De ser su padre a ser una visita - Alfa y Omega

De ser su padre a ser una visita

Eduardo entiende que la vida no se rehace, se hace. Y que en estos momento él está llamado a cuidar a sus hijos y a ayudar a otros padres que han pasado por la misma situación. Se ha formado en acompañamiento y en mediación, y lidera un grupo de 50 personas separadas. Con su deje castizo, dice que ha sido «cocinero antes que fraile». Si en algo se ha formado en estos años, ha sido en poner su vida al servicio de los demás

Rocío Solís Cobo
Foto: Rocío Solis

Hay un dolor que está catalogado por los psicólogos como el segundo por detrás de perder a un hijo. Es el dolor que produce separarse de la persona a la que un día dijiste «sí» para siempre. Separarte porque esa persona ha decidido reconsiderar su «sí», y con esa decisión, romper un vínculo que sostenía toda una vida. Es un sufrimiento que tiene muchas aristas, toda la línea de flotación de la persona tocada y hundida. Eduardo llevaba once años casado y tenía dos hijos de 6 y 11 años cuando su mujer le dijo que ella se bajaba del tren que hasta ahora habían conducido juntos.

¿Qué sucede cuando te separas?
Se te desmorona totalmente tu proyecto de vida. Teníamos clarísimo en su momento que queríamos casarnos por la Iglesia para que ese vínculo estuviera bendecido y protegido. No nos casamos hechos unos críos y teníamos muy claro lo que hacíamos. Tu vida es tu mujer y la familia que con ella puedas formar. Tú ya no eres tú, sino otro contigo. Y de repente, cuando explota la bomba, se te rompe todo. Sales deshecho de esta situación. Te tienes que marchar de tu casa. Todo lo que ha sido importante para ti desaparece. Sobre todo los hijos. Hay una palabra aberrante que es el régimen de visitas. Como si fueras un extraño para la familia. En mi casa, cuando era pequeño, quien venía de visita era alguien que no era de la familia y que esperabas que se fuera en algún momento. Así ocurre aquí. Tus hijos dejan de estar contigo.

¿Cómo se llega a eso?
No sé. Porque yo durante mis primeros diez años fui inmensamente feliz. Pero hay un momento en el que mi mujer me dice que ella ya no quiere seguir a mi lado. Que ha perdido la pasión y que quiere otra vida. Y es el momento en el que empiezas a vivir queriendo ser otro, aquel que te imaginas que ella quiere que seas. Y eso es un infierno. Ya estás anulado aunque no lo sepas. Es un dolor inmenso. Y además lo llevas en soledad, porque mantienes la esperanza de que se pueda recuperar.

¿Qué te sostuvo?
Cuando me sentía tan indefenso, me fui a buscar el Evangelio. Me fui a la fuente original, Marcos 10, 2-16, y desde entonces lo llevo encima siempre [Eduardo saca el pasaje y lo lee]. Allí encuentro luz y paz. Allí se sitúa mi conciencia desde entonces. Entiendo que ese párrafo se refiere a mí. Me libera.

¿Dios? ¿Qué papel tiene Él en un sufrimiento causado por la libertad de otra persona?
Mi primera reacción fue de cabreo monumental con Dios. No le quise hablar durante un tiempo. Es verdad que veía separaciones en mi entorno y mi reflexión es que faltaba el vínculo sacramental. «En mi caso es imposible que suceda», me decía, porque tenemos este vínculo muy interiorizado. Pero el primer gran don que concede Dios al hombre es su libertad. No interfiere. Cuando terminas de entender esto, para lo que normalmente te hace falta ayuda de un sacerdote, pensé que era mejor rezar, porque no avanzaba estando así. Y el rezar mío se convirtió en un pedir lo que yo quería, y tuvo que ser otro sacerdote, nueva ayuda de la Iglesia, quien me dijo «No, tío, no sabes rezar: esto no va de pedirle lo que tú quieres. Prueba a pedirle que esté cerca de ti. Incluso si eres valiente, atrévete a pedirle que te dé muestras de ello, vas a ver cuánto te consuela». Yo fui, no sé si atrevido, pero desde luego inconsciente y empecé a rezar en esta línea: «Que sea lo mejor para mi familia, pero sobre todo sostenme en estos días en los que me caigo, y si es posible haz el camino conmigo, porque yo no sé acertar. Me pongo en tus manos. Y si fueras capaz de poner en mi boca palabras que ayuden, pues mejor». Y eso fue un cambio radical. Tuve la osadía de pedirle muestras y me las dio.

¿Te sentiste acompañado?
Sí, por hombres de Iglesia. Veo a la Iglesia especialísimamente interesada e involucrada. Los sacerdotes de a pie comprenden perfectamente la situación y te abren los brazos. Y por mis amigos que se volcaron conmigo. No solo me ayudaron a llegar a fin de mes, porque el coste económico es demoledor, sino que me dieron su tiempo, me abrieron su familia. Los amigos y los hijos son muy importantes.