«Y ahora, demos gracias a Dios» - Alfa y Omega

«Y ahora, demos gracias a Dios»

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Edmund Hillary y Tenzing Norgay, tras alcanzar el Everest, el 29 de mayo de 1953. Foto: AP Photo

«El hombre es por naturaleza un ser religioso, y siempre tiene una referencia a Dios. Los aventureros y exploradores se han embarcado en asuntos muy complicados y, cuando aparecen las dificultades, surge de manera natural pedir ayuda al Único que saben que les puede ayudar. Hay muchos que dicen que no practican, pero que en las necesidades y en la dificultad lo que hacen es pedir ayuda a Dios». Quien habla es Pedro Estaún, sacerdote, montañero y autor del libro Los aventureros y Dios (Editorial Bendita María), en el que se esbozan las inquietudes religiosas de hombres como el doctor Livingstone, el misionero anglicano que descubrió las fuentes del Nilo; Edmund Hillary, el primer hombre en pisar el Everest, y que enterró en la nieve un pequeño crucifijo al hacer cumbre; su sherpa Tenzing Norgay, quien afirmó sentir en la cima del mundo «una gran proximidad de Dios», o Edwin Aldrin, el astronauta del Apolo XI que después de pisar la luna leyó para todos los técnicos de la NASA unos versículos del Evangelio según san Juan.

Toda expedición entraña buena parte de riesgo, por lo que «muchos aventureros recurren a Dios en los momentos de necesidad, en especial cuando se ven expuestos a la muerte», explica Estaún. En cambio, otros con una vida de fe más afianzada «dan gracias a Dios por sus aventuras y elevan su corazón a Él».

Más o menos conscientemente, Dios se ha colado en las más conocidas expediciones de aventureros y exploradores ilustres, como en la de Roald Amundsen, cuyo mayor deseo en la vida era ser el primer hombre en alcanzar el Polo Norte. Al conseguirlo Peary primero, Amundsen se planteó como objetivo el Polo Sur, el punto más diametralmente opuesto a sus aspiraciones iniciales. Lo consiguió el 14 de diciembre de 1911, y lo primero que le salió fue decir: «Ahora debemos dar gracias a Dios».

Ernest Shackleton, el primer explorador en alcanzar el Polo Sur magnético y atravesar la Antártida, se quedó bloqueado durante 20 meses en el Polo junto a parte de su expedición y tuvo que realizar junto a otros dos compañeros una penosa marcha a través del hielo. Al terminarla escribió: «La Providencia nos ha guiado. A menudo me pareció que no éramos tres, sino cuatro los que caminábamos», una sensación compartida también por sus colegas. Ya a salvo, exclamó: «Hemos visto a Dios en su esplendor, y oído el texto que ofrece la naturaleza. Hemos alcanzado el alma desnuda del hombre».

La certeza de la Providencia que alcanzó Shackleton la descubrieron otros muchos aventureros a lo largo de la historia, «aceptando que tiene que haber algo que nos gobierna y nos dirige, reconociendo que los acontecimientos no suceden de manera espontánea y sin control. En el fondo es aceptar que Dios está por encima de nosotros», afirma Pedro Estaún.

Expedición de Admusen. Foto: Norwegian Polar Institute

La aventura de la fe

Pero también hay en la historia de la aventura espacio para personajes de honda raigambre religiosa, como el beato Carlos de Foucauld, el primer europeo en explorar los entonces inhóspitos territorios de Argelia y Marruecos. Disfrazado de rabino judío para no ser descubierto, tras convertirse acabó sus días como ermitaño en el desierto del Sáhara.

De manera especial, Estaún menciona a Guadalupe Escudero, una escaladora española profesional acostumbrada a subir los sietemiles del Himalaya, «que se declaraba atea, pero reconocía que la majestuosidad de la naturaleza le hacía reflexionar. En cierto momento viajó a una misión en Ruanda a ayudar, porque muchos aventureros son muy altruistas y generosos, y allí tuvo una conversión al cristianismo, hasta el punto de hacerse religiosa años después. Era una aventurera muy lanzada que empezó a descubrir a Dios en la naturaleza. Y así ha pasado con muchos que se han encontrado a Dios en la montaña, o en el mar o en sus viajes por el mundo». Por eso el autor concluye con un consejo que daba san Agustín, uno de los mayores aventureros del espíritu, cuando uno se encuentra con la inmensidad y belleza de la naturaleza: «Admira lo creado y alaba al Creador».