Ya, santa Ángela de la Cruz - Alfa y Omega

Ya, santa Ángela de la Cruz

Colaborador
El Papa Juan Pablo II ora ante el cuerpo incorrupto de sor Ángela en el día de su beatificación en Sevilla, durante su primer viaje a España

Si esta página no saliera de Sevilla, yo podría ahorrarme contar aquí quién es sor Ángela: una mujer que ha conseguido el consenso absoluto de la ciudad. Digamos casi absoluto, por si queda un despistado que ignora de qué va. Imposible: desconocer a sor Ángela en Sevilla sería como no haber visto la Torre del Oro.

Ángela de la Cruz es un milagro que nos ocurrió en Sevilla al pasar del siglo XIX al siglo XX; un milagro que sigue vivo, actual. En el mes de enero de 1846, a un matrimonio sencillo, humildes obreros, cardador él, venido de las montañas de Grazalema, y costurera su mujer, Josefa, les nació una niña en la casita donde moraban, arrabales de la Trinidad. Seis hijos sobrevivieron, de los catorce nacidos; Angelita fue la predilecta, el juguete de la familia. Le pudieron dar muy poca escuela, medio leer y mal escribir.

Vivaracha, traviesa, a los doce años entró de aprendiza en un taller de calzado, donde las señoronas de Sevilla, y los canónigos, todo hay que decirlo, encargaban sus botas a la moda de París. En aquellos años, Sevilla tenía rango de Corte, por la presencia de los duques de Montpensier en el palacio de San Telmo; la infanta María Luisa Fernanda, hermana de la reina Isabel II, y el duque don Antonio, hijo del rey de Francia. Angelita trabajó a gusto en el taller, ganó la amistad de sus compañeras, y comenzó a visitar enfermos pobres llevándoles consuelo y limosnas. A los diecisiete años ya la tenían por santa. A ella le daba mucha risa. Hacía penitencias escondidas y le ocurrían lances raros: un día, cuando rezaban juntas el Rosario las oficialas del taller, se quedó de rodillas deslumbrada y sonriente, les pareció que alzada sobre el suelo. Las chicas salieron de puntillas dejándola sola; una hora después Angelita apareció bromeando esta disculpa: «Me dejaron dormida…» La cosa iba a mayores; en el cuidado de los enfermos ponía una dedicación absoluta, hasta chupar los pechos supurados de una mujer para limpiarle la herida repugnante: la enferma sanó y no hubo que operarla. El relato alborotó Sevilla, unos a favor, otros en contra. Angelita, ni enterarse.

A los diecinueve años solicitó permiso de su confesor, un cura culto y penitente llamado padre Torres, para entrar de lega en las Carmelitas; y a los veinticuatro, para irse con las Hermanas de la Caridad. Los dos ensayos fracasaron, a causa de su salud débil. Resignada a vivir de monja sin convento, Ángela firmó un papel comprometiéndose ante Dios a cumplir los consejos evangélicos. Prosiguió con su grupo de amigas el cuidado de enfermos pobres, hasta que una tarde le sobrevino esta idea genial: van a fundar un Instituto dedicado a la caridad haciéndose pobres con los pobres, no ayudándoles desde fuera, sino siendo como ellos, experimentando la pobreza desde dentro.

Manos a la obra. El padre Torres le ordenó escribir todos sus pensamientos. Ella -le costaba horrores- obedeció pacientemente y, poco a poco, mejoró su letra: redactó Papeles de conciencia, con maravilloso contenido místico, algunas páginas comparables a santa Teresa y san Juan de la Cruz.

Fundó su Instituto, imaginado por ella como un Calvario donde hay una cruz disponible para crucificarse a sí misma junto a Cristo. Un día regresa Ángela a su casa por la calle enladrillada. Va pensando que el oratorio de su convento debe ser muy bello: si alguna religiosa se ve atormentada por el cansancio y los sacrificios, que halle consuelo a los pies de la Virgen. Toda la casa será un calvario, y el oratorio la única pieza rica. La talla de la Virgen que sea hermosa, y en vez del Niño llevará una cruz y una corona, símbolos de las Hermanas de la Cruz: la cruz en la tierra, y la corona en el cielo. De pronto, Ángela se quedó inmóvil porque ve delante de ella a la Virgen tal como la imaginaba, y la Señora le promete su ayuda. Así nacieron las Hermanas de la Cruz, hijas de sor Ángela. Las cuatro primeras alquilaron un cuartito con derecho a cocina: una mesa, media docena de sillas, un arca ropero, un crucifijo, una estampa de la Virgen de los Dolores y cuatro esterillas para cama. Ese primer día Ángela nombró a la Virgen superiora del convento; salieron las monjas a repartir el dinero que les quedaba y a atender enfermos: era tanta su alegría que no cocieron potaje, se les olvidó comer.

Crecían, buscaron casa más grande. Cuando ya eran doce Hermanas de la Cruz, llamaron Madre a sor Ángela, y desde entonces bastó en Sevilla decir Madre para saber de quién se trataba. Se les acumuló el trabajo: piden limosna, con una mano toman y con otra reparten: visitan enfermos, dan clase a niñas huérfanas, escuela nocturna para obreras. En los lugares de mayor pobreza y necesidad se las ve luchando silenciosamente contra la miseria. Sonrientes. En época de inundaciones, o de peste, o de hambre, ellas son el consuelo de los enfermos: con las Hermanas de la Cruz llegan a cada tugurio recursos y limpieza.

Aumenta el número de Hermanas, abren casa en los pueblos: la bondad y ternura de Madre les gana, entre la gente sencilla, fama de milagrera; sus milagros, las cosas que ella realiza fuera de lo corriente, son maternales caricias, pequeñas ayudas llenas de cariño. De aquellos años se cuentan curaciones, consejos certeros, profecías. Un periodista describió así a sor Ángela: «Lo que en Madre destaca, sobre todo, es la naturalidad, la sencillez, toda modestia y verdad, toda ponderación y equilibrio». Ella repetía a sus monjas cuando escuchaba alabanzas: «Ahora estamos obligadas a ser como dicen y creen que somos». En sus casas puso toques deliciosos de belleza, característicos de Andalucía: la limpieza, las flores, la cal. Un clima de paz serena y alegre. Las Hermanas siguen a rajatabla las normas de mortificación establecidas por sor Ángela, comen de vigilia, casi siempre el tradicional potaje; duermen vestidas sobre tarima de madera; y las noches que les toca velar enfermos descansan poquísimo: quieren estar instaladas en la cruz, enfrente y muy cerca de la Cruz de Jesús, para no sentirse atadas a los bienes o placeres de este mundo, y acudir sin tardanza donde los pobres las necesiten.

En el paisaje urbano de Sevilla la estampa de dos Hermanas de la Cruz que pasan en pareja por la calle gana siempre miradas de ternura: los sevillanos saben que, bajo el vuelo de los amplios mantos, las Hermanas llevan medicinas, alimentos, consuelo, cariño, a una familia necesitada.

A sor Ángela le asustó verse tan querida, y pensó huir a escondidas pidiendo cobijo en alguna casa de mujeres de vida airada arrepentidas. Sus confesores no lo consintieron; y murió al fin, el 2 de marzo de 1932, en su tarima. España estaba políticamente dividida, pero Sevilla toda se puso en marcha como una riada de amor agradecido en honor de sor Ángela. A los dos días de la muerte, el Ayuntamiento republicano dedicó una calle a la madre de los pobres.

Juan Pablo II la beatificó en Sevilla el 5 de noviembre de 1982.

No equivocarse, amigos lectores forasteros de Sevilla: ella, Madre, sor Ángela, sigue viva, está aquí, con nosotros. Continúa repartiendo bien a manos llenas. Sus manos son las Hermanas de la Cruz, sus hijas. Sus manos…

José María Javierre