El hombre del término medio - Alfa y Omega

El hombre del término medio

Tomás Moro, un jurista de prestigio y a la vez ingenioso cultivador de las humanidades, se encuentra en 1515 ante un dilema: entrar o no al servicio de Enrique VIII

Antonio R. Rubio Plo
Detalle del grabado de la isla Utopía ideada por Tomás Moro, obra de Ambrosius Holbein (1516). Foto: EFE

En noviembre de 1516 una imprenta de Lovaina dio a conocer la primera edición de Utopía de Tomás Moro, obra escrita en latín y ejemplo destacado del humanismo renacentista, que antes había producido otro libro singular, el Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam. De este último suele decirse que influyó en el origen de la Reforma protestante, pero el libro de Moro estaba destinado a dejar una huella mayor. Tanto es así que se han oscurecido los propósitos de su autor al escribirlo, porque se han hecho, con frecuencia, lecturas parciales y sesgadas de Utopía. De hecho, Marx, Engels, Kautsky o el comunismo soviético la consideraron como un precedente de sus propias teorías, y esta percepción se ha difundido hasta el extremo de que bastantes lectores del santo canciller de Inglaterra miran con recelo e incomprensión este libro fuera de lo común.

Utopía solo puede entenderse desde las circunstancias personales de Tomás Moro. Un jurista de prestigio, y a la vez ingenioso cultivador de las humanidades, se encuentra en 1515 ante un dilema: entrar o no al servicio del rey Enrique VIII. Formar parte de sus consejeros supone una considerable fuente de ingresos para quien debe mantener una familia y una casa, aunque esto supondría el fin de una vida sin excesivos sobresaltos transcurrida hasta entonces entre el absorbente oficio de letrado y las cortas estancias en el hogar. Al publicarse Utopía, Moro no tiene tomada su decisión, si bien en uno de los diálogos del libro, podríamos intuir que terminará por aceptar la oferta real. En efecto, Tomás Moro, un personaje más, pregunta a Rafael Hythlodeo, recién llegado de la isla de Utopía y ardiente defensor de su sistema político y social, si no le gustaría aconsejar a un monarca, dada su asombrosa preparación. Sin embargo, Hythlodeo rechaza estar al servicio de los reyes, ya que se convertiría en su siervo. Lo justifica trazando un retrato muy verídico de los soberanos de la Europa del siglo XVI: en el exterior solo les interesan los proyectos bélicos con el objetivo de acumular territorios y riquezas; y en el interior maquinan formas de esquilmar a sus súbditos para incrementar su fortuna. En consecuencia, el perfil de un consejero real solo puede ser el de alguien que asiente a todas las propuestas del soberano y practica la adulación. El puesto de los filósofos no está en la corte, pese a que Platón soñaba con hacerlos consejeros de reyes.

Tomás Moro no optará por la vida retirada, pues considera que no es cuestión de abandonar la nave de la vida pública en plena tempestad. Por el contrario, esta es su réplica a Hythlodeo: «Has de intentar, más bien, un método indirecto, arreglándotelas para obrar con mucho tacto, y si no logras que lo malo se torne bueno, haz por lo menos que el mal se limite al mínimo. Resulta imposible que todo marche bien mientras no todos sean buenos, lo cual no es de esperar que ocurra dentro de muchos años». Para muchos, esta sería una respuesta tibia, acomodaticia. Sin embargo, convendría recordar que su autor es el mismo que en Utopía denuncia enérgicamente la codicia de los nobles ingleses que expulsan a los colonos de sus tierras y las cercan para pastos de las ovejas. El alto precio de la lana está reduciendo la superficie agrícola y condena a los campesinos a la miseria o a la delincuencia. Es precisamente una descripción tan lograda la que ha llevado a pensadores marxistas a citarla de continuo para ilustrar sus tesis de historia socioeconómica. El paso siguiente es presentar la isla de Utopía como modelo a seguir, pues en ella no existen ni la propiedad privada ni el dinero.

Nada parecido al marxismo

Hythlodeo, que en griego se traduciría por charlatán, es el defensor de este ideal comunista, pero Moro lo cuestiona al afirmar que nunca será posible el bienestar donde todos los bienes sean comunes y además abundarán los perezosos beneficiarios de la laboriosidad del prójimo. El futuro canciller de Inglaterra no cree en el comunismo como lo entenderá Marx, pese a que este pretendería apoyarse en la razón. En Utopía no se practica nada parecido al marxismo. Allí reina una comunidad de benevolencia, que da ejemplo de afecto mutuo y de sacrificio por el prójimo. Es toda una revolución social, no lograda por la supresión de la propiedad privada sino por la conversión interior de los individuos. En Utopía, tierra de auténtica tolerancia religiosa, es el derecho natural lo que impera en la vida privada y en la pública. Se entiende así que Moro concluya el libro con estas palabras: «Hay muchas cosas de la república de los utopienses que desearía ver implantadas en nuestras ciudades, aunque, la verdad, no es de esperar que lo sean».

Los forjadores del mito de un Tomás Moro marxista deberían haber leído cuidadosamente el subtítulo que el autor puso a Utopía: «libro verdaderamente aúreo y no menos saludable que festivo». Lo escribió alguien con fino sentido del humor, que no aceptó las injusticias del presente ni se dejó fascinar por sociedades ideales. Fue un hombre del término medio, una vía más compleja pero mucho más real.