«La insensibilidad de hoy abre abismos» - Alfa y Omega

«La insensibilidad de hoy abre abismos»

Existe una grave enfermedad moderna, se llama indiferencia y anestesia el alma. Produce una ceguera en muchos, cristianos y no. Impide, a quien la padece, ver más allá de su mundo. Lo incapacita a salir de si mismo. Es la mundanidad que adormece el espíritu. El Papa lo sabe. Por eso insiste, una y otra vez, en denunciar este flagelo. Sacude conciencias con palabras filosas. Su más reciente clamor se alzó el domingo pasado, 25 de septiembre, durante la misa central en el Jubileo de los Catequistas. Un llamamiento a reflexionar

Andrés Beltramo Álvarez
Foto: AFP Photo/Vincenzo Pinto

Eran miles y llegaron hasta la plaza de San Pedro procedentes de diversos países. Las fuerzas vivas de la Iglesia de a pie. Hombres y mujeres, jóvenes y adultos que llevan sobre sus hombros la gravosa tarea de transmitir la fe a los más pequeños. La mayoría no recibe un sueldo por eso y, a menudo, deben lidiar con problemas reales de la gente real. Francisco no quiso ofrecerles recetas preconcebidas ni discursos de ocasión. Más bien los invitó a volver a lo esencial.

En su homilía, Jorge Mario Bergoglio recordó que san Pablo no recomendó «una gran cantidad de puntos y aspectos» para ser cristiano; más bien instó a buscar prioritariamente lo central para la fe. En resumen, no quitar los ojos del núcleo: «El Señor Jesús ha resucitado, te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y vivo, está a tu lado y te espera todos los días».

Así deben ser los catequistas, dando importancia a lo fundamental y actuando en consecuencia. Para ilustrar los alcances de esta llamada, el Pontífice echó mano de la parábola evangélica del rico epulón y el pobre Lázaro. Una imagen descriptiva, de un adinerado que ignora al mendigo ante su puerta y, una vez muerto, clama a Dios para que este le moje con apenas una gota de agua sus labios y así mitigar el calor sofocante del infierno.

«El rico, en verdad, no hace daño a nadie, no se dice que sea malo. Sin embargo, tiene una enfermedad peor que la de Lázaro, que estaba cubierto de llagas: este rico sufre una fuerte ceguera, porque no es capaz de ver más allá de su mundo, hecho de banquetes y ricos vestidos. No ve más allá de la puerta de su casa, donde yace Lázaro, porque no le importa lo que sucede fuera. No ve con los ojos porque no siente con el corazón. En su corazón ha entrado la mundanidad que adormece el alma», explicó Francisco.

Y continuó: «La mundanidad es como un agujero negro que engulle el bien, que apaga el amor, porque lo devora todo en el propio yo. Entonces se ve solo la apariencia y no se fija en los demás, porque se vuelve indiferente a todo. Quien sufre esta grave ceguera adopta con frecuencia un comportamiento estrábico: mira con deferencia a las personas famosas, de alto nivel, admiradas por el mundo, y aparta la vista de tantos Lázaros de ahora, de los pobres y los que sufren, que son los predilectos del Señor».

Foto: AFP Photo/Vincenzo Pinto

Construir la historia

Con estas palabras, el Papa trazó el semblante a la lógica de la inclusión que es la lógica del amor, la acogida y el encuentro. A fin de cuentas, la lógica de Dios. Y estableció los límites de la lógica del mundo, la que busca el poder y el dinero, la que margina y provoca exclusión. Ya lo ha dicho otras veces Francisco: ambas lógicas tienen consecuencias concretas, personales y sociales.

En esta ocasión subrayó que la mirada de Jesús estuvo siempre enfocada en aquellos que el mundo abandona y descarta. Recordó que el único personaje con nombre propio en sus parábolas pronunciadas es justamente Lázaro, el pobre. El rico, por todos conocido como epulón, en realidad no es identificado en el texto. Para Bergoglio esto no es casual, como tampoco es casual que Lázaro signifique «Dios ayuda».

El hombre rico es, en realidad, un anónimo. «Su vida cae en el olvido, porque el que vive para sí no construye la historia», constató el Papa. Por el contrario, «un cristiano debe construir la historia. Debe salir de sí mismo para construir la historia. Quien vive para sí no construye la historia. La insensibilidad de hoy abre abismos infranqueables para siempre. Y nosotros hemos caído, en este mundo, en este momento, en la enfermedad de la indiferencia, del egoísmo, de la mundanidad», apuntó.

Francisco aseguró que la vida de este hombre se describe como opulenta y presuntuosa, una continua reivindicación de necesidades y derechos hasta el punto de que, incluso después de la muerte, piensa en sí mismo. Comparó esa actitud con la de Lázaro, que manifestó «gran dignidad» ya que de su boca no salieron lamentos, protestas o palabras despectivas.

Instó a aprender la lección y a evitar, como católicos, el alarde de la apariencia y la búsqueda de la gloria. Tampoco se puede estar constantemente tristes y disgustados, prosiguió. «No somos profetas de desgracias que se complacen en denunciar peligros o extravíos; no somos personas que se atrincheran en su ambiente, lanzando juicios amargos contra la sociedad, la Iglesia, contra todo y todos, contaminando el mundo de negatividad. El escepticismo quejoso no es propio de quien tiene familiaridad con la palabra de Dios».

Entonces puso en guardia ante los prejuicios y la cerrazón al transmitir el mensaje cristiano. Sostuvo que a «Dios-Amor» se le anuncia «amando» y no convenciendo con la fuerza, nunca imponiendo la verdad ni, mucho menos, aferrándose con rigidez a alguna obligación religiosa o moral.

«A Dios se le anuncia encontrando a las personas, teniendo en cuenta su historia y su camino. El señor no es una idea, sino una persona viva: su mensaje llega a través del testimonio sencillo y veraz, con la escucha y la acogida, con la alegría que se difunde. No se anuncia bien a Jesús cuando se está triste; tampoco se transmite la belleza de Dios haciendo solo bonitos sermones. Al Dios de la esperanza se le anuncia viviendo hoy el evangelio de la caridad, sin miedo a dar testimonio de él incluso con nuevas formas de anuncio», estableció.

A final de cuentas, apuntó el Papa, quien proclama la esperanza de Jesús es portador de alegría y sabe ver más lejos, tiene horizontes, no un muro que lo encierra; ve más lejos porque sabe mirar más allá del mal y de los problemas.