Martín Lutero, el maestro y sus lecciones - Alfa y Omega

Martín Lutero, el maestro y sus lecciones

Juan Antonio Martínez Camino
Estatua de Martin Lutero en Wittenberg (Alemania)

Hace ahora 450 años, el 18 de febrero de 1546, moría en Wittenberg Martín Lutero. Tenía 63 años. Tras de sí dejaba el acontecimiento más dramático que ha sufrido el cristianismo en la época moderna: la ruptura de la unidad de la Iglesia en Occidente. Y dejaba también un numeroso grupo de discípulos y seguidores que veían en él al inspirador y promotor de una vida más cercana al Evangelio de Jesucristo.

El pasado mes de noviembre tuve la oportunidad de acompañar a un prestigioso teólogo protestante alemán en una visita a la exposición sobre Santa Teresa que se exhibía en la catedral de Ávila. Como buen luterano es un hombre que aprecia enseguida dónde hay un espíritu audaz y libre, no esclavo de nada ni de nadie que no sea Jesucristo y su Evangelio. Se sorprendió de encontrar ese espíritu en los textos y en los gestos recios de la santa abulense que teníamos allí ante los ojos. Me expresó su pesar de no haber tenido ocasión de conocerla antes mejor y añadió:«¡Esta mujer tiene todas las trazas de una auténtica reformadora! Me recuerda muchos rasgos de Lutero».

Reformadores en la Iglesia

Y es verdad. El reformador protestante, Lutero, tiene mucho en común con los reformadores católicos. Hoy, cuando el tiempo ha alejado ya los aspectos más duros y sangrantes de las polémicas y divisiones del pasado, podemos reconocerlo todos. Juan Pablo II insistía en lo que nos une al proclamar, en 1980, ante la Asamblea de la Iglesia luterana alemana: «Jesucristo es la salvación de todos nosotros. Es el único mediador. Gracias a Él conseguimos la paz con Dios y con nosotros mismos».

En esto, como había declarado el cardenal Willebrands diez años antes, «Lutero puede ser nuestro maestro común». En un momento de crisis de la Iglesia y de la sociedad europea, aquel exégeta de Erfurt no se cansaba de enseñar y de predicar que no son nuestros méritos, sino el amor infinito que Dios nos ha manifestado en Jesucristo lo que nos salva y nos hace verdaderamente libres. Libres de nuestra esclavitud interior y fuertes para el combate contra «el mundo y la carne», es decir, contra las fuerzas que nos apartan de Dios. Por eso Jesucristo, el Crucificado, es el único camino de humanización completa. Sin su humanidad divina -como decían también santa Teresa o san Ignacio- no hay camino seguro para ir a Dios. Lutero escribe:

«Es peligroso querer sondear la divinidad sin Cristo, el mediador… Cuando quieres ponerte en relación con Dios toma este camino: escucha la voz de Cristo, a quien el Padre ha establecido como maestro del mundo entero».

Pero, ¿cómo escuchar hoy la verdadera voz de Cristo? ¡Son tantos y tan diversos los que nos dicen que hablan en su nombre o que saben quién fue el «auténtico Jesús de la historia»! Lutero se planteó también esta cuestión capital. Él no fue un abogado simplista de la «fe subjetiva», de que nos basta creer en el Cristo que cada uno nos imaginemos o elijamos en el mercado de las ofertas más o menos esotéricas o «científicas». Al contrario, subrayó con especial fuerza que la fe que nos salva es la que nos saca de nosotros mismos para ponernos con el Cristo, cuya Palabra resuena para nosotros en la Iglesia: en sus Confesiones de fe (Credo de Nicea y Constantinopla) y en la Sagrada Escritura.

La intención de Lutero no fue fundar una Iglesia nueva. El quería reformar la única Iglesia de Jesucristo. Hacerla más transparente para la Palabra que la crea y que la envía al mundo. No pensaba que la Iglesia fuera una mera agrupación de los bautizados que, como «pueblo soberano», decide todo sobre su propia constitución y credo. El único soberano en la Iglesia es la Palabra de Dios, de la que ella misma es creatura (Creatura Verbi). Esto le causó enfrentamientos sin número con muchos que pretendían ser sus seguidores y que querían «reinventar» la Iglesia. La lucha que libró contra ellos fue tan enérgica, y hasta despiadada, como la que le opuso a los papistas.

La ruptura de la unidad de la Iglesia no fue deseada por Lutero. Muchos especialistas luteranos y católicos están hoy de acuerdo en ello. Pero no creo que se pueda decir sin más que fue una consecuencia inevitable de su empeño por acabar con los abusos que, sin duda alguna, desfiguraban entonces la imagen y la vida de la Iglesia. Este empeño no fue menor en san Ignacio o en santa Teresa, que «sintieron» con la Iglesia, entendida y amada no sólo como creatura Verbi, sino también como institución apostólica regida por el Espíritu Santo. Si no fue deseado, el drama de la creación de una nueva iglesia seguro que tuvo mucho que ver con una deficiente comprensión de la sacramentalidad de la comunidad eclesial constituida en torno a los Doce.

Retrato de Lutero realizado por Lucas Cranach
Retrato de Lutero realizado por Lucas Cranach

El carisma de la unidad

El encuentro con la humanidad divina de Cristo no se da hoy sin referencia a aquellos hombres que, por voluntad divina, la hacen presente, sacramentalmente, a través de su propia humanidad. Son los sucesores de los Apóstoles, con Pedro y bajo Pedro. El Papa y los obispos no están por encima de la Sagrada Escritura ni de laTradición de la Iglesia. Están a su servicio. Pero este servicio no es ni insignificante ni superfluo. Es esencial para la unidad querida por Cristo y reclamada por la naturaleza misma de la Iglesia. Es un servicio que se basa en el carácter carismático del ministerio ordenado. No es una función más, sino un sacramento que confiere la fuerza, el carisma de la unidad que brota de la representación de Cristo como cabeza del Cuerpo que forma la Iglesia. Estas cuestiones, objeto todavía hoy de debate entre católicos y protestantes, aparecen deficitariamente tratadas en la obra de Lutero. De ellas puede hablar y discutir amigablemente con el teólogo a quien acompañé a Ávila, que había escrito ya en 1975 lo siguiente:

«La aparición de una iglesia evangélica aparte en el siglo XVI y la ruptura de la unidad de la Iglesia que ello supuso no significan el éxito, sino el fracaso de la Reforma. Ésta seguirá estando inacabada al menos mientras no se restaure la unidad de la verdadera Iglesia católica renovada desde el evangelio de Jesucristo» (W. Pannenberg).

¡Ojalá que los cristianos celebremos el Gran Jubileo del año 2000 más unidos en torno a Jesucristo, Señor nuestro y de los tiempos!

La exposición pública de las tesis de Lutero es una leyenda

Pocas columnas de la cultura aparecen tan firmemente implantadas como la historia de que Lutero clavó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia palatina de Wittenberg el 31 de octubre de 1517. Sin embargo, desde hace ya treinta y cinco años muchos biógrafos rigurosos de Lutero reconocen que el episodio fue creado después de la muerte de Lutero por malinterpretaciones de los textos de algunos discípulos del ex monje agustino.

El historiador Gerhard Prause demuestra que el único documento escrito por Lutero en ese día fue una carta al obispo de Maguncia Alberto, hijo menor del príncipe Juan Cicerón de Brandeburgo, quien se había convertido en un auténtico comerciante de indulgencias, en la que le pedía que ordenase que «los predicadores de indulgencias actuasen de otro modo». Lutero no hace referencia en ninguno de los escritos de su vida a este episodio, que durante siglos ha sido utilizado por los historiadores como el momento paradigmático de la contestación a Roma. El primer documento histórico que hace referencia al episodio fue escrito en 1536 por Melanchthon, un discípulo de Lutero. Ahora bien los escritos de este exaltado protestante no son de carácter histórico, por lo que están repletos de inexactitudes, en ocasiones monumentales.

Ni siquiera el número de las tesis es exacto. En realidad no eran 95, sino 93 las tesis que había redactado el profesor de Teología de la Universidad de Wittenberg. Las otras dos fueron añadidas posteriormente, después de que el predicador dominico Johann Tetzel hubiese rebatido las propuestas del reformador. Nunca hubiera podido el profesor colocarlas personalmente en la puerta de la Iglesia. Según los estatutos de la Universidad sólo el decano tenía la posibilidad de colocar las tesis en discusión y ciertamente no lo hacía sólo en la iglesia palatina sino también en todas las puertas de las iglesias de Wittenberg y en la Universidad.

Una vez más sigue levantando polémica la vida de este monje que quería ser sencillamente un predicador de la Palabra de Dios y se convirtió en un intérprete más; quería hacer renacer la auténtica Iglesia, y se convirtió en la causa, directa o indirecta, de una reacción en cadena que llevó a la división del cristianismo en Occidente; quería ser y permanecer católico y ha pasado a la historia junto a señores como Calvino, Münzer o Zwinglio.

Jesús Colina. Roma