nos hemos reunido en una celebración de la fe. Ahora, sin embargo, surge la pregunta: ¿pero en qué creemos realmente? ¿Qué significa creer? ¿Puede tal cosa existir aún en el mundo moderno? Viendo las grandes Summas de teología redactadas en el Medioevo, o pensando en la cantidad de libros escritos cada día a favor o contra la fe, podemos desalentarnos y pensar que todo esto es demasiado complicado. En resumidas cuentas, si sólo se ve cada árbol uno a uno, se acaba por no ver el bosque. Es verdad: la visión de la fe comprende cielo y tierra; el pasado, el presente, el futuro y la eternidad -y, por ello, no es agotable jamás-. Sin embargo, en su núcleo es mucho más sencilla. El Señor, de hecho, habla sobre ello con el Padre diciendo: «Has querido revelarlo a los sencillos», a aquellos que son capaces de ver con el corazón (cf. Mt 11, 25). La Iglesia nos ofrece una pequeña Summa, en la cual se expresa todo lo esencial: es el así llamado Credo de los Apóstoles, normalmente dividido en doce artículos -según el número de los Apóstoles- y habla de Dios, Creador y Principio de todas las cosas, de Cristo y de la obra de la salvación, hasta la resurrección de los muertos y la vida eterna. Pero, en su concepción de fondo, el Credo está compuesto sólo por tres partes principales, y según su historia no es otra cosa que una amplificación de la fórmula bautismal, que el Señor resucitado entregó a los discípulos para todos los tiempos cuando les dijo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

En esta visión se demuestran dos cosas: la fe es sencilla. Creemos en Dios; en Dios, principio y fin de la vida humana; en aquel Dios que entra en relación con nosotros, seres humanos, que es para nosotros origen y futuro. Así, la fe, simultáneamente, es esperanza, certeza de que tenemos futuro y no caeremos en el vacío. Y la fe es amor, porque el amor de Dios quiere contagiarnos. Esto es lo primero: creemos sencillamente en Dios, y esto comporta también esperanza y amor.

Como segundo punto podemos constatar: el Credo no es un conjunto de sentencias, no es una teoría. Está, justamente, anclado en el evento del Bautismo -un evento de encuentro entre Dios y el hombre-. Dios, en el misterio del Bautismo, se inclina hacia el hombre; sale a nuestro encuentro y, así, también nos acerca entre nosotros. Porque el Bautismo significa que Jesucristo, por así decirlo, nos adopta como a sus hermanos y hermanas, acogiéndonos como hijos en la familia de Dios mismo. De este modo, hace, por lo tanto, de todos nosotros una gran familia en la comunidad universal de la Iglesia. Sí, quien cree nunca está solo. Dios nos sale al encuentro. ¡Encaminémonos también nosotros hacia Dios, y vayamos así los unos al encuentro de los otros! ¡No dejemos solo, en cuanto lo consientan nuestras fuerzas, a ninguno de los hijos de Dios!

Nosotros creemos en Dios. Ésta es una opción fundamental. ¿Pero es hoy aún posible? ¿Es una cosa razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se ha dedicado a buscar una explicación al mundo en la que Dios sería innecesario. Y si eso fuera así, Dios se haría innecesario en nuestras vidas. Pero, cada vez que parecía que este intento había logrado éxito, inevitablemente surgía lo evidente: ¡algo falta en la ecuación!

Cuando se resta a Dios, algo no suma para el hombre, el mundo y todo el vasto universo. Así, terminamos con dos alternativas: ¿qué existió primero? ¿La Razón creadora, el Espíritu que obra todo y suscita el desarrollo, o la irracionalidad que, privada de toda razón, extrañamente produce un cosmos ordenado en modo matemático, así como el hombre y su razón? Ésta última, sin embargo, sería entonces sólo un resultado casual de la evolución y, por lo tanto, al final, igualmente irrazonable. Como cristianos decimos: Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra -creo en el Espíritu Creador-. Nosotros creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón, y no la irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de escondernos, no debemos temer encontrarnos con ella en un callejón sin salida. ¡Estamos contentos de poder conocer a Dios! ¡Y tratamos de hacer ver a otros la racionalidad de la fe, como san Pedro nos exhorta a hacer en su primera Carta! (cf. Pe 3, 15).

Nosotros creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo, y lo destaca sobre todo su primera parte. Pero ahora surge inmediatamente la segunda pregunta: ¿en qué Dios? Pues bien, creemos en aquel Dios que es Espíritu creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros. La segunda parte del Credo nos dice más. Esta Razón creadora es bondad. Es amor. Éste posee un rostro. Dios no nos deja andar a tientas en la oscuridad. Se ha mostrado como hombre. Él es tan grande que se puede permitir hacerse pequeñísimo. «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre», dijo Jesús (Jn 14, 9). Dios ha asumido un rostro humano. Nos ama hasta el punto de dejarse clavar por nosotros en la Cruz, para llevar los sufrimientos de la Humanidad hasta el corazón de Dios. Hoy, que hemos aprendido a reconocer las patologías y las enfermedades mortales asociadas con la religión y la razón, y los modos en que la imagen de Dios puede ser destruida a causa del odio y el fanatismo, es importante decir con claridad en qué Dios creemos, y profesar confiadamente que este Dios tiene rostro humano. Sólo esto nos libera de tener miedo a Dios -lo que está últimamente en la raíz del ateísmo moderno-. Sólo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la vida. Sólo mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo redimido. ¡Dirijamos durante esta celebración solemne de la Eucaristía nuestra mirada al Señor, y pidámosle el gran gozo que Él ha prometido a sus discípulos! (cf. Jn 16, 24).

La fe no está para dar miedo

La segunda parte del Credo termina hablando del Juicio Final, y la tercera parte hablando de la resurrección de los muertos. Juicio: ¿acaso esta palabra no nos hace tener miedo también? Por otro lado, ¿no deseamos tal vez todos que un día se haga justicia a todos los condenados injustamente, a cuantos han sufrido a lo largo de la vida y, después de una vida llena de dolor, han sido tragados por la muerte? ¿No queremos acaso que el exceso de injusticia y sufrimiento que vemos en la Historia, al final se disuelva; que todos en definitiva puedan estar alegres, que todo adquiera un sentido? Este triunfo de la justicia, esta conjunción de tantos fragmentos de Historia que parecen privados de sentido, e integrados en un todo en el que dominen la verdad y el amor: es esto lo que significa el concepto del Juicio universal. La fe no está para dar miedo; en cambio -con certeza-, nos llama a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella; tampoco debemos guardarla para nosotros mismos; frente a la injusticia, no debemos permanecer indiferentes, haciéndonos colaboradores silenciosos o incluso cómplices. Debemos percibir nuestra misión en la Historia y buscar corresponder. Lo que se necesita no es miedo, sino responsabilidad -responsabilidad y preocupación por nuestra salvación, y por la salvación de todo el mundo-. Pero, cuando la responsabilidad y preocupación tienden a volverse miedo, deberíamos recordar las palabras de san Juan: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2, 1). «En caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3, 20).

Celebramos hoy la fiesta del Santísimo Nombre de María. A cuantas llevan este nombre -mi madre y mi hermana lo llevaban, como ha recordado el obispo- quisiera expresar mis más cordiales felicitaciones por su onomástica. María, la Madre del Señor, del pueblo fiel ha recibido el título de Advocata, siendo ella nuestra abogada ante Dios. Así la conocemos desde las bodas de Caná, como la mujer benigna, llena de solicitud materna y de amor, la mujer que advierte las necesidades ajenas y, para ayudar, las lleva ante del Señor. Hoy hemos escuchado en el Evangelio cómo el Señor la confía como Madre al discípulo predilecto y, en él, a todos nosotros. En toda época, los cristianos han acogido con gratitud este testamento de Jesús, y junto a la Madre han encontrado siempre de nuevo aquella seguridad y confiada esperanza, que nos dan gozo en Dios. ¡Acojamos también nosotros a María como la estrella de nuestra vida, que nos introduce en la gran familia de Dios! Sí, quien cree nunca está solo. ¡Amén!