El pecado de la insensibilidad - Alfa y Omega

El pecado de la insensibilidad

Javier Alonso Sandoica

Estoy en la plaza de la Almudena de Madrid, una argentina de mediana edad, le delata su acento de San Telmo, se me acerca con paso firme y me pregunta qué va a suceder. Lo dice señalando las miles de sillas que allí se alinean, entre el Palacio Real y la catedral de Madrid. Le digo que estrenamos arzobispo, le cuento la celebración de la Eucaristía, la toma de posesión y casi todo lo demás. La cosa deriva sin pretenderlo en la situación de su país. Está avergonzada de su presente. Dice que la familia Kirchner se asemeja al otro Kirchner, al expresionista alemán de entreguerras que había retratado a la sociedad de su tiempo con unos verdes y amarillos muy tristes. Una gente patidifusa, desorientada, literalmente des-almada. Y entonces, a punto ya de marcharse, me dice: «Lamento aseverar que en mi país no sabemos votar, y esa también es asignatura que se enseña».

Me valió mucho aquella frase sentenciosa. Hoy se nos alienta a leer y votar, esos valores del Olimpo que debe poseer todo ciudadano que se precie. Pero como los brutos reciben su forraje, así se nos discursea sobre los bienes culturales y el ejercicio cívico del voto. Y, sin embargo, andan en desbandada los mediadores que enseñen a ver televisión, a leer, a votar. No es asunto insignificante, es el garante de un espíritu adulto. Se necesitan «maestros de la mejor elección», no marisabidillos que nos digan lo que tenemos que hacer, sino educadores que espabilen la sensibilidad hacia lo más alto. Benedicto XVI, en un discurso del 6 de abril de 2007, dijo que «los Padres de la Iglesia consideraban que el mayor pecado del mundo pagano era su insensibilidad». El espíritu humano se sacia con una buena elección, no con un ejercicio cualquiera.

Leo La broma infinita, de David Foster Wallace, una novela-río que habla del sopor espiritual de muchos jóvenes entrenados para triunfar en el tenis. Al adquirir victorias, y no saber en qué más ocuparse, les sobreviene una especie de atonía, «el tipo de crisis de qué-sentido-tiene-todo-esto, típica del americano de mediana edad». Vamos, una pubertad espiritual. Y atención, que algunos padres creen que rezar con los hijos a la hora de irse a la cama es deshilvanar frases piadosas, abdicando de lo mejor que está en su poder: la transmisión de una sensibilidad por la trascendencia.