1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos. Hijos, volved a Casa... - Alfa y Omega

1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos. Hijos, volved a Casa...

La Iglesia sitúa la fiesta de Todos los Santos al principio del mes de noviembre, un mes dedicado en especial a rezar por los difuntos y a meditar en la vida eterna. En definitiva, nos ayuda a sabernos hijos de un mismo Padre que nos invita a una fiesta: el cielo

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Dios nos abre la puerta de su Casa para acogernos y abrazarnos…

Un sacerdote se dispone a celebrar un funeral por un anciano en un pueblo de la geografía española. Un vecino le comenta: «Hay que despedir a los que se van yendo…». Y el sacerdote responde: «En realidad, son los que van llegando…».

La solemnidad de Todos los Santos celebra la vida de todos aquellos amigos de Dios que disfrutan ya de su compañía para toda la eternidad. También es una oportunidad de recordar que todos -pero todos, todos- estamos llamados a la santidad. La veneración de los santos comenzó con el culto a los mártires por parte de los primeros cristianos. Ellos sabían que aquellos hermanos en la fe habían dado la vida por amor a Cristo y que el Señor no podía menos que tenerlos junto a Él. Por eso, los primeros cristianos los tenían como modelo de vida y dirigían a ellos sus oraciones para alcanzar su intercesión. Nosotros hacemos lo mismo en la solemnidad de Todos los Santos, al mismo tiempo que, a lo largo de todo el mes de noviembre, somos invitados por la Iglesia a meditar sobre nuestra vida y, en especial, sobre nuestro destino eterno.

¿Quiénes son los santos? ¿Qué es lo que hacen todo el tiempo en el cielo?
Primero, ¡tras la muerte, ya no hay tiempo; se entra en la eternidad! En esta fiesta recordamos no a los santos del calendario, sino sobre todo a aquellas personas que, a lo largo de los siglos, han amado a Dios en el anonimato de su día a día, y que hoy disfrutan de su compañía para siempre. Son amigos de Cristo, hijos de María, quizá muchos de nuestros familiares, que no han tenido un Proceso de canonización, pero están ya con Dios, y sólo Dios conoce sus nombres. Los tenemos como intercesores, rezan por nosotros, alaban a Dios junto a nosotros. Son la Iglesia triunfante, y se unen a la Iglesia purgante y a la militante especialmente en la celebración de la Eucaristía, que es como un anticipo del cielo, como dice el Papa Francisco: «Con la Eucaristía, pregustamos el cielo, y nos hace pregustar la comunión con el Padre en el banquete del reino de los cielos». Nunca como cuando vamos a Misa podemos gustar, de manera tan cercana, la alegría del cielo.

¿Y cómo es el cielo? Ver a Dios todo el rato, ¿no resultará aburrido?…:
Se habla del cielo como la contemplación del rostro de Dios, pero esto no es como si nos quedáramos todo el rato mirando un rostro humano. Estar en el cielo es estar en compañía de Dios y se debe entender en clave de amor. No es el premio a un esfuerzo personal, ni una salvación entendida como cuando Indiana Jones huía de una piedra gigante colándose por una rendija en la roca, para al final decir: Uff, me salvé. Sí, Indiana Jones se salvó, pero al otro lado no había nadie… En el cielo, en cambio, nos espera la Persona que más nos conoce, el que nos ha creado, el que más nos ama, el que más nos espera.

Entonces, el cielo, ¿se conquista?
Si nos fijamos en el Buen Ladrón, a lo mejor podríamos pensar: Está chupado… Si leemos la vida de san Pedro de Alcántara -que comía una vez cada tres días y dormía, sentado, sólo hora y media cada noche- diríamos: Imposible… Pero la cuestión no es cómo vivimos, sino para Quién vivimos; el acento principal está puesto en el amor. Se trata de querer a Dios, y este amor se manifiesta de muchas maneras. ¡No hay ningún santo igual a otro! Dios nos ha creado a su imagen y semejanza: únicos e irrepetibles. Y para eso no importa si Dios nos llama a primera hora, o a la última, como a san Dimas.

…una vez en el cielo, no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra

Precisamente, André Daigneault, en El Buen Ladrón: misterio de misericordia, dice que san Dimas «cambia completamente nuestra escala de valores: Dios no necesita para nada nuestras virtudes naturales; en cambio, necesita nuestro vacío y nuestra pobreza para colmarlos de su Misericordia. Le causa horror la autocomplacencia, y espera de nosotros el abandono de un niño. Su misericordia quiere derramarse en nuestras pobrezas. Dios se complace en manifestar su fuerza en la debilidad de los más pequeños». Entonces, ¡aún estamos a tiempo, pero no hay tiempo que perder! Dios nos espera siempre porque nos ama siempre…

Y el Papa Francisco, en Evangelii gaudium, nos dice: «La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande». ¿Podría hacer yo algo más por que otros conozcan esta alegría?

Sí, eso es muy bonito, pero no es tan fácil. La vida es muy dura…:
Dice Manuel de Santiago, en el prólogo a Santos de pantalón corto, de Javier Paredes: «Una característica de los santos es seguir al Maestro por la senda de la cruz. No hay cristianismo sin cruz. No se llega al cielo más que llevando la señal del cristiano: la cruz». Pero, ¡ánimo!, sabemos que la cruz se lleva mejor cuando se abraza que cuando se arrastra.

¿El camino es, pues, imitar a Cristo?:
El camino es… ¡amar a Cristo! Amando más y más a Cristo, nos pareceremos a Él, al igual que se parecen dos esposos cuyo amor va creciendo con el tiempo. No se conquista el cielo a fuerza de puños. El cielo no es el premio de superman, que hacía cosas muy buenas, pero se bastaba con sus propias fuerzas. Escribe Manuel de Santiago que la santidad es el resultado de dos fuerzas muy distintas de las de nuestros puños: «La gracia de Dios y la libertad del hombre. Es Dios que se dona para labrar su imagen en el hombre; y éste que se deja trabajar haciendo lo que Dios quiere». Por tanto, es más dejarse hacer que enfrascarse en muchas cosas. Es más María que Marta: es más estar con Jesús que agitarse por agradarle. Es más descansar en Dios que esforzarse mucho. Es más escuchar que hablar mucho. Es más rendirse a Dios que hacer muchos propósitos. En definitiva, es más dejarse querer, que empeñarse en querer quererle.

Adrienne von Speyr recordaba que «la santidad no consiste en el hecho de que el hombre lo da todo, sino en el hecho de que Dios lo toma todo». Además, aquel que acoge a Cristo y que ama a Cristo, al final, acaba reproduciendo el mismo rostro de Cristo; y ya no será él, sino Cristo que vive en él.

Entonces, ¿no hay que hacer nada en absoluto?:
Ahí va un chiste: en un concurso de vagos, a las puertas de la sala aparece un tipo tirado en el suelo y, cuando le preguntan: ¿Por qué no entras?, responde: A mí que me entren… Seguro que ese tipo ganó el concurso, pero el cielo no funciona así. Acoger el don de Cristo no puede olvidar la necesidad de las obras. Alerta Antonio Sicari, en Retratos de santos, de que «el protestantismo no se ha equivocado al afirmar la salvación sólo por la fe, sino porque ha descuidado afirmar con igual vigor que con la fe nos abandonamos a Cristo para producir incluso más obras buenas que si confiásemos en nuestra propia actividad». Y santa Teresa de Jesús recordaba: «Siempre hemos visto que los que más cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor fueron los de mayores trabajos. Para esto es la oración, hijas mías, de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras». Y es que, al final de la vida, nos examinarán en amor…

¿¡Examen!? ¡Estoy en blanco! No me he preparado nada…:
Nadie puede decir que no estaba avisado. La vida se nos acaba el día menos pensado… La Iglesia enseña que hay un juicio particular en el momento de nuestra muerte; y un juicio final, al final de los tiempos, en el que Cristo juzgará a vivos y muertos, según la disposición de nuestros corazones; retribuirá a cada uno según sus obras y según su aceptación o rechazo de la gracia. Junto a ello, esperamos también la resurrección de la carne, porque, como indica el Youcat, «Dios no abandona la carne ni su creación como si fueran un juguete viejo». No sabemos cómo será, pero nuestros cuerpos mortales volverán a tener vida, no con las limitaciones de ahora, sino que entonces el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros, y este cuerpo corruptible se revestirá de incorruptibilidad…

La felicidad completa nos espera. Por eso, es bueno preguntarse de vez en cuando: ¿Para qué vivo? O mejor: ¿Para Quién y para quienes vivo? ¿Qué tal llevo mi vocación?¿Amo de verdad a Cristo? ¿Amo de verdad a mi esposa, a mis hijos, a mis jefes y compañeros, a mis enemigos? ¿Amo mi cruz? Todos tenemos vocación, que es la llamada universal a la santidad, según la Lumen gentium. Todos hemos sido llamados al amor, y el amor es siempre fecundo.

Pero yo pensaba que los santos eran figuras de escayola y con aureola, algo del pasado…
Así se ha representado a los santos durante siglos en la iconografía cristiana. Son los santos canonizados, es decir, aquellos fieles sobre los que se abrió una Causa de canonización, decretando que han practicado heroicamente las virtudes (Venerable), aprobando un primer milagro atribuido a su intercesión o probando su muerte por martirio (Beato) y aprobando un segundo milagro (santo). Éstos son los llamados comúnmente santos de altar, pero santos anónimos los ha habido siempre, incluso hoy.

Pero ¿un pecador, como yo, puede ir al cielo?:
De hecho, el cielo está lleno de pecadores. Si no, Dios estaría muy muy solo… Ser santo, vivir en el cielo, no es una recompensa ética por nuestras bondades, sino la celebración de la bondad de Otro que no somos nosotros. Uno no se gana el cielo presentando el curriculum, sino que Dios nos abre la puerta de su Casa para acogernos y abrazarnos…, si queremos.

Entonces, «yo me lo guiso, yo me lo como»:
Ni hablar; no nos salvamos solos. No es un asunto privado. En la Iglesia nos salvamos en racimo, unidos a la vid, que es Cristo. Nos necesitamos unos a otros. No podemos salvarnos como quien corre hacia la meta para triunfar y decir: ¡Llegué! Decía Benedicto XVI, en su Mensaje de la Cuaresma 2012, que, de alguna manera, «el otro me pertenece; su vida y su salvación tienen que ver con mi vida y mi salvación».

Además, en esto nos ayuda precisamente la intercesión de los santos, pues, una vez en el cielo, «no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra. Su intercesión es el más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros» ante Dios, dice el Catecismo. Hay quien ha obtenido de los santos la gracia de un milagro físico, pero también podemos pedirles ayuda ante cualquier dificultad de nuestra vida cotidiana.

Para eso hay que pasar por la muerte; ¿no hay un modo de llegar un poco más agradable?:
Decía Pablo Domínguez que la muerte es una puerta. Sólo una puerta. Y no importa la puerta, sino lo que hay después de ella. En realidad, es una ayuda, una llamada a nuestra conversión. «El último acto de libertad es tan importante en aquella hora, que sella nuestro destino eterno. En ese momento, ya no hay más posibilidades: o bien morimos en el amor, o bien morimos rechazando el amor. No tiene usted otra alternativa: o bien morir rindiendo homenaje al Misterio, o bien morir encastillado en su propio ego»: así escribe Fabrice Hadjadj en Tenga usted éxito en su muerte.

Vale, y una vez allí, ¿qué plan hay?:
¿Se puede uno cansar de estar siempre junto a la persona amada? Dice el Señor, en palabras del Apocalipsis, que los bienaventurados «verán el rostro del Señor, y tendrán su nombre en la frente. Y no habrá más noche, y no necesitarán luz de lámpara ni de sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos, y reinarán por los siglos de los siglos».

¿«Por los siglos de los siglos»? ¿No se nos va a hacer un poco largo?:
Si es amor, es para siempre. Y si es para siempre, no cansa. Benedicto XVI, en Spe salvi, reconocía que, «en efecto, la palabra eterno suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo», pero «la eternidad no es un continuo sucederse de días del calendario, sino el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad»; y luego dice que será como «sumergirse en el océano del amor infinito», que es Dios mismo, «desbordados simplemente por la alegría». Entonces, eso es el cielo: estar desbordado por la alegría…