Y habitó entre nosotros - Alfa y Omega

Y habitó entre nosotros

Solemnidad de la Natividad del Señor

Daniel A. Escobar Portillo
Nacimiento obra de Félix Castedo. Catedral de la Almudena, Madrid. Año 2016. Foto: Carlos González García/Infomadrid

A menudo pensamos y hablamos de la Navidad como si se tratara únicamente de la celebración del cumpleaños de Jesús. De igual modo que nosotros invitamos a nuestros familiares y amigos a nuestra casa cuando cumplimos años, también el Señor nos convoca ahora en su casa para celebrar el suyo. Esta explicación funciona hasta que nos encontramos con un pasaje del Evangelio como el de la Misa del día de hoy. Es curioso que, precisamente en este día, poco o nada se nos diga del nacimiento de Jesús. Cierto es que las lecturas tanto de la Misa de Medianoche o del Gallo como de la Misa de la Aurora, tomadas del evangelista Lucas, sí nos refieren algunas circunstancias que rodearon el parto del Salvador. En cambio, el prólogo del Evangelio según san Juan, que es el texto que tenemos ante nosotros, en lugar de hacer una descripción de los pormenores del momento concreto, prefiere darnos a conocer la identidad del que nace, su procedencia, el modo de acercarse a los hombres y, sobre todo, las consecuencias que todo ello tiene para nuestra salvación. El centro de estas líneas es que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».

«En él estaba la vida»

La Pascua y la Navidad son las dos fiestas más importantes del año cristiano. No en balde las dos solemnidades disponen de un tiempo litúrgico para poder profundizar en la comprensión del gran misterio que encierran. Y un tema central en ambas fiestas y, por lo tanto, en todo el año, es Jesucristo como vida verdadera de los hombres, como no podía ser de otra manera. Al hablar del Verbo, dice el Evangelio de hoy que «en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres». El Verbo, la Palabra de Dios hecha carne, se convierte en vida, gracia y verdad para todo hombre, y «a cuantos lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios». Este versículo está en consonancia con la petición que hacemos al comienzo de la Misa: «compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana». Así se refleja en la oración que desde hace siglos se reza en la celebración de la Misa de este día. Pocas fórmulas litúrgicas expresan de un modo tan sencillo y profundo, al mismo tiempo, el admirable intercambio que ha tenido lugar y que constituye el fondo de la celebración de hoy.

«La vida era la luz de los hombres»

Pero no solo las oraciones de la Misa guardan relación con el Evangelio de hoy. Uno de los elementos navideños que nos recuerdan a Cristo como verdadera vida es el árbol de Navidad. La Iglesia recomienda colocarlo en los hogares, ya que este árbol señala a Cristo como verdadero árbol de la vida, de hoja perenne, que no muere. En el árbol, adornado con luces, se nos presenta a Cristo, luz del mundo, que con su nacimiento nos guía hacia Dios y nos impulsa a vivir también a la luz de su vida. De este modo, se nos recuerda de un modo visual que «el Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo». Estamos ante la luz del mundo, que brilla en las tinieblas.

Sin duda, san Juan Evangelista pretende mostrarnos, a través de este pasaje, que con el nacimiento del Señor ha comenzado la definitiva Revelación de Dios. Se nos transmite la vida verdadera, se nos ofrece una nueva luz en medio de las tinieblas. Dicho de otra manera, Dios, a quien nadie ha visto jamás, se nos ha dado a conocer a través de su Hijo unigénito, hecho hombre, hecho pequeño. Por lo tanto, para poder contemplar la gloria de Dios, que se nos manifiesta hoy, no nos queda más opción que mirar hacia ese niño y acoger la gracia y la verdad que nos trae.

Evangelio / Juan 1, 1-18

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.

Este estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: “El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo”». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.