Cuando los perros salen del sótano - Alfa y Omega

Cuando los perros salen del sótano

Javier Alonso Sandoica

Hay un cuento absolutamente maravilloso de Julio Cortázar, al que siempre recurro inconscientemente cuando disfruto de una gran representación, un concierto, una obra de teatro, lo que fuere. Hay que ser realmente idiota para, así se llama ese relato breve, con tamaño suspenso en su final. En resumen, el argentino dice que, cuando una expresión de belleza te llega muy adentro, el entusiasmo y el asombro obstaculizan un juicio demasiado escrupuloso, y te vuelves un idiota feliz, alguien mudo que ha sido tocado por una gracia inmerecida. Entonces, «me lleno de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más».

En mi top ten de lecturas ubico siempre La muerte en Venecia, de Thomas Mann. Las veces que he recurrido a su lectura me ha pasado eso mismo del sauce interior, que va creciendo dentro. Es la historia del escritor Gustav Aschenbach, el hombre más disciplinado sobre la faz de la tierra. Su escrupulosa austeridad jamás le condujo al ocio, ni siquiera rozó las alegrías de la juventud. Su acción predilecta es ponerse en resistencia. El signo de su conducta un puño cerrado, no una mano abierta, como Thomas Mann escribirá bellamente. Cuando llega a Venecia, algo se despierta en el interior del escritor, y los perros que tenía bien atados en el sótano de su vida se desbocan. No sabe muy bien a qué atribuir el hechizo de sus sentidos por un muchacho polaco al que contempla en la playa del Lido. Quizá a la placentera regularidad de una existencia sin horarios, a la embriaguez del sol… Hay una escena onírica en la que el protagonista se ve poseído por un dios extranjero, el dios del frenesí.

Benjamin Britten se sirve de la obra de Mann para poner música a su última ópera, que estos días se ha podido ver en el Teatro Real de Madrid. Muchos dicen que a Britten le pierde la frialdad, pues a mí me tiene bien ganado y se me escapan las razones, soy como el idiota de Cortázar, tan mudo y tan feliz. El inglés ha sabido dibujar una partitura muy sobria a esa vida contenida, más aún, reprimida, propia de una formación puritana con pánico a la libertad. Y que en vez de considerar el mundo como la gracia natural de un Dios generoso, es ocasión de tentación y cierre de postigos de todas las ventanas al exterior. Con ello se elude el disfrute y su consecuencia, la alabanza a su Autor.