El milagro que yo pido a Juan Pablo II - Alfa y Omega

El milagro que yo pido a Juan Pablo II

Ayer habría cumplido 85 años. ¿Qué nos queda de él? Nos queda… todo. En este homenaje póstumo, Alfa y Omega recoge, en síntesis, el recuerdo de su querida persona, de su imagen y de su palabra

Juan Moya

Tras las intensas jornadas pasadas, los recuerdos de los funerales de Juan Pablo II en la plaza de San Pedro han ido calando en muchas conciencias. En aquel sobrio y simbólico féretro de madera de pino descansaba un hombre que ha hecho presente a Dios por el mundo entero con su palabra, su cariño hacia todos y su vida de entrega. Y ese día, los grandes de la tierra y muchos millones de hombres y mujeres de todas las razas y creencias, reconocían —de un modo u otro— esa presencia, razón última del poderoso atractivo de este Papa santo.

Era significativo y esperanzador que la sintonía de afectos hacia el Papa difunto —que ahora se asomaba a la ventana del Paraíso para bendecirnos, como dijo en la Misa de funeral el que, sin saberlo, estaba llamado a sucederle en la Sede de Pedro— lograra reunir, en una fraternidad universal, a hombres de todas las latitudes, dejando de lado, siquiera por un momento, lo que pudiera separarles en la vida diaria. Al menos en esos momentos, lo que les unía era más importante que lo que les diferenciaba.

Juan Pablo II, que tanto trabajó por la paz en el mundo, que tanto respeto mostró por hombres de tan distintas creencias y culturas, ¡qué interés tendrá ahora en el cielo —así lo creemos muchos— de que la convivencia pacífica entre los hombres sea una realidad cada vez más real, más extendida, más firme! El milagro que yo le pido al Papa —entre tantos como es seguro que va a hacer— es que toque los corazones de los gobernantes de este mundo, de los que tienen en sus manos especiales responsabilidades cívicas, y de todos los hombres en general, ya sensibilizados con el ejemplo de su vida y de su muerte, y consiga que la gracia y la misericordia de Dios nos hagan ser respetuosos con nuestros semejantes, con sus legítimas ideas y creencias, con sus derechos (entre otros, el derecho a la vida y a la libertad religiosa), y podamos encontrar siempre soluciones pacíficas a los diversos problemas que surjan en la convivencia humana, en el ámbito nacional o internacional. Debe ser posible vivir unidos por los lazos de una verdadera fraternidad, sin que sean un impedimento insalvable las diferencias legítimas. Así, como recordaba el Papa en su último libro, Memoria e identidad, no nos dejaremos vencer por el mal; y siempre que sea preciso venceremos el mal con el bien.