Cuando el mar es lugar de refugio - Alfa y Omega

Cuando el mar es lugar de refugio

Eva Fernández
Foto: Francisco de las Heras

Vivir con miedo no es vivir. Cuando sabes que un obús puede acabar con tu familia en cualquier momento, cuando escuchas cada día el hambre de tus hijos en una ciudad desabastecida, cuando piensas que tu hija de 8 años puede servir de entretenimiento a los combatientes y has visto morir a tus amigos degollados o quemados vivos por los integristas que te rodean, se entiende que intentes huir desesperadamente para poner a salvo a los tuyos. Se entiende que tras reunir todo el dinero y ver que solo da para uno, te desgarres por dentro al enviar a un destino incierto a tu hijo, solo, sin compañía. Vivir o morir. Esto es lo que a ti o a mí nos hubiera llevado a lanzarnos al mar. Es lo que a la madre de la foto le llevó a coger a su hijo, al que vemos aferrado a su salvador y afrontar una travesía que ha convertido el Mediterráneo en un cementerio sin lápidas. Según Naciones Unidas, en lo que va de año ya han llegado a Italia por vía marítima unos 125.000 refugiados. Desde la atalaya romana donde me encuentro, cada día la guardia costera emite el parte angustioso y frío de ahogados y rescatados. Duelen las sumas, pero mucho más las restas. Sabemos que en Libia, a expensas de las mafias, 235.000 refugiados esperan cruzar el mar Mediterráneo para llegar a Italia. Muchos nos despertamos pensando qué es lo que haremos en el día, y otros si ese día esquivarán la muerte. Algunos, los más afortunados, como la mujer de la foto, han llegado a una de las playas de los abrazos, la única forma de combatir la hipotermia y darse calor. Los voluntarios lo saben. El médico que la atiende lo ha hecho ya miles de veces y le preocupa saber que no se acaba. Lleva ya mucha tristeza digerida. Los rostros de los sanitarios contrastan con el duro espectáculo que están viendo los bañistas. Una jornada más, unos refugiados empapados les han estropeado su día de playa. Lo peor que nos podría pasar es que nos volviéramos insensibles ante esta contabilidad diaria. El día que nos canse oír hablar de refugiados puede que, como decía Chesterton, ya no tengamos más conciencia que cargar.