Inscritos en el libro de la muerte - Alfa y Omega

Inscritos en el libro de la muerte

El hijo de Osman, con 10 años, fue testigo de un asesinato, y en Honduras, los sicarios no dejan testigos vivos. Axel estaba jugando al fútbol en casa, cuando aparecieron dos pistoleros de la mara Salvatrucha, que dispararon 30 o 40 veces contra su vecino. Para la familia empezó una huida desesperada, hasta que acabó en España. El familiar que los acogió los puso en la calle cuando se les acabó el dinero. Hoy, sobreviven gracias a una buena samaritana y a Cáritas Madrid

José Calderero de Aldecoa

Cuando Osman se levantó esa mañana, no sabía que su vida estaba a punto de dar un giro completo. Había visto a muchos compañeros de trabajo asesinados por las maras que controlan Honduras, pero nunca se había imaginado que él, su mujer, y sus dos hijos, serían inscritos en ese el libro negro, lugar donde son apuntados los próximos objetivos a por los que van a ir los sicarios.

Honduras tiene el triste reconocimiento de ser el país con mayor número de asesinatos. En 2014, se produjeron 104 homicidios por cada 100.000 habitantes. Pero Osman no tenía nada que ver con ese mundo. Tenía un trabajo honrado como conductor de autobús, su mujer hacía arreglos de ropa, «vivíamos acomodadamente en un chalet», recuerda ahora con añoranza.

Ser testigo es ser objetivo

Todo cambió aquella mañana cuando, tras irse a trabajar, su hijo fue testigo de un asesinato. Axel, de 10 años, estaba jugando al fútbol en el patio de su casa. «De pronto, aparecieron dos sicarios en una moto. Uno de ellos se bajó, se quitó el casco, sacó un fusil de asalto AK-47 y disparó 30 o 40 veces contra nuestro vecino», relata Osman. Al quitarse el casco, su hijo vio la cara del sicario, y, en Honduras, los asesinos a sueldo no dejan testigos. «Incluso han llegado a matar a familias enteras para que nadie pueda hablar de sus matanzas. Les da igual la edad; matan hasta a los niños con pocos meses de edad», asegura.

Cuando Osman volvió a casa, su hijo Axel, por miedo, no le contó nada. Osman se enteró de lo sucedido por el jefe de la compañía de autobuses. «Al día siguiente, volví al trabajo, y el dueño me llamó a su despacho. Me explicó la situación y me dijo que la mara Salvatrucha le había llamado, querían que me despidiera para que la empresa de autobuses no se viera involucrada en el asesinato de mi familia», explica.

Fue a trabajar un día cualquiera y salió de allí sin trabajo y con una amenaza de muerte que pesaba sobre toda su familia.

Escapando de la mara

Al volver a casa, le contó lo sucedido a su mujer. Sin perder ni un segundo, se escondieron en casa de un hermano. Osman denunció los hechos a la policía y, aconsejado por su antiguo jefe, llamó a los sicarios para intentar arreglar la situación. «Por llamarlos me metí en más problemas. Se creyeron que estaba metiendo demasiado las narices. Me insultaron y me dijeron que íbamos a morir, que ya salían a por nosotros. Además, sabían que les habíamos denunciado. La policía les había dado el chivatazo a los mareros».

Rápidamente, pasó por casa para coger algo de ropa, recogió a su familia y se fueron a esconder a un pueblo lejano. No salían de casa por nada, a pesar de estar lejos de su casa. Agazapados en el sótano, escuchaban las motos de los mareros que recorrían el pueblo en su búsqueda.

Osman tomó la decisión de abandonar el país para salvar su vida y la de su familia. Primero, llamó a su padre, que vivía en Nicaragua, «pero descartamos finalmente ir allí, porque la mara tenía mucha presencia en aquel país». Los salvatruchas están presentes en casi todo Centroamérica. Incluso tienen miembros en Estados Unidos y Canadá. Con el continente americano descartado, Osman decidió viajar a Europa. Un familiar residente en Madrid les ofreció cobijo temporal y decidieron embarcarse hacia España. La familia tuvo que vender su casa, por la que le dieron la mitad del dinero que esperaban, para poder comprar los billetes de avión.

Mil gracias a Dios

Habían pasado algunos días desde que fueran señalados por la mara Salvatrucha y estaban vivos, pero todavía quedaba lo peor. Tenían que salir de su escondite y llegar al aeropuerto Ramón Villeda Morales, situado en la ciudad hondureña de San Pedro Sula. Salieron de noche, a las 3 de la madrugada, y se montaron en un microbús con los cristales tintados de un familiar. Viajaron hasta el aeropuerto tumbados en el suelo y tapados con mantas. En la terminal, se pusieron cerca de un destacamento de la policía. «Cuando subimos al avión y despegamos –explica Osman–, di mil veces gracias a Dios».

En Madrid, los acogió su familiar mientras les quedaba dinero de la venta de su casa. Cuando se les acabó, los echó a la calle. «Ahora vivimos en la casa de una señora a la que atiende mi mujer. Nos deja vivir aquí a cambio de la ayuda de mi esposa. Con la comida nos ayuda la Cáritas de la parroquia. Sobrevivimos gracias a ellos. Hacen una labor increíble», cuenta Osman.

Él y su familia están ya más tranquilos gracias a los 8.200 kilómetros que separan Honduras de España. «Nos gustaría conseguir un permiso de trabajo definitivo y encontrar un trabajo con el que poder mantener a mi familia. Valgo para todo, especialmente para conducir grandes máquinas», concluye.