No esclavos, sino hermanos - Alfa y Omega

No esclavos, sino hermanos

El flagelo cada vez más generalizado de la esclavitud es el tema del Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de la Paz 2015, que se celebra mañana. Éstos son sus párrafos centrales:

Redacción
En un taller mecánico de Dimapur, en la India…

La esclavitud, crimen de lesa humanidad, está oficialmente abolida en el mundo. Sin embargo, todavía hay millones de personas privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud. Me refiero a tantos trabajadores y trabajadoras, incluso menores, oprimidos de manera formal o informal en todos los sectores, desde el trabajo doméstico al de la agricultura, de la industria manufacturera a la minería, tanto en los países donde la legislación laboral no cumple con las mínimas normas y estándares internacionales, como, aunque de manera ilegal, en aquellos cuya legislación protege a los trabajadores.

Pienso también en las condiciones de vida de muchos emigrantes que, en su dramático viaje, sufren el hambre, se ven privados de la libertad, despojados de sus bienes o de los que se abusa física y sexualmente. En aquellos que, una vez llegados a su destino después de un viaje durísimo y con miedo e inseguridad, son detenidos en condiciones a veces inhumanas. Pienso en los que se ven obligados a la clandestinidad por diferentes motivos sociales, políticos y económicos, y en aquellos que, con el fin de permanecer dentro de la ley, aceptan vivir y trabajar en condiciones inadmisibles, sobre todo cuando las legislaciones nacionales crean o permiten una dependencia estructural del trabajador emigrado con respecto al empleador, como por ejemplo cuando se condiciona la legalidad de la estancia al contrato de trabajo… Sí, pienso en el trabajo esclavo.

Pienso en las personas obligadas a ejercer la prostitución, entre las que hay muchos menores, y en los esclavos y esclavas sexuales; en las mujeres obligadas a casarse, en aquellas que son vendidas con vistas al matrimonio o en las entregadas en sucesión, a un familiar después de la muerte de su marido, sin tener el derecho de dar o no su consentimiento.

No puedo dejar de pensar en los niños y adultos que son víctimas del tráfico y comercialización para la extracción de órganos, para ser reclutados como soldados, para la mendicidad, para actividades ilegales como la producción o venta de drogas, o para formas encubiertas de adopción internacional.

Pienso finalmente en todos los secuestrados y encerrados en cautividad por grupos terroristas, puestos a su servicio como combatientes o, sobre todo las niñas y mujeres, como esclavas sexuales.

Causas de la esclavitud

En la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la persona humana que admite el que pueda ser tratada como un objeto. Cuando el pecado corrompe el corazón humano, y lo aleja de su Creador y de sus semejantes, éstos ya no se ven como seres de la misma dignidad, como hermanos y hermanas, sino como objetos.

Junto a esta causa ontológica hay otras que ayudan a explicar las formas contemporáneas de la esclavitud. Me refiero, en primer lugar, a la pobreza, al subdesarrollo y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta de acceso a la educación, o con una realidad caracterizada por las escasas, por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo. Con frecuencia, las víctimas de la trata y de la esclavitud son personas que han buscado una manera de salir de un estado de pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo, para caer después en manos de redes criminales.

Entre las causas de la esclavitud hay que incluir también la corrupción de quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa para enriquecerse. En efecto, la esclavitud y la trata de personas humanas requieren una complicidad que, con mucha frecuencia, pasa a través de la corrupción de los intermediarios, de algunos miembros de las fuerzas del orden, o de otros agentes estatales, o de diferentes instituciones, civiles y militares.

Otras causas de la esclavitud son los conflictos armados, la violencia, el crimen y el terrorismo. Muchas personas son secuestradas para ser vendidas o reclutadas como combatientes, o explotadas sexualmente, mientras que otras se ven obligadas a emigrar, dejando todo lo que poseen e incluso la familia. Éstas últimas se ven empujadas a buscar una alternativa a esas terribles condiciones, aun a costa de su propia dignidad y supervivencia, con el riesgo de entrar, de ese modo, en ese círculo vicioso que las convierte en víctimas de la miseria, la corrupción y sus consecuencias perniciosas.

Compromiso común

Con frecuencia, tenemos la impresión de que todo esto tiene lugar bajo la indiferencia general. Aunque, por desgracia, esto es cierto en gran parte, quisiera mencionar el gran trabajo silencioso que muchas congregaciones religiosas, especialmente femeninas, realizan en favor de las víctimas. Estos Institutos trabajan en contextos difíciles, a veces dominados por la violencia, tratando de romper las cadenas invisibles que tienen encadenadas a las víctimas a sus traficantes y explotadores; cadenas cuyos eslabones están hechos de sutiles mecanismos psicológicos, que convierten a las víctimas en dependientes de sus verdugos, a través del chantaje y la amenaza, a ellos y a sus seres queridos, pero también a través de medios materiales, como la confiscación de documentos de identidad y la violencia física.

Este inmenso trabajo merece el aprecio de toda la Iglesia y de la sociedad. Pero, por sí solo, no es suficiente para poner fin al flagelo de la explotación de la persona humana. Se requiere también un triple compromiso a nivel institucional de prevención, protección de las víctimas y persecución judicial contra los responsables. Además, como las organizaciones criminales utilizan redes globales para lograr sus objetivos, la acción para derrotar a este fenómeno requiere un esfuerzo conjunto y también global.

Los Estados deben vigilar para que su legislación nacional en materia de migración, trabajo, adopciones, deslocalización de empresas y comercialización de los productos elaborados mediante la explotación del trabajo, respete la dignidad de la persona. Las organizaciones intergubernamentales, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, están llamadas a implementar iniciativas coordinadas para luchar contra las redes transnacionales del crimen organizado. Las empresas tienen el deber de garantizar a sus empleados condiciones de trabajo dignas y salarios adecuados, pero también han de vigilar para que no se produzcan en las cadenas de distribución formas de servidumbre o trata de personas. A la responsabilidad social de la empresa hay que unir la responsabilidad social del consumidor. Pues cada persona debe ser consciente de que «comprar es siempre un acto moral, además de económico» (cf. Benedicto XVI, encíclica Caritas in veritate, 66).

Cuando se admite que la persona humana puede ser tratada como un objeto…

Las organizaciones de la sociedad civil, por su parte, tienen la tarea de sensibilizar y estimular las conciencias acerca de las medidas necesarias para combatir y erradicar la cultura de la esclavitud. En los últimos años, la Santa Sede, acogiendo el grito de dolor de las víctimas de la trata de personas y la voz de las congregaciones religiosas que las acompañan hacia su liberación, ha multiplicado los llamamientos a la comunidad internacional, para que los diversos actores unan sus esfuerzos y cooperen para poner fin a esta plaga. Además, se han organizado algunos encuentros con el fin de dar visibilidad al fenómeno de la trata de personas y facilitar la colaboración entre los diferentes agentes, incluidos expertos del mundo académico y de las organizaciones internacionales, organismos policiales de los diferentes países de origen, tránsito y destino de los migrantes, así como representantes de grupos eclesiales que trabajan por las víctimas. Espero que estos esfuerzos continúen y se redoblen en los próximos años.

Globalizar la fraternidad

En esta perspectiva, deseo invitar a cada uno, según su puesto y responsabilidades, a realizar gestos de fraternidad con los que se encuentran en un estado de sometimiento. Preguntémonos, tanto comunitaria como personalmente, cómo nos sentimos interpelados cuando encontramos o tratamos en la vida cotidiana con víctimas de la trata de personas, o cuando tenemos que elegir productos que, con probabilidad, podrían haber sido realizados mediante la explotación de otras personas. Algunos hacen la vista gorda. Otros, sin embargo, optan por hacer algo positivo, participando en asociaciones civiles, o haciendo pequeños gestos cotidianos –que son tan valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un Buenos días, o una sonrisa, que no nos cuestan nada, pero que pueden dar esperanza, cambiar la vida de una persona que vive en la invisibilidad, e incluso cambiar nuestras vidas en relación con esta realidad.

Debemos reconocer que estamos frente a un fenómeno mundial que sobrepasa las competencias de una sola comunidad o nación. Para derrotarlo, se necesita una movilización de una dimensión comparable a la del mismo fenómeno. Por esta razón, hago un llamamiento urgente a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y a todos los que, de lejos o de cerca, incluso en los más altos niveles de las instituciones, son testigos del flagelo de la esclavitud contemporánea, para que no sean cómplices de este mal, para que no aparten los ojos del sufrimiento de sus hermanos y hermanas en humanidad, privados de libertad y dignidad.

Sabemos que Dios nos pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu hermano? (cf. Gn 4,9-10). La globalización de la indiferencia, que ahora afecta a la vida de tantos hermanos y hermanas, nos pide que seamos artífices de una globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que les dé esperanza y les haga reanudar con ánimo el camino.