El sentido de la Navidad - Alfa y Omega

El sentido de la Navidad

¿Qué celebramos en Navidad? ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver conmigo lo que sucedió hace unos 2.000 años en Palestina? Don Alfonso López Quintás, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, responde a estas preguntas

Alfonso López Quintás
Virgen con el Niño Jesús en brazos (Siglo XVII), Carlo Maratta

Preguntada Chiara Lubich, la carismática fundadora de los Focolares de la Unidad: ¿Qué es para ti Jesucristo?, respondió con toda decisión: ¡Es todo! En efecto, Jesucristo es la esencia del cristianismo; su principio y su meta. Jesús no vino sólo a mostrarnos el camino para ir al Padre; nos dijo: «Yo soy el camino». No se encarnó para indicarnos dónde se halla la verdad; nos confesó: «Yo soy la verdad». No se limitó a enseñarnos cómo lograr una vida plena; nos manifestó: «Yo soy la vida». No se esforzó en revelarnos quién es el Padre; Él era la revelación viva del Padre. Quien le ve a Él ve al Padre; quien se une a Él está en la verdad; quien vive unido a Él tiene vida eterna. Por eso repite san Pablo, una y otra vez, que debemos «estar en Cristo». No hemos de pasar a través de Él hacia el Padre. Quedándonos en Él, estamos en el Padre. Este horizonte de grandeza espiritual nos lo abre la Navidad.

Suele decirse que el cristianismo aporta un mensaje de amor. Cierto, pero del amor del Padre revelado en Cristo, no de otro. Comunica un mensaje de entrega y servicio, pero un servicio como el realizado por Cristo, no de otro tipo. Transmite un mensaje de vida comunitaria, tal como la vivió Cristo, no de otra forma. La existencia cristiana no consiste sólo en hacer el bien, ser justos y solidarios, sino en seguir a Jesús y cumplir su mandamiento del amor. Sorprende observar cómo centra Jesús en su persona la vida religiosa de sus discípulos. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos»; «El que entregue su vida por mí y por el Evangelio, ése se salvará»; «Pues a todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos».

Jesús es el punto céntrico de nuestra vida religiosa, pero, al centrarnos en Él, nos abrimos al Padre y al Espíritu Santo y ensanchamos hasta el infinito nuestros espacios interiores: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y pondremos nuestra morada en él». Esta promesa inspiró, durante siglos, la más excelsa mística cristiana, bien consciente de que, al tomar a Dios como el impulso y la meta de la vida, pasa de ser para nosotros algo infinitamente lejano, a sernos «más íntimo que nuestra propia intimidad», como dijo genialmente san Agustín. Nada nos es más íntimo que lo que constituye el principio de nuestra actividad personal. Con razón dijo san Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí».

Si Jesús es el centro de nuestra vida, experimentamos una maravillosa transfiguración, nos convertimos en una criatura nueva, orientada decididamente hacia Su ideal, que fue cumplir en todo momento, por amor, la voluntad del Padre. Entonces comprendemos que amar a Dios y a los hermanos es pasar de la muerte a la vida, según la expresión escultórica de san Juan, en su primera Carta. Esta transfiguración nos permite ver nuestra existencia con otros ojos: descubrimos la gran clave de orientación que nos dio Jesús al decirnos que «el que retenga su vida la pierde, y el que la dé la gana». Dar la vida significa morir al egoísmo; y tal muerte anuncia la resurrección a una vida nueva, transfigurada. Esa afirmación del Señor es paradójica en el nivel humano, pero resulta perfectamente lógica en el nivel divino. San Pablo nos desveló esta misteriosa vinculación de muerte y vida: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con Él, en gloria».

Al sentir vivamente este misterioso nexo entre muerte y resurrección, ganamos luz para comprender el verdadero sentido de la vida, el valor redentor del dolor, el carácter de encuentro con Dios que ostenta la muerte del creyente. Esto nos da una gran libertad interior para superar las penalidades diarias y no sucumbir a la tristeza. Por eso, san Pablo pedía a sus fieles que estuvieran siempre alegres, pues «la alegría -como bien dijo el gran Bergson- es signo de que la vida ha triunfado». Y no hay mayor triunfo que vivir unidos en nombre de Jesús, y conseguir así que Él esté presente entre nosotros, con un tipo de presencia que otorga a cada uno de nuestros instantes una plenitud infinita. Esta vida de unión con Jesucristo -y, en Él, con el Padre y el Espíritu Santo- nos devuelve al estado de paraíso, perdido cuando el hombre quiso autonomizarse respecto al Creador.

Este retorno a la unión paradisíaca con el Creador, y la luz que irradia ese encuentro y la alegría que suscita en lo más profundo de nuestro ser…, se lo debemos a la Navidad. Cuando nos felicitemos estas fiestas, ya sabemos bien por qué lo hacemos. Y las festejaremos en toda circunstancia, venturosa o desgraciada, en unión con María, la Madre de Jesús, que supo celebrar gozosamente la primera Navidad en el desamparo de Belén.