El Señor nos llama por nuestro nombre - Alfa y Omega

El Señor nos llama por nuestro nombre

Vísperas marianas con religiosos y seminaristas en la basílica de Santa Ana. Altötting. Lunes 11 de septiembre de 2006

Redacción
El Papa, de rodillas, ante la Virgen, en su santuario de Altötting

¡Queridos amigos! Aquí en Altötting, en este lugar lleno de gracia, nos hemos reunido —seminaristas que se preparan para el sacerdocio, sacerdotes, hombres y mujeres religiosos y miembros de sociedades con vocación espiritual— en la basílica de Santa Ana, ante el santuario de su hija, la Madre del Señor. Nos hemos reunido aquí para considerar nuestra vocación de servir a Jesucristo y, bajo la atenta mirada de santa Ana, en cuyo hogar la más grande vocación en la historia de la salvación se desarrolló, comprenderla mejor. María recibió su vocación de boca del ángel. El ángel no entra visiblemente a nuestra habitación, pero el Señor tiene un plan para cada uno de nosotros, nos llama por nuestro nombre. Nuestra tarea es aprender a escuchar, percibir su llamada, ser valientes y fieles para seguirlo, y, cuando está todo dicho y hecho, ser siervos fieles que han utilizado bien los dones que se nos han dado.

Sabemos que el Señor busca obreros para su viña. Él mismo lo ha dicho: «La mies es abundante, pero son pocos los obreros, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 37-38). Por eso estamos reunidos aquí, para hacer esta urgente petición al Señor de la mies. La mies de Dios es grande y necesita obreros en el llamado tercer mundo: en Hispanoamérica, en África y Asia la gente espera nuestros heraldos para llevarles el Evangelio de la paz, la Buena Nueva de Dios que se hizo hombre. Pero en el también llamado Occidente, aquí entre nosotros en Alemania, y en las vastas regiones de Rusia, es cierto que hay una gran mies que cosechar. Pero hace falta gente con voluntad para trabajar la mies de Dios.

Un activismo vacío

Hoy es como entonces, cuando el Señor se compadeció de las multitudes que parecían ovejas sin pastor, personas que probablemente sabían cómo hacer muchas cosas, pero no podían darle sentido a sus vidas. ¡Señor, mira nuestros tiempos difíciles, necesitados de predicadores del Evangelio, testigos de ti, personas que puedan señalar hacia la vida en abundancia! ¡Mira nuestro mundo y compadécete una vez más! ¡Mira nuestro mundo y envíanos obreros! Con esta petición tocamos a la puerta de Dios, y con la misma petición el Señor está tocando las puertas de nuestro propio corazón. ¿Señor, me quieres Tú? ¿No es tal vez demasiado grande para mí? ¿No soy, quizás, demasiado pequeño para esto? «No tengas miedo», le dijo el ángel a María. «No temas; te he llamado por tu nombre», dice Dios, a través del profeta Isaías (43, 1), a nosotros, a cada uno de nosotros.

¿A dónde vamos, si respondemos Sí a la llamada de Dios? La más breve descripción de la misión sacerdotal —y esto es cierto en su manera particular para los religiosos también— nos la ha dado el evangelista Marcos. En su relato sobre la elección de los Doce, dice: «Jesús llamó a doce para estar con Él y para ser enviados» (Mc 3, 14). Estar con Jesús y ser enviado, salir a conocer personas: estas dos cosas se corresponden, y juntas son el corazón de la vocación, del sacerdocio. Estar con Él significa llegar a conocerlo y darlo a conocer. Sólo el que está con Él le conoce, y puede anunciarle adecuadamente. Y quien está con Él no retiene para sí lo que ha encontrado; al contrario, tiene que comunicarlo a otros. Tal es el caso de Andrés, que le dijo a su hermano Simón: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41); y el evangelista agrega: «Llevó a Simón ante Jesús» (v. 42). San Gregorio Magno, en una de sus homilías, dijo una vez que los ángeles, sin importar cuán lejos deben ir en su misión, siempre se mueven en Dios. Siempre permanecen con Él. De esta reflexión de los ángeles, san Gregorio explica que los obispos y los sacerdotes, sin importar a dónde vayan, siempre están con Él. Sabemos esto por experiencia. Cuando los sacerdotes, debido a sus múltiples deberes, tienen menos tiempo para estar con el Señor, eventualmente pierden, por toda su actividad con frecuencia heroica, la fuerza interior que los sostiene. Su actividad se convierte en un activismo vacío. Estar con Cristo: ¿cómo se hace esto? Lo primero y lo más importante para el sacerdote es la misa diaria, siempre celebrada con una participación interior y profunda. Si celebramos la misa como verdaderos hombres de oración, si unimos nuestras palabras y nuestras actividades a la Palabra que nos precede, y si nos dejamos conformar por la celebración eucarística, si en la Comunión nos dejamos abrazar por Él y le recibimos; entonces estamos con Él.

La Liturgia de las Horas es otra manera fundamental de estar con Cristo. Aquí rezamos como personas conscientes de nuestra necesidad de hablar con Dios, mientras sostenemos a otros que no tienen ni el tiempo ni la capacidad para rezar de esta forma. Para que nuestra celebración eucarística y la Liturgia de las Horas alcancen todo su sentido, necesitamos también leer constantemente la Sagrada Escritura con sentido espiritual, no sólo para ser capaces de descifrar y explicar las palabras del pasado, sino para descubrir la palabra que el Señor me está diciendo a mí, personalmente, aquí y ahora. Sólo de esta forma seremos capaces de llevar a otros la Palabra inspirada como la Palabra de Dios actual y viviente.

La adoración eucarística es una forma esencial de estar con el Señor. Gracias a monseñor Schraml, Altötting tiene un nuevo tesoro. Donde una vez se guardaron tesoros del pasado, objetos religiosos e históricos, hay ahora un lugar para el verdadero tesoro de la Iglesia: la permanente presencia del Señor en el Santísimo Sacramento. En una de sus parábolas, el Señor habla del tesoro escondido en el campo, del hombre que lo encuentra y lo vende para comprar ese campo, porque el tesoro escondido es más valioso que cualquier otra cosa. El tesoro escondido, más grande que cualquier otro bien, es el reino de Dios, es Jesús mismo, el Reino en persona. En la Hostia consagrada está presente el verdadero Tesoro, siempre al alcance de nosotros. Sólo adorando esta Presencia aprendemos a recibirla adecuadamente, aprendemos la realidad de la Comunión, aprendemos la celebración eucarística desde dentro.

La importancia de la familia

Aquí me gustaría citar algunas líneas de Edith Stein, la santa patrona de Europa: «El Señor está presente en el tabernáculo en su divinidad y humanidad. No está allí por Él, sino por nosotros: es su alegría estar con nosotros. Y porque sabe que nosotros, siendo como somos, necesitamos su cercanía personal. La consecuencia para todo el que piense y tenga sentimientos es que se sienta atraído y esté allí con Él, siempre que le sea posible y todo el tiempo que le sea posible» (Gesammelte Werke VII). ¡Amemos estar con el Señor! Allí podemos hablar con Él sobre cualquier cosa. Podemos ofrecerle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, nuestros problemas. Nuestras alegrías. Nuestros gozos, nuestras decepciones, nuestras necesidades y nuestras aspiraciones. Allí también podemos pedirle constantemente: ¡Señor, envía obreros a tu mies! ¡Ayúdame a ser un buen obrero en tu viña!

Aquí, en esta basílica, nuestros pensamientos se vuelcan en María, quien vivió su vida completamente en el estar con Jesús y, consecuentemente, ha estado, y sigue estando, totalmente a disposición de los hombres. Las muchas inscripciones votivas que hay aquí son un signo concreto de esto. Pensemos en la santa madre de María, santa Ana, y con ella pensemos también en la importancia de los padres y madres, abuelas y abuelos, y la importancia de la familia como entorno de vida y oración, en donde aprendemos a rezar y en donde las vocaciones se desarrollan.

Aquí en Altötting, pensamos de manera especial en el hermano Konrad. Él renunció a su gran herencia porque quería seguir a Jesucristo sin reservas y estar completamente con Él. Como el Señor lo recomienda en una de sus parábolas, él escogió el lugar más bajo, como humilde hermano portero. En su trabajo pudo lograr lo que san Marcos nos dice sobre los Apóstoles: Estar con Él, ser enviado a otros. Desde su celda siempre pudo mirar al tabernáculo, y así siempre estar con Cristo. Desde su contemplación aprendió la bondad ilimitada con la que trataba a la gente que tocaba a su puerta a todas horas, a veces sin cuidado, para molestarlo, y a veces bulliciosa e impacientemente. Para todos ellos, por su gran bondad y humanidad, y sin grandes palabras, siempre dio un mensaje más valioso que las mismas palabras. Roguemos al santo Hermano Conrad, pidámosle que mantenga nuestra mirada fija en el Señor, para llevar el amor de Dios a los hombres. ¡Amén!