Los que le atacan y los que le adulan - Alfa y Omega

La homilía del Papa Francisco durante el Consistorio para la creación de nuevos cardenales tuvo un acento especialmente cortante cuando advirtió que el virus de la polarización y la enemistad se cuela también en las formas de pensar, de sentir y de actuar de los miembros de la Iglesia. Y pasando su mirada por los nuevos purpurados señaló que el hecho de proceder de tierras lejanas, tener diferentes costumbres, color de piel, idioma y condición social, incluso el pensar distinto o celebrar la fe con ritos diversos, «no sólo no nos hace enemigos, al contrario, es una de nuestras mayores riquezas».

Algunos han entendido este reclamo del Papa como una forma de responder a las polémicas (cada vez más agrias y encendidas) que recorren el cuerpo eclesial, y que en no pocos casos tienen en su centro al propio Francisco. Es posible, pero a mí inmediatamente me han traído a la memoria las palabras severas de su predecesor, Benedicto XVI, en aquella tremenda primavera de 2009, cuando citó la carta de San Pablo a los Gálatas: «cuidado, pues si os mordéis y devoráis unos a otros, acabaréis por destruiros mutuamente». El asunto, como se ve, no es nuevo en la historia de la Iglesia.

Se han producido otras referencias, más o menos explícitas, en diversas intervenciones recientes de Francisco. Por ejemplo en la entrevista concedida al diario Avvenire, en la que rechaza que esté acelerando en temas como el ecumenismo o el magisterio sobre la familia: «es el camino de la Iglesia, el que marcó el Concilio Vaticano II y el que han emprendido mis predecesores». El Papa se refiere a las críticas que le llueven desde algunos sectores y distingue: «cuando no hay un espíritu malvado, ayudan a caminar… otras veces no son honestas, están hechas con espíritu malvado para fomentar división». Francisco sitúa la procedencia de esas críticas que no nacen del fondo limpio de la experiencia de la fe: se trata de un rigorismo legalista que tiende a separar la norma de su fuente, y esa fuente no es otra que el acontecimiento de Cristo vivo en el camino de la Iglesia.

Ciertamente, es justo preguntar y debatir en ese camino. Lo han hecho los grandes santos, a veces con sufrimiento y pagando en primera persona. Pero lo han hecho siempre desde dentro, con humildad y sentido de pertenencia, sin esa ácida hostilidad que observamos cada día en algunos críticos de Francisco que parecen partisanos de una causa ideológica. Partisanos, por cierto, que se sienten justificados para emplear las peores artimañas. Podría decirse que ellos «no hacen prisioneros» en ésta que consideran su guerra por la verdad.

Pero hay otro frente que no se puede olvidar, y el propio Francisco lo advierte cuando en otra entrevista, en este caso al canal televisivo SAT2000, se refiere a sus críticos y a sus aduladores. A los primeros parece tratarlos con ironía: «me critican porque me lo merezco». Pero a los segundos los despacha con auténtica dureza: «tengo alergia a los aduladores… porque adular a otro es usar a una persona con un objetivo, oculto o que se vea, pero para obtener algo para sí mismo… en Buenos Aires, a los aduladores los llamamos chupa medias».

Y es que existe otro frente partisano, el de aquellos que se han arrogado (sin que nadie se lo pidiera) la función de comisarios del pontificado, distribuyendo certificados de «franciscanismo» o condenando a las tinieblas exteriores a quienes no dan la talla en los parámetros que ellos (atención, no el Papa) han establecido. A veces la cosa se inclina a lo grotesco, por ejemplo con el famoso «odorímetro» que mide la intensidad del perfume de oveja que arrastra tal o cual obispo. En otros casos la cosa es más seria. Por ejemplo cuando un determinado «Observatorio» (por supuesto «independiente») se dirige a los profesores de un instituto teológico y les insta a someterse a un examen para verificar su grado de adecuación a la perspectiva teológica y pastoral de Francisco. Desde luego no es difícil imaginar cómo hubieran calificado algunos esta operación en otros tiempos.

El partisano está definido por «su» guerra, ya sea la de defender una verdad abstracta (de la que él es intérprete y juez último), ya sea la de establecer una «nueva Iglesia», la que corresponde a su imagen… por fin la verdadera, después de tanto tiempo. Unos y otros eluden el trabajo y la alegría de caminar dentro del pueblo de Dios guiado por aquellos que el Señor escoge en cada momento, con su genialidad y sus debilidades. Unos y otros eluden la confrontación sincera, dramática pero sencilla, con Pedro que habla y se mueve. Y que seguirá siendo hasta el final el lugar de la última paz para todo fiel cristiano.

José Luis Restán / PáginasDigital.es