CAPÍTULO II. Jesucristo vive en su Iglesia - Alfa y Omega

CAPÍTULO II. Jesucristo vive en su Iglesia

Antonio María Rouco Varela
Una comunidad de contemplativas

El Concilio Vaticano II, el gran don del Espíritu Santo para nosotros en este siglo que termina, ha supuesto una renovación de la conciencia de la Iglesia sobre sí misma y sobre su misión en el mundo porque la ha movido a profundizar en la conversión hacia su centro y fuente permanente: hacia Cristo y el Dios trino por Él revelado. El mismo acontecimiento conciliar y, en su medida, también las celebraciones sinodales que han jalonado los últimos decenios (pienso, en particular, en la Asamblea extraordinaria de 1985 que celebró y verificó el Concilio a los veinte años de su clausura) son expresión de la presencia viva del Resucitado en su Iglesia, a la que no deja de asistir con la fuerza del Espíritu Santo.

La nueva primavera de la Iglesia anunciada por el Papa Juan XXIII y preparada por el Concilio se ha visto a veces obstaculizada y no infrecuentemente retrasada, sobre todo en Europa, a causa de los problemas planteados por el secularismo, a algunos de cuales acabo de aludir. Pero no nos han faltado tampoco en estos últimos tiempos signos claros de la acción del Espíritu de Jesucristo que confirman nuestra fe en la Iglesia como Cuerpo de Cristo y nuevo Pueblo de Dios y alientan sobrenaturalmente nuestra esperanza. Permitidme, venerables Hermanos, espigar algunos de estos signos que ponen de manifiesto la fuerza con la que Jesucristo es testimoniado, celebrado y servido hoy en nuestras Iglesias de Europa.

Tabla central del ‘Tríptico de la Resurrección de Lázaro’. Ambrosius Benson (siglo XVI). Brujas

1. Constatamos con agradecimiento que la Iglesia no ha dejado de escuchar y de escrutar la Palabra de Dios ni de dar testimonio de ella de muchas maneras ante los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Porque esa Palabra, que es el mismo Señor Jesucristo, sigue interpelando cada día tanto a los pastores como a los fieles y también a todos los hombres. Él es, en efecto, en persona, el Verbo de la Vida, el Hijo eterno de Dios encarnado en el seno virginal de María que, unido en cierto modo a todos nosotros por los caminos de este mundo, nos ha revelado el rostro del Dios vivo, el Padre de la misericordia, y nos ha abierto las fuentes de la Vida verdadera. Por su encarnación, vida, muerte y resurrección tenemos acceso a la Vida eterna, que consiste en conocer a Dios y a su enviado Jesucristo (cf. Jn 17, 3).

Se siente la necesidad en estos últimos años de que la Constitución Dei Verbum, sobre la divina Revelación, del Concilio Vaticano II, sea más estudiada, mejor comprendida y más coherentemente llevada a la vida de la Iglesia. No han resultado vanas las luminosas orientaciones y sugerencias del Sínodo de 1985 a este respecto. Se han hecho progresos en la superación de la falsa oposición entre el oficio pastoral y el doctrinal, dado que la verdadera intención pastoral consiste en la actualización y concrección de la verdad de la salvación, que en sí vale para todos los tiempos (Relatio finalis B, a, 1). Muchos son los que procuran tomar una conciencia más viva del verdadero sentido católico de la interpretación de la Escritura en la Iglesia, a la que sin duda han contribuido las orientaciones publicadas por la Pontificia Comisión Bíblica en 1993. Pero la sugerencia sinodal que ha obtenido unos frutos más visibles y de largo alcance ha sido la de que se escribiera un catecismo de referencia para toda la Iglesia.

En efecto, la publicación del Catecismo de la Iglesia católica en 1992 debe incluirse, sin más, entre los mayores acontecimientos de la historia reciente de la Iglesia, en palabras pronunciadas por Vuestra Santidad al presentar el Catecismo el 7 de diciembre de aquel año. Es la segunda vez en su bimilenaria historia que la Iglesia se dota a sí misma de un libro como éste. Se trata de un instrumento al servicio de la Iglesia universal. Pero el eco obtenido en Europa por el Catecismo pone de relieve el acierto de la sugerencia hecha por el Sínodo de 1985 y de su especial relevancia para nuestras Iglesias, en las que el grave problema de la transmisión de la fe a las generaciones nuevas sigue sintiéndose con especial urgencia. La multitudinaria acogida que se dispensó al Catecismo, con un sorprendente éxito editorial, pone también de relieve la demanda de orientación precisa sobre la fe de la Iglesia por parte de nuestros contemporáneos. Por encima de las opiniones más o menos originales de los autores particulares, el hombre de hoy sigue interesado por la doctrina de salvación que le ofrece la Iglesia y que le acerca al Verbo de la Vida, Jesucristo que vive en ella.

También hemos experimentado la presencia del Espíritu de Jesucristo resucitado en su Iglesia en la notable clarificación doctrinal propiciada por el magisterio de Vuestra Santidad al pueblo de Dios. Ya me he referido a las encíclicas Veritatis splendor (1993) y Evangelium vitae (1995), pero no podemos olvidar tampoco la Ut unum sint (1995) y la Fides et ratio (1998). Todas ellas ofrecen un testimonio vigoroso y nítido de la Palabra de la Vida, como fundamento de los valores inmutables que sustentan la dignidad y la vida humana, como imperativo y camino de la unidad de los cristianos y como salvación y fuerza para la razón debilitada. Además, el programa pastoral ofrecido por la Carta apostólica Tertio millennio adveniente (1994) permite a nuestras Iglesias acercarse a la celebración del Jubileo de la Encarnación del Verbo mejor preparadas para la glorificación de la Trinidad Santa por medio de una vida de fe más fuerte, llena de esperanza y actuante por la caridad (cf. Gal 5, 6).

Testimonios dignos de agradecimiento

La Iglesia da gracias a Dios por todos estos servicios del Magisterio a la Palabra de la Vida, a través de los cuales sigue cumpliéndose la promesa del Señor: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Pero la Iglesia da gracias también porque el testimonio dado al mundo por hermanas y hermanos nuestros de todas las condiciones y estados de vida no ha cesado de producirse nunca en estos años y en este siglo que concluye.

Pienso en tantos sacerdotes que, en medio del vendaval del secularismo que ha azotado a la sociedad y la Iglesia en Europa, han sabido mantenerse fieles a su vocación de ministros del Evangelio. Su testimonio y su ministerio no han faltado ni en las parroquias rurales ni en las urbanas, ni en los centros de enseñanza ni en los hospitales. Más de una vez han tenido que soportar el menosprecio, las ironías y hasta el ataque personal, también y precisamente en los países occidentales, orgullosos de un supuesto estilo de vida abierto y tolerante, sin que les faltase en ocasiones la incomprensión de los mismos hermanos en la fe. Pero con su fidelidad, humildad y fortaleza, signos claros de la presencia del Espíritu Santo, que ha hecho fecunda su vida, han prestado un impagable servicio a la Iglesia. Ellos han sostenido el testimonio de la fe en tiempos de inclemencia y han transmitido el testigo de la vocación y de la espiritualidad sacerdotal a los jóvenes a quienes el Señor sigue llamando a su servicio. La edad avanzada, lejos de empañar el testimonio de tantos sacerdotes, felices tras largos años de entrega al Señor en el celibato por el Reino de los Cielos, ha sido un motivo más para la irradiación de su ministerio.

Los misioneros y misioneras, procedentes en gran número de nuestras Iglesias de Europa, siguen dando testimonio de Cristo en todo el mundo. Sus vidas, entregadas por completo al anuncio del Reino de Dios, son expresión de la presencia vivificante del Señor en su Iglesia. En medio de una cultura de lo efímero y de la ausencia del compromiso completo y de por vida, su testimonio adquiere, si cabe, nueva capacidad de interpelación para nuestros países de vieja tradición cristiana. La búsqueda de los más pobres en todos los paisajes de la tierra, para llevarles el amor de Jesucristo, ha alcanzado frecuentemente grados de una nueva heroicidad cristiana.

Pienso asimismo en quienes se dedican a la investigación y la divulgación teológica. Son muchos, la gran mayoría, los que responden con el trabajo diario a su vocación en verdadera comunión con la Iglesia, a pesar de las nada infrecuentes solicitaciones en otro sentido. El desafío que la urgencia de la nueva evangelización de la cultura de la libertad dirige hoy a los teólogos es, sin duda ninguna, formidable. Es preciso trabajar con tesón y lucidez. En particular, habría que agradecer y cultivar una incorporación de la mujer a las tareas de la teología que abriese nuevas posibilidades para el servicio de la evangelización y del diálogo con las nuevas formas de cultura.

Las familias cristianas

Pienso también en las familias cristianas que, haciendo verdadera su condición de Iglesias domésticas, como las llama el Concilio Vaticano II (Lumen gentium 11), han sido el lugar en el que Cristo se ha hecho presente para tantos europeos de Oriente y de Occidente. Cuando las instituciones públicas, la escuela e incluso determinados ambientes eclesiales han dejado de ser cauces de la educación de las nuevas generaciones en el amor a Cristo y en la esperanza cristiana, son las familias las que han alimentado en el corazón de los jóvenes los gérmenes de una fe personalmente aceptada y vivida. En no pocas ocasiones han sido las abuelas quienes han sabido guiar a los nietos y, a través de ellos, a los hijos, al encuentro o al reencuentro con Jesucristo. Tanto cuando el Estado estorba directamente la evangelización, como cuando el materialismo práctico asedia la fe de los jóvenes, son muchos los que deben a sus padres o a sus abuelos el bautismo, la preparación para la primera comunión y aun para el matrimonio y la verdadera comprensión y aprecio de lo que significa la palabra amor. ¿Cómo no ver también con agradecimiento en estas familias y personas signos de la presencia viva del Señor resucitado en su Iglesia?

En modo alguno podemos olvidar tampoco los importantes avances de los últimos años en el testimonio de Jesucristo dado al unísono al mundo por las distintas confesiones cristianas en Europa. Me complace recordar a este respecto la Declaración común sobre la doctrina cristológica firmada el 13 de diciembre de 1996 por Vuestra Santidad y el Patriarca Catolicós de todos los armenios, Gareguín I; también, la Declaración conjunta sobre la justificación que firmarán, D. m., el día 31 de este mes de octubre el Consejo Pontificio para la Unidad de los cristianos y la Federación Luterana Mundial. El viaje del Papa a Rumanía y su encuentro con el Patriarca Teoctist, así como la presencia en Roma del Patriarca Bartolomé I de Constantinopla son signos del entendimiento progresivo con las venerables Iglesias ortodoxas. Es importantísimo que avancemos en el camino de la unidad y del testimonio de lo que constituye el corazón del Evangelio que la Iglesia predica: que tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna (Jn 13, 16). Es sin duda el mismo Espíritu de Jesucristo, vivo en su Iglesia, el que nos va conduciendo hacia la recomposición de la unidad sobre la base de un acercamiento conjunto, no exento de un esfuerzo de paciencia y humildad, a la verdad sobre el verbo de la Vida.2. La unidad de los cristianos es tan importante porque la división no deja de afectar de algún modo al mismo carácter de la Iglesia como sacramento. En efecto, no es sólo a través del ministerio de la Palabra como Cristo se hace presente en su Iglesia para cada generación; es el ser mismo de la Iglesia como misterio de comunión, como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, el que, según ha enseñado el Concilio, es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (Lumen gentium 1). Lo recordaba con insistencia y acierto el Sínodo extraordinario de 1985. En la Relación final los Padres sinodales decían que no podemos sustituir una visión unilateral, falsa, meramente jerárquica de la Iglesia, por una nueva concepción sociológica también unilateral de la Iglesia. Jesucristo asiste siempre a su Iglesia y vive en ella como Resucitado. Por la conexión de la Iglesia con Cristo se entiende claramente la índole escatológica de la misma Iglesia (cf. Lumen gentium, cap. VII). De este modo, la Iglesia peregrinante en la tierra es el pueblo mesiánico, que anticipa en sí mismo la nueva creatura (Relatio finalis A, 3). Y más adelante los Padres precisaban que la Iglesia constituye este pueblo mesiánico, anticipo de la Gloria futura, en virtud de la unidad de fe y sacramentos y por la unidad jerárquica (ibíd. C, 2).

La celebración de la liturgia y de los sacramentos actualiza ya ahora para los fieles la participación en la vida divina, en la comunión de Padre, Hijo y Espíritu Santo, que un día será plena en la Vida eterna. De ahí que la predicación y la catequesis conduzcan a la celebración de los misterios de la salvación. La renovación litúrgica ha ayudado mucho a que la celebración vaya más claramente unida a la Palabra de Dios y a la santificación de toda la vida. Son numerosos los lugares en los que la liturgia, renovada según el verdadero espíritu del Concilio y las orientaciones de los obispos, ha dado lugar a una vida eclesial más rica y consciente de su carácter propio.

Religiosos y religiosas

Pensemos en las comunidades de religiosos y religiosas que ofician a diario la Liturgia de las Horas con todo esmero, uniendo a la pública alabanza divina el aliento y el aroma de la oración y de la contemplación a solas en el desierto al que el Espíritu los ha llamado. Pensemos también en tantas catedrales, parroquias y santuarios, donde la celebración de la liturgia y de los sacramentos se hace con viveza, dignidad y participación interior y exterior de todos. Crece el número de los celebrantes que asumen su oficio sagrado con la formación teológica y la preparación inmediata deseada por el Concilio y urgida sin cesar por los obispos.

Los fieles laicos, así como los religiosos y religiosas, toman cada día mayor parte en la preparación y en la celebración de la liturgia y los sacramentos. De este modo aparece con mayor claridad ante el mundo y ante la propia comunidad celebrante el carácter sacerdotal de todo el pueblo santo de Dios. En algunos lugares, ante la escasez de ministros ordenados, los fieles laicos y los religiosos y religiosas ayudan a los obispos para que no falte la celebración de la Palabra, el ministerio de la Sagrada Comunión y otras celebraciones. Sin que sirva de pretexto para relativizar la gravedad doctrinal y pastoral del problema de la mencionada escasez de ministros, que sigue causando a las Iglesias sufrimientos y dificultades, este hecho ha servido de ocasión providencial para un replanteamiento más hondo del carácter sacramental de la Iglesia y del sentido central del ministerio ordenado en ella como don del Espíritu Santo para la representación de Cristo, cabeza de la Iglesia. La Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, de 1994, ha contribuido de forma decisiva a la clarificación de esta realidad e invita a una profundización en los aspectos teológicos y prácticos que están en cuestión.

Junto a la vida litúrgica, la religiosidad popular no ha dejado de encontrar siempre formas de expresar la piedad de las personas y de los pueblos que la Iglesia orienta hacia el culto de Dios en espíritu y en verdad (Jn 4, 23). Algunas de estas expresiones de religiosidad, que se han mostrado resistentes al secularismo, han servido a no pocos como sostén de su fe cristiana. La revitalización que en los últimos años han experimentado en algunos lugares la vida de las cofradías, de los santuarios, las celebraciones patronales y familiares, las peregrinaciones, las procesiones y otras expresiones del fervor religioso es una gracia y un don del Espíritu para estos tiempos de sequía espiritual. Todo ello va siendo mejor integrado en la vida propiamente litúrgica de la Iglesia, por la que Cristo mismo ofrece al Padre el culto de la Nueva y eterna Alianza.

Pentecostés, en la Plaza de San Pedro

Jóvenes felices con Cristo

A la celebración pública de Jesucristo pertenecen también las Jornadas Mundiales de la Juventud, convocadas por Vuestra Santidad. La primera de ellas que tuvo lugar en Europa, fuera de Roma, en Santiago de Compostela (1989), y la última, en París (1997), congregaron muchedumbres de jóvenes con los ojos fijos en Cristo, felices de haberse encontrado con Él. Procedentes de todo el mundo, pero, en estas ocasiones, en particular de nuestras Iglesias de Europa, los jóvenes cristianos, reunidos con el Papa y con sus obispos, han sido y serán (pienso en la Jornada del próximo año aquí en Roma) expresión viva y prometedora de una Iglesia vuelta en oración y en alabanza a Jesucristo, que vive en ella, y pronta a comunicar al mundo la noticia alegre del Evangelio de la Salvación.

Es necesaria también una mención especial de los santuarios marianos. El pueblo fiel no ha dejado de acudir a ellos. Al contrario, ha ido en aumento el número de los que se acercan a esos lugares para encontrarse con la Madre de Jesús, el Señor. Allí María consuela a sus hijos y los fortalece en la fe, para que sean de verdad piedras vivas de la Iglesia. La devoción mariana es cultivada también en las parroquias, en las familias y en las asociaciones cristianas como camino seguro hacia Cristo, que se muestra de este modo vivo en su Iglesia.

3. La Gloria que la vida litúrgica, sacramental y de oración anticipa ya ahora en la vida cristiana resplandece en el servicio de la caridad. En efecto, la vida de los cristianos en el mundo, transida de la esperanza escatológica que la Palabra y los sacramentos alimentan, se convierte toda ella en un verdadero culto de alabanza al Creador.

Según la conocida expresión de san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre dotado de vida y la vida del hombre es la visión de Dios (Adversus haereses IV, 20, 7). Por eso, la presencia en la Iglesia de Cristo vivo en su gloria se ha manifestado siempre y se sigue manifestando hoy en la caridad de cada cristiano y de las instituciones que la Iglesia pone al servicio del hombre en sus necesidades espirituales y materiales.

Entre esas realidades es necesario destacar ante todo la misma doctrina social de la Iglesia y los organismos que la promueven, la estudian y la llevan a la práctica. Durante algún tiempo -providencialmente corto- esta doctrina fue juzgada, precipitada y erróneamente, como algo superado, según se decía, por la marcha de la Historia. Después de la caída del socialismo real en 1989, se ha podido comprobar de nuevo la validez de sus principios, basados en la verdad del hombre que proclama el Evangelio. Lo que constituye la trama y, en cierto modo, la guía… de toda la doctrina social de la Iglesia es —según enseña la encíclica Centesimus annus 11— la concepción correcta de la persona humana y de su valor único, en cuanto «el hombre es… en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma» (Gaudium et spes 24). En él ha esculpido su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable… En efecto —continúa la encíclica— más allá de los derechos que el hombre conquista con el propio trabajo, hay otros derechos que no corresponden a ninguna obra puesta por él, sino que derivan de su esencial dignidad de persona.

La defensa de los derechos inviolables de la persona humana forma parte ineludible de la misión de la Iglesia. Vuestra Santidad, ya desde su primera carta encíclica, Redemptor hominis (1979), no ha cesado de proclamar que el hombre es el primer y fundamental camino de la Iglesia, trazado por Cristo mismo (14), haciéndose eco vivo y penetrante de la doctrina conciliar de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de nuestros días Gaudium et spes (especialmente número 22). Hace veinte años estas palabras eran escuchadas con particular resonancia en aquellos lugares de Europa donde los sistemas totalitarios violaban sistemáticamente derechos fundamentales tan importantes como el de la libertad religiosa, de conciencia, de asociación, etc. Entre tanto, la situación de los derechos humanos ha cambiado notablemente para la Iglesia y para los ciudadanos de toda Europa. Hay que constatar, no obstante, que la dignidad humana sigue sufriendo hoy restricciones y lesiones en muchos de nuestros países europeos, de modo que los cristianos no podemos dejar de levantar nuestra voz y de poner los medios a nuestro alcance para que estas situaciones sean enmendadas cuanto antes.

El derecho a la vida

Damos gracias a Dios porque la Iglesia, a través de numerosas instituciones y personas, y movida por el Evangelio de la vida, está dando un testimonio claro en favor del derecho a la vida de todos los seres humanos, desde la concepción hasta la muerte natural. Hay ciertamente otros grupos y personas no católicos empeñados en esta noble lucha. Sin embargo son, por desgracia, pocos los frutos cosechados e incluso son cada vez más las amenazas que aparecen en el horizonte. La presencia de Cristo resucitado entre nosotros nos dará fuerzas para no ceder al desaliento. Contamos con el ejemplo de tantos hermanos y hermanas del centro y oriente de Europa que lucharon sin desfallecer, durante decenios, por los derechos fundamentales de todos los hombres, a costa incluso, en no pocas ocasiones, de sacrificios heroicos.

En el ámbito laboral son bastantes los problemas a los que se enfrentan hoy nuestros conciudadanos, en particular los más jóvenes y las mujeres. Sobre ellos pesa de modo a veces intolerable la carencia de un trabajo que les permita, más que sobrevivir, vivir de un modo acorde con la dignidad del ser humano, que ha de poder desarrollar sus capacidades al servicio del bien común. También en este ámbito son numerosas las iniciativas de formación, de asistencia y, en general, de fomento de la conciencia del problema que están siendo desarrolladas por Cáritas y otros grupos y personas comprometidos con la causa de los oprimidos y de los pobres. La tradición de los movimientos apostólicos obreros sigue viva. Algo semejante puede decirse también con gratitud respecto de la acogida de tantos trabajadores que han emigrado en estos últimos años dentro de Europa o que han venido de fuera. La Iglesia, Cuerpo de Cristo, no ve en ellos cuerpos extraños que rechazar, sino hermanos a quienes acoger como al mismo Cristo.

La opción preferencial por los pobres

La labor caritativa de la Iglesia se ha extendido también a los ámbitos de las llamadas nuevas pobrezas, aparecidas en medio de las sociedades del bienestar de nuestros países, como son el mundo de la droga, del sida, de los jóvenes sin trabajo, de los cónyuges abandonados y de los niños de matrimonios rotos. Cristo, el Salvador, sigue hoy sanando y acompañando, por medio de sus discípulos, al hombre quebrantado y apaleado que yace al borde del camino de la vida (cf. Lc 10, 29-37).

La opción preferencial por los pobres se extiende a las masas desnutridas y carentes de las condiciones mínimas para una vida digna que pueblan los países del tercer mundo. Los pobres son evangelizados allí por las Iglesias locales, muchas veces todavía con la ayuda de los misioneros y misioneras procedentes de nuestras Iglesias de Europa. Las Iglesias jóvenes de esos países reciben también una ingente y generosa ayuda material que diversas organizaciones católicas, apoyadas en las perseverantes aportaciones de los fieles, canalizan desde aquí. El interés efectivo por tantos hermanos nuestros en situaciones de extrema pobreza es sin duda suscitado por la presencia viva entre nosotros de Aquel que dijo refiriéndose a los necesitados: Todo lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40).

«La Iglesia, realidad histórica visible». Basílica de San Ambrosio, de Milán (siglo XIV)

Los nuevos movimientos

Así, pues, Jesucristo es testimoniado, celebrado y servido en nuestras Iglesias de Europa porque Él vive en ellas. He recordado algunos de los signos que nos lo muestran con toda evidencia. No quisiera terminar esta segunda parte de la Relatio sin mencionar también una realidad pujante y prometedora que por la providencia de Dios se abre camino en nuestras Iglesias: me refiero a los llamados nuevos movimientos y comunidades eclesiales. A lo largo de este siglo que termina han sido muchas las iniciativas de los fieles que el Espíritu Santo ha ido suscitando en la Iglesia como respuesta a las nuevas necesidades y a los imperativos de los tiempos. Algunas de ellas han experimentado en los últimos años un crecimiento cuantitativo y cualitativo verdaderamente sorprendente. Su pujanza no ha dejado de ocasionar algunas dificultades de integración en las estructuras pastorales y jurídicas de la Iglesia. Pero no cabe duda de que son un gran don Dios que revitaliza las Iglesias de Europa para la evangelización de nuestros tiempos. Con sus diversos carismas hacen presente a la Iglesia en el mundo de la cultura, de los alejados, de los marginados, del diálogo interconfesional e interreligioso, de la familia, de los jóvenes, en las fronteras de la misión ad gentes y en los espacios intraeclesiales no suficientemente atendidos por otras instituciones tradicionales. De su seno surgen numerosas vocaciones para la vida religiosa y, en especial, para el presbiterio de nuestras diócesis.

Convocados por Vuestra Santidad, fundadores y representantes de los movimientos y las nuevas comunidades acudieron aquí a Roma el 30 de mayo de 1998 para dar testimonio de su comunión eclesial en torno a Pedro y para manifestar su voluntad de poner sus carismas al servicio de la Iglesia. Entonces escucharon del Pastor universal estas palabras: En nuestro mundo, frecuentemente dominado por una cultura secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios, la fe de muchos es puesta a prueba con dureza y no pocas veces se ve sofocada y apagada. Se advierte entonces con urgencia la necesidad de un anuncio fuerte y de una sólida y profunda formación cristiana. Y he aquí, ahora, los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Ellos son una respuesta suscitada por el Espíritu Santo a este dramático desafío del fin del milenio. ¡Ellos son, vosotros sois, la respuesta providencial! En efecto, los movimientos constituyen un reclamo significativo de que la Iglesia es una realidad histórica visible, un cuerpo animado por la presencia del Señor. Ellos ayudan a los fieles a vivir esta presencia como la novedad de un encuentro personal y aportan así un factor fundamental para la nueva evangelización de Europa: el testimonio y la acción de muchos hombres y mujeres cristianos, convertidos a Cristo y decididos a vivir para Él, dispuestos a profesar su Verdad en la comunión de la fe, celebrando sus misterios, nutriendo en ellos su esperanza, sirviéndole con una vivencia de la caridad en todas sus facetas, haciendo patente en sus vidas que la vocación a la santidad es la propia de todo cristiano.