«Es ingenuo pensar que solo la ciencia da conocimiento» - Alfa y Omega

«Es ingenuo pensar que solo la ciencia da conocimiento»

Ricardo Benjumea
Foto: Ricardo Benjumea

El biólogo Francisco J. Ayala (Madrid, 1934) es seguramente el científico español más renombrado en la actualidad, con una brillante carrera desarrollada en EE. UU., a donde emigró en 1961. Diego Bermejo es profesor de Filosofía en la Universidad de Deusto y autor de libros como ¿Dios a la vista?, Pensar después de Darwin o En las fronteras de la ciencia. A ambos les une a una estrecha amistad y la pasión por conciliar la cultura humanística y la científica; por «reinventar –en palabras de Bermejo– el humanismo desde la ciencia». «Porque si queremos entender lo que es el ser humano y el mundo –remata Ayala–, la ciencia tiene mucho que aportar. Tiene que ser un componente importante; estoy tentado de decir: el componente más importante, aunque no sea el único». De hecho, «una visión solo científica del mundo sería tremendamente aburrida e incompleta».

Francisco Ayala ha conocido de cerca a muchos de los científicos y pensadores más influyentes en las últimas décadas, abogando ante ellos siempre por superar un fundamentalismo cientificista que niega posibilidad de conocimiento más allá de los métodos empíricos. A la vez, ha sido azote de fundamentalistas cristianos, hasta el punto de que a él se debe la prohibición en EE. UU. de equiparar en las escuelas la enseñanza de la teoría de la evolución con el creacionismo.

Alfa y Omega les reúne aprovechando la visita de Ayala a Madrid para ser investido doctor honoris causa por la Universidad Pontificia de Comillas, la 25ª universidad del mundo que le otorga esta distinción. En su lección doctoral, el científico habló de cómo la teoría de la evolución completa la revolución copernicana. «La evolución es un hecho, igual que es un hecho que la Tierra gira alrededor del Sol», explica. La evidencia más clara de que Darwin tenía razón «nos la da la biología molecular, hasta el punto de que la historia evolutiva de las especies se puede reconstruir con tanta precisión como uno quiera». «Copérnico y sus sucesores dieron una explicación científica de los procesos físico-químicos del mundo material, pero dejaron fuera a los organismos. La explicación darwiniana extiende la revolución científica a los organismos, y con ello completa la revolución científica, por así decirlo, porque ya todo en el mundo material se puede explicar mediante procesos científicos».

Este es un extracto del coloquio:

Diego Bermejo: ¿El naturalismo debe ser materialista? Entramos en terminología filosófica: qué es materia, qué es objeto de la ciencia…

Francisco J. Ayala: Metodológicamente sí, la ciencia es materialista, pero no me refiero al naturalismo a un nivel metafísico; tampoco a nivel axiológico, porque la ciencia no sabe nada de la existencia de Dios. A una persona que hace poco me preguntó si yo excluía la providencia, le dije que sí, en el sentido de que, como científico, no puedo decir nada sobre la existencia de Dios o sobre los valores morales, pero eso no me impide plantear esas mismas cuestiones desde un punto de vista religioso.

D. B.: Hoy parece imponerse, en el contexto de una cultura cada vez más tecnocientífica, que la validez de cualquier afirmación debe pasar por el crisol de la ciencia para ser admitido en el ámbito de las afirmaciones con sentido, pertinentes y racionales, incluso socialmente aceptables. Las creencias religiosas, estéticas o éticas quedarían, entonces, deslegitimadas. Pero esta no es tu opinión…

F. A.: No, evidentemente, no. Pensar que solo la ciencia nos da conocimiento válido es una arrogancia tremenda y muy ingenua, aunque provenga de personas muy inteligentes. Hay economía, hay arte, hay vida social… Lo que la evolución desplaza es una consideración de Dios como si fuera una cuestión que se pudiera investigar de manera científica, que se puede someter a prueba experimental. Pero esto no elimina en absoluto la exploración intelectual de las cuestiones teológicas por medio de principios válidos, aunque de otro tipo.

D. B.: Existe también un fundamentalismo cientificista.

F. A.: Claro que existe, son los nuevos ateos. Gente muy capaz, pero muy limitada en su manera de ver el mundo. Hablan como si ya no hubiera nada más allá del naturalismo.

D. B.: El fundamentalismo –científico, religioso o de cualquier tipo– es, entre otras cosas, la pretensión dogmática de estar en posesión de una certeza absoluta sobre la realidad. Se basa en un mecanismo de reducción simplista y simplificadora de la complejidad a una pretendida verdad que convierte todo aquello que queda fuera de ella en error. Si admitimos que existe un fundamentalismo cientificista, la conclusión sería la necesidad de apelar a un pluralismo metodológico como lo más honrado ante, primero, la complejidad de lo real, que siempre nos sorprende y desborda; y, segundo, ante los límites de la propia capacidad cognoscitiva humana. ¿No debería abrirse la misma ciencia a un pluralismo metodológico legítimo?

F. A.: Frecuentemente me preguntan si la ciencia ha descubierto ya lo que había que descubrir. Mi respuesta es no. Lo que conocemos es como una isla dentro de un gran océano. Lo que no conocemos es el océano inmenso, pero no podemos investigar lo que está pasando en medio de ese océano porque no hay manera de entrar en contacto con él; solo podemos entrar en contacto con lo que está alrededor de la isla. ¿Y qué pasa cuando aumenta el conocimiento? Aumenta el tamaño de la isla y, con ello, el número de preguntas posibles. Podemos hacernos hoy preguntas sobre los genes que resultaban imposibles cuando no se sabía de su existencia.

D. B.: Esto no hace más que dar razón al falibilismo popperiano como base del método científico, aceptado como modelo estándar. Someter las hipótesis y teorías a refutación nos abre a preguntas cada vez más complejas.

Acuerdo en Villa Serbelloni

F. A.: Ya que mencionas a Karl Popper, voy a contar algo. Él había escrito que la evolución no es una teoría científica. Sin embargo, después se hizo evolucionista. ¿Sabes cuándo se convirtió? Hacia el año 70, la filosofía de la ciencia trataba solo de la física, y mi maestro [Theodosius Dobzhansky] y yo pensábamos que la biología y la evolución plantean problemas filosóficos más interesantes. Entonces, decidimos organizar una reunión para considerar los problemas de la biología desde el punto de vista de la filosofía y, en parte, para luchar contra lo que ahora podríamos llamar fundamentalismo ateo, a lo que entonces nos referíamos como el problema del reduccionismo. Decidimos organizar esta conferencia en la Villa Serbelloni, junto al lago Como, en Italia, un sitio aislado muy bonito para reuniones. El palacio había sido adquirido por la Fundación Rockefeller y se le estaban dando usos científicos. Contacté con la fundación para solicitar financiación y recibí después una llamada de Warren Weaver, un matemático muy importante y también filósofo en cierto sentido. Fui a verlo y le expliqué el proyecto: junto a científicos como Peter Medawar o Jacques Monod [premios Nobel de Medicina en 1960 y 1965 respectivamente]– iba a invitar a Popper y a tres o cuatro filósofos más. Weaver me dijo: «No, no invites a los filósofos; no tienen nada que aportar»; pero yo le respondí: «Sí, tienen mucho que aportar y les voy a invitar». Pensé en ese momento que se iba a rechazar mi propuesta, pero dos semanas más tarde llegó un cheque a mi nombre por la cantidad que había solicitado. Así que, en el año 72, íbamos a pasar 10 días en Villa Serbelloni. Yo quería que todos escribieran sus artículos antes de llegar, de modo que pudiéramos leerlos antes, sin perder tiempo en las presentaciones. Debatíamos sobre un artículo por la mañana y sobre otro por la tarde, para después pasarlo bien por la noche en la cena y beber buen vino. Los buenos vinos, los paseos, los viajes por el lago Como… ¡Todo esto contribuyó a que nos pusiéramos de acuerdo!

El rector de la Universidad Pontificia de Comillas, Julio Martínez ,SJ, inviste doctor ‘honoris causa’ a Francisco J. Ayala el pasado 10 de octubre. Foto: José Ángel Molina

Monod era muy reduccionista; Medawar algo menos, y Dobzhansky y otros no lo eran en absoluto. Pero leyendo los trabajos me di cuenta de que estaban hablando de cosas diferentes: los que estaban a favor del reduccionismo se referían a un reduccionismo metodológico, mientras que los otros se oponían a un reduccionismo epistemológico. Hice una presentación en la que planteé que había tres clases de reduccionismos (ontológico, metodológico y epistemológico) y les mostré que, en realidad, estaban argumentando sobre cuestiones distintas. Todo el mundo se quedó fascinado y nos dimos cuenta de que todos estábamos de acuerdo.

Los nuevos ateos

D. B.: Popper se convirtió a tu evolucionismo porque entendió que no era ideología. Si a algo tenía rechazo Popper era a convertir las ideologías en ciencia y la ciencia en ideología. La pregunta sería: ¿Aceptamos que la evolución es un hecho científico, sin mayores pretensiones que la de ser un hecho científico? ¿Cuándo se convierte la teoría de la evolución en ideología y qué peligros tiene eso?

F. A.: Creo que entraña muchos peligros, como vemos en el caso de estos nuevos ateos. He tenido conversaciones con Richard Dawkins. Somos amigos desde 1982. Daniel Dennett es un caso distinto. Le he invitado a escribir en libros que he publicado, a dar conferencias… Dennett está descubriendo, creo, que hay cosas más allá de la ciencia, como las instituciones sociales, los aspectos éticos…

D. B.: Dennett escribió un libro sobre La peligrosa idea de Darwin, entendiendo con ello el final de la visión cosmoteísta y trascendentalista del mundo.

F. A.: Él cree que el darwinismo elimina la necesidad de la religión, de los valores éticos. Por tanto, Darwin haría innecesarias las religiones.

D. B.: Pero ya en 1890, James Moore afirmó que, «bajo la apariencia de un enemigo, Darwin había hecho el trabajo de un amigo». Y tú has reiterado y ampliado la idea en el libro El regalo de Darwin a la ciencia y a la religión.

F. A.: Si Dios ha diseñado los organismos, pero un 20 % de los embarazos humanos terminan en aborto durante los dos primeros meses, debido a que nuestro sistema reproductivo está bastante mal diseñado, entonces resulta que Dios es el mayor abortista del mundo, pero esto sería una blasfemia. Darwin soluciona este tipo de problemas, como la crueldad de los animales, y libera a la teología de la blasfemia de atribuir a Dios el mal.

D. B.: Has mantenido debates con el fundador de la sociobiología, Edward O. Wilson, quien en algún momento sostuvo que la moralidad no tendría otra función última demostrable que contribuir a la perpetuación de los genes, una idea que repitió Dawkins en El gen egoísta. ¿Es la moral una servidora útil de la biología?

F. A.: Es una servidora útil de la vida humana, de la vida social, y en ese sentido de la biología. Necesitamos los valores éticos para dirigir nuestra vida y nuestras relaciones con otros seres humanos. Wilson y yo somos muy amigos desde hace mucho tiempo, y aunque estamos en desacuerdo en estas cosas, porque él es un materialista a ultranza, nunca discutimos y nos llevamos muy bien. Wilson lo ha dicho de una manera más indirecta y otros, como Michael Ruse, lo han afirmado de una manera más directa. Ruse es un materialista convencido y, sin embargo, está dispuesto a admitir la religión. Asegura que el cristianismo es compatible con el evolucionismo, pero dice que la ética es simplemente un truco que la biología nos juega para que hagamos lo que es bueno para la biología

D. B.: Cuando diferencias entre sentido moral y norma moral y afirmas que eso es una contribución de la evolución cultural, no biológica, ¿qué estás queriendo decir exactamente?

F. A.: Que, debido a que somos seres racionales y anticipamos las consecuencias de nuestras acciones, somos seres morales. Si yo hago una cosa, tengo que evaluarla en términos de si le va a hacer bien o le va a hacer daño a otra persona. La capacidad de hacer juicios morales nos viene de la biología. Pero los valores morales, no. ¿Cuáles son las normas con arreglo a las cuales decimos lo que es bueno y lo que es malo? Son valores culturales. Aunque hay valores morales que sería muy difícil rechazar, como por ejemplo no matar.

D. B.: En una mesa redonda en la que participaste hace unos días, el filósofo Jesús Mosterín hizo una afirmación muy rotunda: «lo que no existe físicamente en algún sitio no existe». De lo que no se puede medir ¿no se puede hablar con sentido? Sigue vigente la vieja idea positivista de que aquellas proposiciones que no se pueden verificar empíricamente serían proposiciones sin sentido y delirios metafísicos provocados por excesos lingüísticos.

F.A.: ¿Dónde están las ideas? ¿Están en el cerebro? No necesariamente… Una cosa que me sorprende, y conozco a Mosterín desde hace muchos años, es su énfasis en el cerebro, no en la mente. Para mí ese es uno de los grandes misterios por resolver. Sí entendemos hasta cierto punto los qualia (aquí la ciencia tiene una dimensión filosófica). Se trata de cómo los fenómenos individuales llegan a través de nuestros sentidos al cerebro. ¿Pero cómo se transforman esas impresiones en ideas? Esto no está resuelto. Y sobre cómo en esa recolección de procesos e ideas aparece la mente como una unidad, como una entidad unitaria, no sabemos todavía nada. La neurobiología está avanzando rápidamente, es la rama de la biología más activa en el momento actual. Y no sé qué nos dará a conocer. Pero hoy no hay explicación sobre cómo las ideas emergen a partir de señales físico-químicas que el cerebro recibe.

El diseño inteligente

D. B.: Hablemos de la corriente del diseño inteligente, que afirma que el diseño existente en la naturaleza es la prueba de que existe un diseñador y, por tanto, una mente creadora. Tú has desempeñado un protagonismo relevante en el debate en EE. UU. sobre el diseño inteligente, que denominas una pseudociencia al considerar que es mala ciencia y mala teología.

F. A.: El diseño inteligente es una manera de evitar los problemas de enseñar en las escuelas el creacionismo como ciencia. En 1968 el Tribunal Supremo invalidó una ley que prohibía la enseñanza de la evolución. Entonces, un ingeniero tejano inventa la idea del creacionismo.

Su argumento era que tenemos que enseñar la evolución y la creación como teorías científicas paralelas. Varios estados, el primero Arkansas, aprueban una ley que afirma que hay que dedicarle el mismo tiempo a la creación que a la evolución. Pero en los años 60 pretender que afirmaciones directamente tomadas de la Biblia tienen carácter científico era una cosa absurda.

Yo era entonces presidente de la Asociación para el Estudio de la Evolución y del Consejo de Biología de la Academia de Ciencias. Estaba claro que había que contradecir esto, involucrando a la Academia Nacional de Ciencias. Fui a ver al presidente, Frank Press, un geofísico. Él abrió el libro de miembros y fue a la sección de Evolución y Ecología de Poblaciones, en la que había solo unos 15 miembros entre los 1.800 de la Academia. Preguntó, yo creo que retóricamente: «¿Por qué se va a meter la Academia en una cuestión que afecta a tan pocos miembros?». Y le dije: «Frank, esto no es una cuestión de estos 15 miembros, ni siquiera es de la evolución, sino de la supervivencia de la racionalidad en este país en las escuelas», que habría estado amenazada de haber cedido en que se enseñe el creacionismo como una teoría científica. Él entonces estuvo de acuerdo y empezamos un proceso.

Uno de los primeros pasos fue comprometer a la American Civil Liberties Union. Designaron a dos abogados. Para que aprendieran sobre evolución les enviaban a que yo les diera unas clases. Al final, con toda la evidencia que presentaron, la ley de Arkansas fue rechaza por un juez. La ley ya se había aprobado en Luisiana; era exactamente la misma, por lo que fue rechazada sin necesidad de juicio. Y todo esto llegó finalmente al Tribunal Supremo, que en 1982 declaró inconstitucional la ley de Arkansas [y cinco años después la de Luisiana].

El mismo grupo de Texas y otros deciden inventar algo para que se pueda enseñar la Biblia como ciencia, y surge la idea del diseño inteligente. El único católico y científico que sepa yo que ha escrito en defensa del intelligent design es Michael Behe, profesor de bioquímica. Le preguntas a Behe quién es este diseñador inteligente, y te dice: «Ah, yo no lo sé, a lo mejor es un señor de otro planeta o un hombre muy inteligente que vive en la selva», pero no pueden mencionar a Dios, porque entonces ya sería una teoría religiosa. Esa es toda la idea detrás del diseño inteligente.