Aquellas manos de pescador - Alfa y Omega

Aquellas manos de pescador

José Francisco Serrano Oceja
Benedicto XVI reza ante la tumba de Juan Pablo II

Hay un ángel de la guarda que habita entre los palacios pontificios y que suele esperarme, cuando llego al Vaticano, en el Portone di Bronzo. No diré cómo es el ángel, por si acaso algún lector lo reconociera y le interpelara con alguna certera indicación. Sólo apunto que se las sabe todas, que ha vivido durante más de cincuenta Cónclaves y que gusta del humanismo renacentista y de las lenguas clásicas. El pasado domingo, enfadado porque hacía ya tiempo que no visitaba Roma, me quiso entretener, nada más saludarnos, recordándome lo que a san Ignacio de Loyola le pasó cuando eligieron Papa a Pablo IV. Me invitó, incluso, a que leyera a Nadal, y que no me olvidara de Polanco, el biógrafo del santo de Loyola -no otro, por supuesto-, y que aprovechara para releer la autobiografía del fundador de la Compañía de Jesús. «Pues hete aquí -me dijo- que, cuando san Ignacio se enteró de a quién habían elegido Papa los buenos de los cardenales, comenzáronle a temblar los huesos. Y no le quedó más remedio que irse a la capilla y pasar varias horas en oración profunda, de la que salió con harta paz de espíritu y confianza en los designios de la divina Providencia». Éste es mi ángel, a quien yo creía conocer.

Sin embargo, mi ángel, bueno, nuestro ángel, nada más llegar, me dio un susto, diría, de muerte. Estaba yo empeñado en ir directo a visitar a un amigo. A Juan Pablo II, que había sido el párroco universal de mi corazón y mi único Papa. Me advertía mi ángel, bueno, nuestro ángel, que las colas eran largas y que se acercaba la hora del cierre de las grutas vaticanas. Por un oído me entraban sus recomendaciones y por otro me salían. Lo primero es lo primero, y yo, con Juan Pablo II. Como suele ocurrir cuando me pongo cabezón, no le cupo otro remedio que acompañarme hasta el pasillo que conduce a la tumba de los Papas. Era, sin duda, mi pequeño homenaje de sincero agradecimiento. Cuando nos acercábamos a la primera estancia de enterramientos, se nos acercó, casi empujando, un señor ni muy joven, ni muy viejo, maduro, fuerte, con la tez curtida por el sol y la lluvia, un obrero. El pelo canoso y las ropas más corrientes que otra cosa nos hicieron sospechar que se trataba de un turista de entre unos cuantos de miles. A medida que pasaban los minutos, mi ángel de la guarda se ponía más nervioso cada vez que el señor, que nos quería adelantar, se paraba para mirar detenidamente cada una de la tumbas de los sucesores de Pedro. Qué misterio, pensé.

En una de las clásicas avalanchas, una señora se tropezó con otra y estuvo a punto de caerse. Sólo cuando el señor que nos acompañaba agarró a la señora, me fijé en sus manos. Esas manos, esa fuerza con la que había agarrado a la señora, aunque parecía que le estuviera acariciando… Esas manos… Daba la impresión de que estaban acostumbradas a retener al hombre para que no se precipite hacia el abismo de lo inferior, de la nada, para que no dilapide su más precioso tesoro, su dignidad. Unos metros más adelante, pensé en fijarme en él con más detalle, y, si cabe, con más disimulo. Me sorprendía que cuando pasábamos por delante de la tumba de un Papa, a nuestro amigo le naciera un rictus de complicidad, una mueca de confianza, como si estuviera visitando a su grupo de amigos, a los compañeros con quienes había pasado los mejores y los perores momentos. Pero esas manos, sus manos…, me recordaban, algo me recordaban, a alguien me recordaban. No sé por qué se me venía a la mente lo que, hacía no mucho, había leído a Urs von Balthasar sobre una Iglesia que existe en la carne: «Ni la Iglesia en general, ni su dirección son puro espíritu. El angelismo no ha lugar en la estructura de una Iglesia de la Encarnación. Los miembros chocan violentamente entre sí, su movilidad fatiga, y el hombre es tan sensible al gusto de funcionar como al hastío y a la flojera provocados por las limitaciones de sus posibilidades y por el desgaste del mecanismo».

Aquellas manos, esas manos… Había estado espiando sus gestos, siempre nobles, siempre aristocráticos, siempre circunscritos al límite de su discreción. Me faltaba su palabra. En lo que llevábamos de recorrido, no le había oído pronunciar una sola palabra. Su presencia parecía llenar los silencios, derrochaba una autoridad, un saber, que era difícil de describir. Mientras, mi amigo el ángel me susurró que tuviera cuidado porque últimamente están diciendo cosas muy raras en el Vaticano. Dicen que si hay un hombre que aparece y desaparece, y que suele frecuentar las grutas de San Pedro. Y, además, que ese señor esconde más de lo que nuestra. Seguimos caminando. Cuando pasamos por la tumba de Pablo VI, oí a nuestro hombre susurrar: «Amigo mío, amigo mío». Ya tenía sus palabras, unas palabras de Jesucristo. ¿Es posible conocer la verdad de Jesús sin la permanencia de sus palabras?

ángel de la guarda del Vaticano no confiaba, se quedaba quieto, como espiando a los hombres agradecer a Juan Pablo II su testimonio de la verdad del Evangelio. Cuando llevábamos un rato en oración, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo cuando me imaginaba repitiendo las palabras de Cristo a san Pedro: «Tú eres Pedro». Entonces, miré a mi alrededor y ya no estaba. Nos había acompañado a lo largo de la Historia, por cada uno de los Papas hasta llegar a Juan Pablo II. Nos había dejado su palabra. Es en la Iglesia en donde Pedro dice y a Pedro se le escucha decir aquello de «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Allí, entre nosotros, había estado Pedro, el pescador de Galilea…