«No te olvides»: Estaba en la cárcel y me visitaste - Alfa y Omega

Hace tiempo que os tenía que haber escrito. Os dije la última vez que lo haría. No he dejado de pensar en vosotros, en los internos y en todos los que hacen posible que la vida de los que estáis privados de libertad sea más humana dentro de los límites que tiene estar ahí. Aquel «no te olvides de nosotros, arzobispo» que algunos me dijisteis me llegó a lo más profundo del corazón. Me hizo recordar que el criterio clave que los apóstoles le indicaron a san Pablo, cuando se acercó a Jerusalén a verlos y a discernir «si corría o había corrido en vano» (cfr. Gal 2,2), fue precisamente que no se olvidara de los pobres (cfr. Gal 2,10).

Vosotros, mis hermanos de Soto del Real, me habéis ayudado a tenerlo presente y a ver que este criterio tiene una actualidad grande ahora que existe una tendencia a desarrollar un nuevo paganismo individualista, que nos puede hacer olvidar la belleza grande e impresionante para uno y para todos los hombres que tiene el Evangelio: no olvidar a los descartados y a los más pobres, entre los que se encuentran los que, por las situaciones de su vida, han perdido la libertad. Os doy las gracias porque, con esa expresión que salió de vuestro corazón, me ayudáis a no entretener mi vida en cuestiones secundarias, sino a centrarla en lo que Jesús quiere: «He venido a salvar no a condenar».

Regalar el amor de Dios es nuestra gran tarea en esta historia. Vosotros sabéis bien cómo a veces en vuestra vida, por circunstancias diversas, no hicisteis este regalo. Todos, de una manera u otra, con más o menos gravedad, hemos vivido de espaldas a lo que somos realmente: imágenes de Dios. Seamos esa imagen, tengamos la valentía de dedicar nuestra vida a recuperar la imagen real que somos y tenemos. ¡Qué fuerza tiene ver a los demás siempre como imágenes verdaderas de Dios! ¿Os imagináis cómo sería la convivencia humana si viviésemos así? Siempre me impresionaron unas palabras del profeta Isaías en su cántico de amor: El profeta manifiesta cómo Dios quiere hablar al corazón de su pueblo y a cada uno de nosotros. Nos dice: «Te he creado a mi imagen y semejanza. Yo mismo soy el Amor, y tú eres mi imagen en la medida que brilla en ti el esplendor del amor, en la medida que me respondes con amor».

Por eso, la gran terapia de la rehabilitación del ser humano, para devolverle la libertad, es situarle en el descubrimiento de ese amor. Cuando voy a veros descubro, quizá con más fuerza que en otros lugares, que el hombre al igual que Dios está vocacionado al amor. Y si hacemos algo diferente a esto, tenemos que encontrar la fórmula y el camino para hacer descubrir que la vocación al amor es lo que permite ver que el hombre es la auténtica imagen de Dios. Así lo respetamos, no lo utilizamos, no vendemos o robamos su dignidad.

Voy a ser atrevido con vosotros. Mi atrevimiento viene de esta convicción: solamente podemos entendernos plenamente en lo que somos, tanto en nuestra interioridad como en la exterioridad, si nos reconocemos abiertos a la transcendencia; porque, sin una referencia clara a Dios, ¿puede un ser humano responder a esos interrogantes que vosotros mismos, en la soledad de muchos momentos en los módulos, os hacéis? ¿Es posible solamente con nuestras fuerzas comunicar en nuestro mundo, en el día a día, los valores indispensables para garantizar una convivencia digna del ser humano? Hoy corremos el riesgo de reducirnos a una ideología, vivir en la indiferencia, vivir en el descarte, someter al ser humano a esclavizaciones diversas, a ofensas de su dignidad, a la intolerancia, al todo vale.

¡Con qué ganas esperáis el día de vuestra libertad! ¡Cuántas horas tenéis para descubrir cómo habéis maltratado el tiempo y vuestra vida! A menudo, todos, no solamente vosotros, utilizamos el tiempo para dañar, nos olvidamos que lo es para curar y para construir. En este tiempo en que los que tienen libertad buscan unos días de descanso, quiero acercarme para ayudaros a vivir en la esperanza los anhelos de libertad que tenéis en vuestro corazón y que llegará; os invito a que os preparéis ya para vivirla:

1. Estad alegres porque los privados de libertad tenéis un privilegio en el corazón de Dios: «¿Cuándo te vimos Señor? Estuve en la cárcel y me visitasteis», Sois Cristo, ¡qué dignidad! Nos lo dice Él. Pensad en la gran familia que tenéis, es la Iglesia, ella no se desentiende de nadie. Tanto a los que estáis bautizados y tenéis la vida de Cristo como a los que no, la Iglesia como Él os quiere, tiene interés por vuestra libertad. Ya veis: la Iglesia no os pregunta por qué estáis ahí, os quiere sin más. En el corazón de Dios hay un sitio preferencial para vosotros. El verdadero amor permite servir al otro no por necesidad o vanidad, sino porque es bello, más allá de la apariencia o de lo que hizo; por ello nos tenemos que acompañar en el camino de liberación.

2. Viviendo conscientes de la vida nueva, de la libertad que se nos regala en Jesucristo: Vuestro lugar es el mismo, el módulo, encerrados, sin libertad. Pero cuando nos hacemos conscientes de la vida que se nos ha dado en Cristo, somos distintos, tenemos esperanza, asumimos el compromiso de nunca más dañar o destruir, porque deseamos dar de lo que Él nos ha dado: su vida, que engendra libertad y regala su amor y su amistad.

3. En las circunstancias que vivimos podemos seguir regalando lo que hemos recibido, su amor: Hay que dar de lo que Él nos da. Por eso el Señor insiste: ¡Poneos en camino! Nos cuesta, nos cansamos. ¿No será porque llevamos un tesoro en el corazón lleno de rencor y odio? Llenemos nuestro corazón del amor de Dios, es lo que libera nuestra vida y la de los demás. Bien nos lo dice el Señor cuando nos invita a ponernos en camino, pues, al mismo tiempo, nos dice que vayamos sin alforjas, sin sandalias, solamente con su gracia y su amor.

4. También en la cárcel podéis ser samaritanos los unos de los otros: Ya sabéis el relato de la parábola. Un samaritano encontró a uno que estaba tirado en el suelo medio muerto. Y así como otros habían pasado de largo, él no pasó. Bajó de su cabalgadura, de sus alturas y privilegios, se acercó, se agachó, lo miró y sacó el aceite para curar sus heridas y después lo vendó. Pero no quedó ahí, lo tomó en sus manos y lo puso en su cabalgadura, llevándolo a una casa, pagando para que lo cuidasen hasta que estuviese bien; él volvería a verlo, no se desentendía de él. Así hemos de ser nosotros. Para hacer de la cárcel un lugar de vida, que engendre esperanza, que cure todas las heridas que podáis tener –físicas y en el corazón–, os invito a que, mientras otros pasan las vacaciones de otras maneras, vosotros lo hagáis con este viaje que transforma el corazón y las relaciones. ¡Ánimo! Sed samaritanos para ser libres y regalar libertad.