La televisión de la banalidad - Alfa y Omega

La televisión de la banalidad

El autor del artículo es profesor de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Comunicación, de la Universidad CEU San Pablo, y nos trae los últimos datos sobre consumo televisivo: los españoles vemos más de tres horas y media de televisión cada día

Colaborador

Los españoles consumimos el año pasado 217 minutos de televisión por habitante y día. Esto significa que, al menos estadísticamente, después del trabajo y el descanso, la tercera actividad del español es ver televisión. O mejor dicho, consumir televisión. Estos datos proceden de Eurodata, la empresa mundial que, anualmente, realiza un informe sobre tendencias y consumo de televisión en el mundo, y fueron presentados la primavera pasada en París.

Estamos lejos de los 311 minutos con los que los japoneses encabezan el ranking mundial, o de los 271 de los norteamericanos, si bien hay que argumentar que, en esos países, las nuevas tecnologías han cambiado notablemente los mercados de la televisión y han contribuido a ampliar la información y el entretenimiento, complementando la oferta con algunos tipos de servicio. No es el caso de Argentina, tercera en la clasificación con 266 minutos.

¿Tan importante es la televisión, o sus mensajes, para que le dediquemos tanto tiempo? Neil Postman ya afirmaba, en su conocido ensayo Divertirse hasta morir, ese espíritu de showmatizarlo todo que tiene la televisión. Todo se convierte en espectáculo. Y, para captar la atención del respetable, vale todo. Educados en el consumismo de hoy, la televisión se ha convertido en un gran supermercado, y en una escuela de estilos y formas de vida. Es un supermercado por la prevalencia de la publicidad sobre los contenidos, ya que éstos son el anzuelo para que la gente consuma los otros. Hoy, se vende tanto la figura de un político como la de un detergente. Por otra parte, formas y modos de vida que no se daban en la sociedad se imponen, de manera capilar y rápida, gracias a los estereotipos que determinadas series de ficción televisiva contribuyen a crear.

Estamos ante un reto tecnológico que ha hecho cambiar de piel a la televisión, salir de su caja o cascarón para introducirse en otros soportes, como son, por ejemplo, los teléfonos móviles de nueva generación. La digitalización abre nuevas posibilidades, pero, en cuanto a contenidos, la imaginación parece haberse agotado. Seguimos aprovechándonos del filón de esa televisión de la banalidad, que se caracteriza por encumbrar aquello que objetivamente carece de importancia, lo banal, ordinario o corriente, convirtiéndolo en el alimento diario para consumir.

El denominado reality ha desbancado a géneros enteros para hibridarlos y convertirse en algo más que un género televisivo, un macrogénero, en la medida en que no sólo afecta a programas concretos que tienen su día de emisión, sino que irradian con sus contenidos otras franjas horarias, siempre las más débiles de esa cadena, para conseguir la audiencia, el preciado botín por el que todo se sacrifica.

Muchos de estos programas, por no decir su totalidad, responden a ese tipo de televisión banal. Son largos programas en los que se enfrentan, de manera astuta y premeditada, personajes, muchos de ellos ya entrenados para el tema, siguiendo un guión perfecto, con una reglas del juego más que calculadas.

El problema no radica solamente en que se produzca este tipo de televisión, que se denomina telebasura, sino qué tiene para que la gente lo consuma. Evidentemente, son fórmulas que se basan en las experiencias de la propia historia televisiva. Basta remontarse a Estados Unidos en la época de los 50, para ver cómo surgieron las primeras tentaciones para amañar los concursos, en lo que se denominó el escándalo de los concursos, y que, de modo magistral, plasmó Robert Redford en su película Quiz show. Ahora, ya no se trata tanto de orquestar un engaño televisivo, sino de hacer que la gente lo vea, con lo que el grado de lo morboso se aplica de manera indiferenciada. Sucede lo mismo con la crónica rosa, cuyos programas en nuestro país son verdaderamente repugnantes.

Una simple mirada al consumo televisivo de los principales países, expresado en este cuadro, nos puede hacer reflexionar sobre nuestra teledependencia. Y si queremos tener un argumento de mayor peso, no hay más que multiplicar esas tres horas y media por treinta días de cada mes, y después, por los doce meses del año. El resultado nos puede hacer reflexionar; no en vano las matemáticas son una ciencia exacta.

José Ángel Cortés Lahera

¿Qué nos pasa?

¿Qué tipo de patología existe para que millones de espectadores pierdan horas de su vida contemplando eso? La riqueza de experiencias vitales, incluida la de ver buenos programas de televisión, que los hay, pasa por una mayor atención a la familia, la buena lectura, el pasear, el acudir a otros espectáculos. Pero, ¿cómo se puede hacer esto, si las escasas horas que nos quedan al día las pasamos viendo sólo la televisión? Esas patologías que se han detectado hace ya años en Estados Unidos, especialmente entre jóvenes, han dado como resultado fenómenos como los couch potato (patata de sofá), o los videovegetable (verduras del vídeo). Llegado a este punto, recuerdo el cuento de Collodi. El pobre Pinocho se embrutecía en aquel fantástico parque para chicos donde todo estaba permitido; era la simple trampa para hacerles crecer las enormes orejas de burro, que es en lo que se convertirían con el tiempo.