Los guardias y las personas sin hogar - Alfa y Omega

Los seres humanos somos capaces de ser los más humanos o los más bárbaros, y a veces de hacer de ambas cosas a la vez. Iba yo reflexionando sobre esta idea camino al trabajo cuando la realidad vino a confirmármela. Al doblar la esquina en la calle Valencia, a las puertas del Centro Dramático Nacional, rodeada de un montón de basura, una persona sin techo dormía entre cartones. La mañana estaba fresca.

Algunos viandantes, pese al apresuramiento con que nos dirigíamos a nuestros faenas, percibimos que, aquel bulto entre litronas y latas, no era un resto de la movida fiestera de la noche anterior, sino una persona, con nuestra misma carne y sangre. Aun así seguimos caminando, pero hubo un gesto que nos hizo reaccionar y transformó aquel lugar en humanidad: el guarda del teatro se acercó y al comprobar que dormía le cubrió con una manta. En un breve instante nuestras miradas se cruzaron y con indignación le oí murmurar: «Y tanta casa vacía en poder de los bancos».

Su gesto de projimidad se me quedó dentro y acompañó mi trayecto hasta la estación de Atocha, donde otra escena me llenó de estupor. Una mujer sin hogar, de mediana edad, enferma, desafiaba en jarras, con voz quebrada y sin perder la calma, a dos guardias jurados que exigían que se marchara de aquel lugar. «Me tendréis que sacar vosotros. No voy a marcharme. No molesto a nadie y no tengo otro sitio donde estar. No estoy haciendo nada malo», repetía con asertividad la mujer. Entonces sucedió algo inaudito, como si de una novela kafkiana se tratase. Los guardias sacaron de su bolsillo unos guantes higiénicos, la cogieron por las axilas y en volandas la pusieron en la calle. Me quedé atónita y cuando reaccioné y salí a la calle para ver qué pasaba con la mujer, tanto ella como los guardias habían desaparecido. Seguro que los guardias cumplieron los protocolos de actuación, pero la dignidad de las personas merece más respeto que cualquier ordenanza. Un sentimiento de malestar me acompañó durante semanas en mi ruta cotidiana hacia el trabajo que solo se aliviaba en el tramo del calle Valencia cuando el guardia del teatro y yo nos saludábamos con un guiño cómplice.