El sagrario, tratamiento para nuestro barro - Alfa y Omega

El sagrario, tratamiento para nuestro barro

En un pequeño libro titulado Nuestro barro, don Manuel González dejó escrito: «Que nunca olvide yo que si barro con soplo de Dios fue mi padre Adán, barro con gracia tuya puede llegar a ser santo»

Antonio R. Rubio Plo
Tapiz para la canonización de Manuel González. Foto: www.manuel16.org

Un joven sacerdote de 25 años puede sentir sobre sí la abrumadora carga de su misión evangelizadora. Las dificultades se le antojan insalvables por su falta de experiencia, pero su fe le dice que es una labor que no depende exclusivamente de él. Es Dios quien da el incremento. Así debió de sentirse un sacerdote recién ordenado don Manuel González García en 1902 en Palomares del Río, un pueblecito del Aljarafe sevillano. En aquel lugar reinaban los prejuicios y estereotipos de una larga tradición anticlerical, en parte originada por las tremendas diferencias sociales de la época, mucho más acuciantes en el campo andaluz. El sacristán de su nueva parroquia le había pintado un cuadro desolador en el que no solo existía hostilidad contra los sacerdotes. Había también desidia e indiferencia moral. El estado de la iglesia era lamentable, pero la verdadera riqueza del templo procedía de albergar un tesoro escondido: el sagrario.

En el sagrario radicará la fuerza que dará impulso a don Manuel para proclamar el Evangelio. Años más tarde, contará su experiencia: «Fuime derecho al sagrario… y ¡qué sagrario, Dios mío! ¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no salir corriendo para mi casa! Pero, no huí. Allí de rodillas… mi fe veía a un Jesús tan callado, tan paciente, tan bueno que me miraba… que me decía mucho y me pedía más, una mirada en la que se reflejaba todo lo triste del Evangelio… La mirada de Jesucristo en esos sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se olvida nunca. Vino a ser para mí como punto de partida para ver, entender y sentir todo mi ministerio sacerdotal».

El obispo de los sagrarios abandonados

Don Manuel González, promovido sucesivamente a las sedes episcopales de Huelva, Málaga y Palencia, asumirá un título que le definirá para siempre: el obispo del sagrario abandonado. Sus escritos pretenden hacer hincapié en la necesidad de hacer compañía al Señor sacramentado, al que le duelen más que los detalles externos las faltas de amor y correspondencia del corazón de los cristianos. Estar ante el sagrario no es ni mucho menos entregarse a reflexiones piadosas o mascullar una cadena de peticiones. Es simplemente mirar a Cristo y dejarse mirar por Él. Junto a aquel sagrario de Palomares del Río, don Manuel no debió de hacer una lista acuciante de sus necesidades. Bien conocía el dueño de la mies lo que hacía falta, en lo material o en lo espiritual. Por eso la actitud del joven sacerdote, que le acompañó a lo largo de su vida, sería tomar conciencia de la fragilidad humana, de no creernos que todo se debe a nuestros méritos y dejar a Dios actuar.

No hace mucho tiempo encontré un pequeño libro, Nuestro barro, que perteneció a mi madre. Lo publicó la editorial El Granito de Arena, fundada por el santo obispo. El texto es, en gran manera, un testimonio de las dificultades por la que atravesó la Iglesia española durante la II República, y don Manuel percibe con gran acierto el desafío de una revolución que no solo era política y social sino también antropológica. Pero más allá de las circunstancias históricas concretas, lo que importa al cristiano de todos los tiempos es que nos demos cuenta de que estamos hechos de barro, si bien nuestra fortaleza consiste en poner a Dios al lado de nuestra fragilidad. No es una actitud pasiva sino una invitación a utilizar las propias capacidades y a la vez dejarse conducir por Dios. Así lo expresa don Manuel: «Hagamos el ahora y dejémosle el antes y el después». Es precisamente el sagrario un lugar adecuado para practicar «ejercicios de despreocupación», consistentes en hacer caso al Señor que, según nuestro santo, nos está diciendo: «Tú haz lo tuyo y Yo haré lo mío».

Como tantos santos, don Manuel percibe que la soberbia es nuestro principal enemigo, pues implica olvidar la fragilidad de nuestro barro. Todo gira en torno al yo, lo que también se concreta en una excesiva utilización en nuestras conversaciones del pronombre me, y así surge un término novedoso, el meísmo, que «es hermanito del egoísmo, y los dos socios de la razón social: primero yo, mí y me, y después, me, mí y yo»”. Esta enfermedad tendría tratamiento al ponerse ante el sagrario y repetir lo que escribe el autor: «Que nunca olvide yo que si barro con soplo de Dios fue mi padre Adán, barro con gracia tuya puede llegar a ser santo». Porque los santos también son de barro; caen y se hacen pedazos y vuelven a levantarse, eso sí con ese «tarrillo de cola» que es la gracia de los sacramentos y de la oración.

Quien está muy cerca, sobre todo espiritualmente, del sagrario tiene que salir encendido de allí para estar muy próximo a sus hermanos. Así lo hacía don Manuel. En 1933 pudo consolar a un sacerdote en Madrid, blanco de contradicciones e incomprensiones en su labor apostólica. El obispo se limitó a poner la mano sobre su cabeza, y a decirle por dos veces: ad robur, ad robur (fortaleza). Luego vino una promesa de oración y un abrazo muy apretado.