Nueva Doctora de la Iglesia - Alfa y Omega

Nueva Doctora de la Iglesia

Benedicto XVI declarará el domingo Doctora de la Iglesia, junto a san Juan de Ávila, a santa Hildegarda de Bingen, una abadesa alemana de la Edad Media. Será la cuarta Doctora de la Iglesia. Pablo VI declaró Doctoras a santa Teresa de Jesús y santa Catalina de Siena; y Juan Pablo II, a santa Teresa de Lisieux

Gerardo del Pozo Abejón
Imagen de santa Hildegarda. Iglesia de Bingen am Rhein, Alemania.

Desde su muerte, Hildegarda de Bingen ha sido venerada como santa en Alemania, especialmente dentro de la Orden benedictina. El proceso de canonización fue interrumpido. Como paso previo a la actual declaración, el 10 de mayo pasado, Benedicto XVI la declaró santa por equivalencia, es decir, extendió preceptivamente a la Iglesia universal su culto litúrgico.

Hildegarda nació el 16 de septiembre de 1098 y murió el 17 de septiembre de 1179, en el monasterio de Bingen. Perteneció a una familia noble y numerosa. A los ocho años, fue encomendada a los cuidados de la maestra Judith de Spanheim, en el monasterio benedictino de San Disibodo. Cuando murió Judith, fue llamada por sus Hermanas a sucederla como maestra (priora o abadesa). Puso al servicio de esa tarea sus dotes de mujer culta, espiritualmente elevada y capaz de afrontar con competencia los aspectos organizativos de la vida claustral. Como llamaban muchas jóvenes a las puertas del monasterio, decidió abrir otro en Bingen. Llamaba la atención el modo de ejercer su ministerio: suscitando emulación en la práctica del bien: Madre e hijas competían en amarse y en servirse mutuamente.

La verdad de Dios

Hildegarda fue una personalidad multifacética: visionaria, mística, profetisa, médica, compositora y escritora. Su voz y sus juicios eran escuchados allende los muros del monasterio. Es un ejemplo del carisma profético femenino que tiene en María su inicio y prototipo, y ha ejercido gran influjo en la historia de la Iglesia. Son profetisas, no porque anunciaran acontecimientos futuros, sino porque dijeron la verdad de Dios para su tiempo con la fuerza del contacto inmediato con Él. Con ella iluminaron el presente, pero arrojaron luz también sobre el futuro. No sobre sus detalles, pero sí sobre la dirección en el camino de la Iglesia hacia Dios. Baste recordar a Catalina de Siena o Brígida de Suecia, que despertaron a la Iglesia de su tiempo adormecida para lo esencial por luchas intestinas, y la orientaron hacia la unidad, la humildad, el valor del Evangelio y la evangelización.

Santa Hildegarda de Bingen puede ser incluida con toda justicia entre las profetisas comprometidas en la reforma de la Iglesia. Supo hablar de Dios y de los misterios de la fe desde su experiencia y su peculiar inteligencia y sensibilidad; recordar la verdad de Dios ante obispos y gobernantes de un modo que nos hace pensar en los profetas del Antiguo Testamento; y mostrar de modo atractivo el camino hacia Dios en su tiempo mediante su amor por la creación, su medicina, su poesía, su música, y, sobre todo, su amor apasionado a Cristo y a su Iglesia, herida también entonces por los pecados de los sacerdotes y de los laicos, pero muy amada en cuanto Cuerpo de Cristo. Mientras los cátaros proponían el cambio de las estructuras, ella recordaba que la verdadera reforma de la Iglesia sólo se hace con un espíritu de penitencia y conversión. Exhortaba a todos, pero sobre todo a las comunidades monásticas y al clero, a una vida conforme a su vocación divina.

Tres son sus escritos principales: Scivias (conoce los caminos de Dios), Libro de los méritos de la vida, y Libro de las obras divinas. Contienen, sobre todo, las visiones místicas que tuvo desde niña, relativas a la historia de la salvación y expresadas con lenguaje poético y simbólico. La visión central que ilumina desde dentro la Historia y el cosmos es el matrimonio místico entre Dios y la Humanidad iniciado en la Encarnación, consumado en el árbol de la cruz y prolongado en la fecundidad de la Iglesia con sus nuevos hijos. Para discernir sobre la autenticidad de sus visiones, se puso en contacto con san Bernardo de Claraval, la figura que gozaba entonces de la máxima estima en la Iglesia. Mostró así el sello inconfundible de la autenticidad de su experiencia: todo don dado por el Espíritu tiene que contribuir a la construcción de la Iglesia, la cual, a través de sus pastores, reconoce su autenticidad.