Tres tiros y un perdón - Alfa y Omega

Tres tiros y un perdón

«Se vio humillado y abandonado en el tenebroso valle de la maldad, pero no temió mal alguno, pues el Señor estaba con él». El cardenal Angelo Amato se refería así al sacerdote vasco Pedro de Asúa, asesinado por una partida de milicianos en 1936 y beatificado el pasado sábado, en la catedral de Vitoria

Rosa Cuervas-Mons
El cardenal Amato, ante la urna con los restos mortales de don Pedro de Asúa, durante la Misa celebrada en la catedral de Vitoria

29 de agosto de 1936. El coche se detiene en la cantera del monte Candina, en Liendo (entonces Vizcaya y hoy Cantabria). Es noche cerrada. Una partida de milicianos baja del vehículo y obliga a descender a un hombre, de nombre Pedro de Asúa. Está a punto de cumplir 46 años.

Nació el 30 de agosto de 1890 en Balmaseda (Vizcaya), donde vivió hasta 1906, año en que se fue a Madrid a estudiar Arquitectura. Con 29 años, y un prometedor futuro como arquitecto por delante, decide ingresar en el Seminario. «Fue una decisión bien pensada, fruto de sus meditaciones al contacto con Dios», diría el claretiano Juan Oleaga, amigo y confesor de Asúa. Ya antes, había dado muestras de una profunda espiritualidad, evidenciada, por ejemplo, cuando instituyó la Adoración Nocturna en su pueblo natal. Las actas fundacionales de aquel 1917 lo atestiguan, y quienes entonces lo veían rezar recuerdan que «salía como transformado». La presencia en Cristo fue su alimento diario, una constante en su vida, primero como laico y después como sacerdote.

Don Pedro entra en el Seminario, se forma y, en junio de 1924, es ordenado sacerdote. Quería ser «un cura de pueblo», pero recibió el encargo de ser, además, arquitecto diocesano. El Seminario de Vitoria, parroquias, casas de religiosas y religiosos… Se recorrió toda la diócesis del País Vasco con los planos a cuestas y un enorme sentido pastoral en la maleta. Creó grupos de catequesis para niños, los círculos de estudio, el ropero catequístico para atender las necesidades materiales de los más pequeños… No cobró por la mayor parte de los trabajos que realizó como arquitecto, y el poco dinero que tuvo lo fue dejando bajo las almohadas de los enfermos a los que visitaba, para que pudieran comprar medicinas. «Vivía su lema sacerdotal: Sólo sacerdote, siempre sacerdote y en todo sacerdote», cuenta a Alfa y Omega el Postulador de su Causa de beatificación, don Aitor Jiménez.

Por eso, cuando la persecución religiosa de 1936 llega a su Balmaseda natal, Pedro de Asúa continúa con su vida de sólo, siempre y en todo sacerdote. Celebra Misa, confiesa, trabaja…, y acude al Ayuntamiento las muchas veces que, desde el 18 hasta el 25 de julio, es requerido por los milicianos. Un interrogatorio, otro, otro… Sus familiares piden a Pedro que se vaya del pueblo, porque se ha corrido el rumor de que van a detener a alguien importante. Él, calmado, celebra Misa y sale, ya caída la noche, hacia el pueblo de Sopuerta. Desde allí viaja hasta Erandio, a casa de sus tías paternas. Apenas dos días después, recibe la visita de los milicianos. «¿Don Pedro de Asúa?», preguntan. «Soy yo», dice él.

Consciente de la tempestad

Se sube con ellos al coche, consciente de que su condición de sacerdote incluye, si es menester, dar la vida por Cristo. «Si tengo que morir con 45 años, no he hecho nada por Cristo. Si me persiguen por mi fe, bendito sea Dios», había dicho don Pedro en una suerte de declaración de intenciones.

Una antorcha ilumina la cara del hombre al que han sacado del coche. «Vimos su cara de ángel», confesaría años después uno de los milicianos que estaba allí. Don Pedro, sabiendo lo que venía a continuación, miró a sus verdugos y les dijo: «Que Dios os perdone como yo os perdono, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Le pegaron dos tiros en la cabeza y uno en el omoplato.

El pasado sábado, el cardenal Angelo Amato destacaba, durante la ceremonia de beatificación del sacerdote —la primera celebrada en Vitoria—, que Asúa «fue consciente de la inminente tempestad y estuvo dispuesto al supremo sacrificio. Fue un sacerdote auténtico, enteramente entregado a Cristo y a la Iglesia», que «vive ya en la Jerusalén celestial».

«El mundo -dijo el cardenal- tiene necesidad de santos para poder transformarse en un jardín de convivencia serena». Santos que, como Pedro de Asúa, miren a sus asesinos a la cara y, con cara de ángel, les digan: Os perdono.