¡Gloria a Dios...! - Alfa y Omega

¡Gloria a Dios...!

Alfa y Omega

«El don precioso de la Navidad es la paz y Cristo es nuestra Paz verdadera»: así dijo el Papa Francisco, el pasado domingo, en la oración del ángelus, y así se destaca en la portada de este número de Alfa y Omega, luminosa evocación de aquella, espontánea Tregua de Navidad en la Nochebuena de hace hoy, exactamente, cien años. El Papa Benedicto XV, elegido sucesor de Pedro tan sólo hacía tres meses, y ya iniciada la Gran Guerra, el 7 de diciembre de 1914, había pedido una tregua -intento que fue rechazado oficialmente- entre los Gobiernos beligerantes, diciéndoles «que las armas podrían caer en silencio por lo menos en la noche en que los ángeles cantaron ¡Paz en la tierra!». Y el mismo día 24, con ocasión de su primer encuentro con el Colegio cardenalicio, el Santo Padre, tras lamentar que no tuvo éxito Nuestra cristiana iniciativa de que, «al menos en las pocas horas dedicadas a la memoria de la Divina Navidad», cesara el mortal fuego de las armas, no dejó de insistir en su llamada a la tregua que, poco después de su discurso, que el cielo sin duda escuchó, empezaba a hacerse realidad en el frente de batalla.

El 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos, Benedicto XV firmaba su primera encíclica, Ad beatissimi apostolorum, y ya en las primeras líneas evoca su sentir al ser elegido sucesor de Pedro, el 6 de septiembre: «Apenas Nos fue dado contemplar de una sola mirada, desde la altura de la dignidad Apostólica, el curso de los acontecimientos, al ofrecerse a Nuestros ojos la triste situación de la sociedad civil, Nos experimentamos un acerbo dolor. Y ¿cómo podría nuestro corazón de Padre común de todos los hombres dejar de conmoverse profundamente ante el espectáculo que presenta Europa, y con ella el mundo entero, espectáculo el más atroz y luctuoso que quizá ha registrado la historia de todos los tiempos? El tristísimo fantasma de la guerra domina por doquier, y apenas hay otro asunto que ocupe los pensamientos de los hombres». Y añade el Papa su sabio juicio: «Poderosas y opulentas son las naciones que combaten; ¿cómo extrañarse de que, bien provistas de los horrorosos medios que, en nuestros tiempos, el arte militar ha inventado, se destruyan mutuamente en gigantescas carnicerías? No tienen por eso límite ni las ruinas, ni la mortandad; cada día la tierra se empapa con nueva sangre y se llena de muertos y heridos. ¿Quién diría -continúa en su razonable reflexión- que los que así combaten tienen un mismo origen, participan de una misma naturaleza, y pertenecen a la misma sociedad humana? ¿Quién los reconocería como hermanos, hijos de un mismo Padre que está en los cielos?».

Antes de dirigirse a todos los Sagrados pastores con una encíclica, «como es costumbre de los Romanos Pontífices en el inicio de su Apostolado» -la aplazó, como se ve, casi dos meses-, tan sólo dos días después de su elección, en la fiesta de la Natividad de la Virgen María, 8 de septiembre de 1914, Benedicto XV se dirige a todos los católicos del mundo con la Exhortación apostólica Ubi primum, porque -explica- «no podemos no recoger la última palabra que Nuestro Predecesor Pío X , ya próximo a morir, expresó al primer estallido de esta guerra, animado por apostólica solicitud y por amor al género humano: así como hizo él con tanto ardor, exhortamos y suplicamos a todos los hijos de la Iglesia, que prosigan, insistan, se esfuercen en implorar a Dios, árbitro y señor de todas las cosas, para que, recordando su misericordia, aleje este flagelo de la ira con el que hace justicia de los pecados de los pueblos».

No olvidaba el Papa su sabio juicio sobre el momento que estaba viviendo Europa, y todo el mundo, que explicita en la encíclica del 1 de noviembre, observando que el mal viene de lejos: «Desde que se han dejado de aplicar en el gobierno de los Estados la norma y las prácticas de la sabiduría cristiana, que garantizaban la estabilidad y la tranquilidad del orden, comenzaron, como no podía menos de suceder, a vacilar en sus cimientos las naciones y a producirse tal cambio en las ideas y en las costumbres, que, si Dios no lo remedia pronto, parece ya inminente la destrucción de la sociedad humana». Más de uno calificaría a Benedicto XV de tremendo catastrofista, y sin embargo sus palabras no pueden ser más certeras ni, después de cien años, de la máxima actualidad: «He aquí los desórdenes que estamos presenciando: la ausencia de amor mutuo en la comunicación entre los hombres; el desprecio de la autoridad de los que gobiernan; la injusta lucha entre las diversas clases sociales; el ansia de los bienes pasajeros, como si no hubiera otros, y ciertamente mucho más excelentes, propuestos al hombre para que los alcance. En estos cuatro puntos -concluye- se contienen, según Nuestro parecer, otras tantas causas de las gravísimas perturbaciones que padece la sociedad humana».

Sí, la ruptura con las raíces cristianas es la causa de los males de Europa, y del mundo, de las guerras del pasado siglo, y ésta actual por partes, como la define el Papa Francisco. Pues no puede haber paz para los hombres, ni esperanza de esos bienes mucho más excelentes, más que dando Gloria a Dios, al Único que puede darlos, unidos al canto de los ángeles porque, con su Hijo Jesucristo, ya están en la tierra.