La jauría - Alfa y Omega

Emile Zola publicó el segundo volumen de Les Rougon-Macquart con el título de La curée, traducido al español como La jauría, nombre que oscurece en cierta medida el sentido dado por el escritor francés a su novela. Si La taberna era, en realidad, L’assomoir, traducible por un lugar para beber pero también como mazazo y aturdimiento que pretende reflejar una condición moral, La curée es la feroz matanza y reparto de trozos del animal cazado entre los perros que le han seguido el rastro. Es acorralamiento y destrucción.

Y la historia de Aristide Saccard, abriéndose paso en el París del Segundo Imperio es la crónica de una vileza prolongada en el tiempo, de una carencia de escrúpulos inaudita que incluirá, en su búsqueda del poder, la aniquilación emocional de Renée, su joven, indefensa y temeraria esposa. La crónica de aquella sociedad corrupta, de profunda negligencia ética y descarnada ambición, obcecada por el éxito, donde las personas no eran sujetos respetables, sino instrumentos para asaltar los viciosos cielos de un poder sin gloria, nos conmociona aún por su cercanía y brillantez literaria. Nos agita por esa voluntad infatigable con la que aquellos escritores de la época de oro del realismo lograron reconstruir el nervio vital de las sociedades burguesas triunfantes. Nos aturde, además, por su ternura con los débiles y desgraciados, por su despiadada cirugía en las entrañas de un mundo implacable, en el que la igualdad de los hombres y la dignidad inviolable de cada uno de ellos era más una declaración de principios que una experiencia diaria de virtudes cívicas.

He regresado a esa lectura para alcanzar, al mismo tiempo, una cierta distancia personal de lo que nos está ocurriendo y una mejor perspectiva de lo que le acontece a España en las estribaciones morales de una crisis que amenaza no solo con devaluar nuestras condiciones materiales de vida, sino también con convertir en ceniza sin sentido y polvo sin amor la cohesión social y la tensión ética que creímos aseguraban nuestra convivencia. Se trata de elementos morales que empujan a nuestra civilización a remontar los malos tiempos en cualquier ámbito.

Porque nuestra sociedad sobrevive en un rango superior de cultura gracias a nuestros valores. Gracias a lo que constituye la dignidad de las personas, su libertad radical, su presunción de inocencia, su derecho a ser respetadas y no agredidas por el escarnio público o la difamación y a disponer de un entorno emocional firme; en definitiva su condición de sujetos merecedores de un trato humanitario aun en las circunstancias políticas y jurídicas más adversas.

Ese puñado de convicciones nos hace a todos mejores. Pero, sobre todo, nos hace a todos miembros de esa comunidad del espíritu a la que me gusta llamar Occidente. Rita Barberá ha fallecido de muerte natural, pero en unas condiciones que no pueden separarse de todo aquello que consideramos escandaloso como seres humanos, como occidentales, como cristianos. Ha sido sometida a una acusación, de cuya veracidad debería responder en cumplimiento de las normas de un Estado de derecho. Pero ha sufrido muchas otras cosas, en cuya dureza abrumadora, vejación infatigable y desordenada falta de caridad, puede suponerse que el corazón de una mujer, puesta en estado de sitio, ha acabado en una rendición incondicional.

Nada hay aquí de opinión sobre los actos por los que los tribunales iniciaron una instrucción. No es ese el tema que debe interesarnos en este momento y, probablemente, a nadie debería ya importar este punto para considerar la inmensa tragedia de la muerte de una persona extenuada por una atmósfera insoportable, que siempre fue más allá de las condiciones estrictas de una investigación judicial. Es urgente una meditación sobre lo que ha ocurrido, porque, de no hacerla, habremos perdido la ocasión de leer la intimidad de una tragedia. Y que una vida se interrumpa de este modo habría de ser causa para que la sociedad se detenga un momento a reflexionar.

En esta misma página, me referí hace pocos días al odio que ha prendido en numerosas actitudes parlamentarias, en discursos y declaraciones de los llamados políticos emergentes. Ahora deberíamos considerar el espectáculo al que hemos asistido, a la curée que se nos ha narrado, jaleado, subrayado, aplaudido, aullado y caricaturizado en los amplios medios de difusión de masas. Vergonzosas e impúdicas parodias del físico de la víctima, ácidos sarcasmos destinados a ridiculizar su aspecto, su acento, su tono de voz, su personalidad. Cientos de imágenes lanzadas a todas las redes, incluyendo ese curioso despojo moral que algunos llaman programas de humor, en los que ya no existe control ni medida, prudencia ni líneas infranqueables.

Parece haberse olvidado de que la primera manera de abandonar nuestro compromiso sustancial con la democracia consiste en prescindir de que el adversario, el político en el que no creemos, el hombre o la mujer a los que nunca votaremos es un ser humano. Que sus ideas no son lo primordial que demanda el respeto a su persona sino que lo exige una condición previa a su pensamiento, un estatus que se caracteriza por el derecho elemental a no ser humillada, ni ridiculizada en un escenario global que deje su alma a la intemperie, que desguace su espíritu y pisotee su dignidad. No es que nos hayamos ganado ese privilegio: es que tenemos esa condición.

Y nuestra sociedad está dejando de comportarse como corresponde a sus raíces cristianas, humanistas, ilustradas y liberales. Esta sociedad permite con cierta indiferencia la miseria, la fractura social, el abandono en la ignorancia de los jóvenes, la frívola renuncia a nuestra cultura, la desprotección de nuestro proyecto unitario como nación, la quiebra de valores sin los que dejaremos de ser exactamente una expresión de la tradición occidental. Estamos consintiendo que se ensucien nuestros corazones, que se envilezca nuestro carácter y que la pobreza de nuestro espíritu haya llegado a poner en riesgo nuestra personalidad. Podremos superar las dificultades económicas que nos han dañado tanto, pero nunca este ensañamiento en destruir los signos de nuestra cultura.

Esta sociedad insaciable, que ha normalizado formas de crueldad de pasmosa sutileza, que tiene el poder de aniquilar todo aquello con lo que se edifica un proyecto de vida, que posee la facultad de exponer a un calvario insoportable a cualquiera , apenas merece el nombre de verdadera comunidad de ciudadanos libres. Apenas es reconocible en el trayecto de nuestra voluntad de perfección, de nuestra aspiración a la bondad que nuestros principios nos reclaman. La crueldad nunca puede ejercerse en nombre de la justicia. La deshumanización del adversario nunca puede sostenerse en nombre de la eficacia política. Cada persona es portadora de un proyecto precioso, insustituible y sagrado, de cuya destrucción a todos tocará responder. Tocará también a esa jauría de amigos negligentes, compañeros distraídos, adversarios feroces, graciosos de profesión con su triste, inhumano y vejatorio sarcasmo a cuestas.

Fernando García de Cortázar / ABC