Jesucristo, salvador del hombre y esperanza del mundo - Alfa y Omega

Jesucristo, salvador del hombre y esperanza del mundo

Cuando se han cumplido cincuenta años de la clausura del Concilio II del Vaticano y desde la creación de nuestra Conferencia Episcopal, nos dirigimos a cuantos tenemos cerca y a cuantos se han alejado, para decirles a todos: Jesucristo es el salvador del hombre y la esperanza del mundo

Agustín del Agua
Agustín del Agua (a la derecha) durante la presentación de Jesucristo, salvador del hombre y esperanza del mundo. Foto: CEE

La Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal aprobó en su última sesión, celebrada en abril, la instrucción pastoral Jesucristo, salvador del hombre y esperanza del mundo, presentada por la Comisión Episcopal de la Doctrina de la Fe. En su introducción recuerda cómo surge de la «urgencia» de los obispos por «comunicar la salvación al hombre de hoy y salir a su encuentro, respondiendo con la predicación y la actividad apostólica y pastoral a los retos de nuestro tiempo».

Si Cristo fuera un profeta más, y todas las religiones fueran iguales, ¿qué sentido tienen el Evangelio y la Iglesia? Esta instrucción pastoral parte de la declaración Dominus Iesus (Doctrina de la Fe, 2000) que reafirmó para nuestro tiempo el carácter único y universal de la salvación traída por Cristo. En «una cultura que arrincona a Dios en la vida privada y lo excluye del ámbito público», la instrucción afirma que Cristo y su Iglesia son la puerta que abre el camino a la salvación. En este sentido, el texto señala que «es imposible encerrar la fe en Cristo en el reducto interior de la conciencia, como no es posible separar lo que el ser humano cree de aquello que hace, ni la fe religiosa del comportamiento público de quienes la profesan».

En el segundo capítulo, continuando la enseñanza de la Iglesia, se afirma cómo Jesucristo revela la verdad de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por esta razón, «cuando se evita hablar de su divinidad y se presenta a Jesús como un creyente fiel o como un hombre buscador de Dios, además de negar la veracidad del testimonio histórico transmitido fielmente por los evangelios, se deforma la verdadera identidad de Jesús como el Hijo de Dios encarnado».

Por ello, se concluye en el capítulo tercero, en primer lugar, la afirmación de la unicidad y universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo. Cristo es, en efecto, el único salvador y lo es para todos los hombres. Se trata de una verdad que está en la base misma del cristianismo. En segundo lugar, que la Iglesia fundada por Cristo subsiste plenamente solo en la Iglesia católica, mientras que más allá de sus confines visibles se puede hallar algunos elementos de santificación y verdad propios de la misma Iglesia. Y en tercer lugar, que la salvación de toda persona proviene de Cristo por el Espíritu Santo y a través de la Iglesia: una mediación salvífica de la Iglesia que, en el caso de los no cristianos, se realiza por vías que no conocemos.

Ha resucitado

El fundamento de las afirmaciones sobre Jesucristo reside en el acontecimiento histórico de la resurrección. Si Jesús no hubiera resucitado, su pretensión solo habría tenido por respuesta el silencio de Dios. Sin la resurrección, la fe en Jesús no podría sostenerse más que como creación subjetiva de los discípulos. La fe como interpretación de la historia de Jesús de Nazaret, difícilmente podría superar el escollo de su fracaso en el sepulcro. El mismo san Pablo percibió cómo la razón de ser de su actividad apostólica se legitimaba por su encuentro con el Resucitado: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» (1 Cor 15,14).

El triunfo de Jesús sobre la muerte abre el curso del mundo a la esperanza transcendente. Cristo, al extender sus brazos en la cruz para subir al Padre y ser glorificado «sentándose a su derecha», como recitamos en el credo, ha abierto el acontecer del mundo a la novedad que lo libera de su destino de muerte inexorable. La fe nos abre al misterio de la cruz de Jesús «sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado» (Rom 6, 6). Al cargar sobre sí los dolores de la humanidad herida y victimada, Jesús lavó en su muerte los pecados del mundo y conjuró para siempre el sinsentido del sufrimiento de todos los inocentes. Si Dios hubiera abandonado a Jesús en la cruz y no lo hubiera resucitado del sepulcro, la injusta e ignominiosa ejecución de Jesús, que siguió a su cruel tortura, hubiera quedado sin la respuesta de Dios; y con este silencio divino también habríamos perdido la resurrección de la carne y la vida eterna. Por esto, la realidad de la resurrección de Jesús arroja la luz que ilumina la existencia y la esperanza del triunfo definitivo de la justicia y del bien frente al poder de la iniquidad y el misterio del mal.

Quienes hemos tenido la dicha de conocerle, sabemos que, en verdad, «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» (Heb 13, 8) y en Él está el futuro de la humanidad redimida en su sangre. Por eso, cuando se han cumplido 50 años de la clausura del Concilio II del Vaticano y los mismos años transcurridos desde la creación de nuestra Conferencia Episcopal, instrumento inestimable de ayuda colegial recibido del Concilio por quienes nos precedieron en la sucesión apostólica, nos dirigimos a cuantos tenemos cerca y con ellos somos miembros de la Iglesia, y a cuantos se han alejado, para decirles a todos: Jesucristo es el salvador del hombre y la esperanza del mundo.

Agustín del Agua
Director de la Comisión Episcopal de la Doctrina de la Fe