El Papa a Benedicto: «Su fe, entrega y fidelidad me hacen mucho bien a mí y a la Iglesia» - Alfa y Omega

El Papa a Benedicto: «Su fe, entrega y fidelidad me hacen mucho bien a mí y a la Iglesia»

Redacción

El Papa Francisco y el Papa emérito Benedicto XVI celebraron hoy en el Vaticano el 65º aniversario de la ordenación sacerdotal de Joseph Ratzinger, ordenado en la catedral de Frisinga el 29 de junio de 1951.

El acto tuvo lugar en la sala clementina del palacio apostólico vaticano, comenzó en torno a las 11:55 horas locales (09:55 GMT), duró cerca de cuarenta minutos y estuvo presidido por Francisco.

«Usted, Santidad, sigue sirviendo a la Iglesia. No deja de contribuir verdaderamente con vigor y sabiduría a su crecimiento. Y lo hace desde aquel pequeño monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano que se revela de ese modo como algo muy diferente a uno de aquellos rincones olvidados en los cuales la cultura del descarte de hoy tiende a relegar a las personas cuando, con la edad, sus fuerzas decaen. Es todo lo contrario», dijo el Papa argentino.

Francisco comparó el camino de Ratzinger con el de san Francisco al retirarse a la porciúncula. «Del mismo modo, la Providencia ha querido que usted, querido hermano, llegara a un lugar por decirlo de alguna manera propiamente franciscano, del que brota una tranquilidad, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez, una fe, una entrega y una fidelidad que me hacen tanto bien y me dan tanta fuerza a mí, y a toda la Iglesia», dijo Bergoglio. «Y me permito, que también de usted viene un sano y alegre sentido del humor», añadió.

El Santo Padre terminó su discurso pidiéndole a Benedicto XVI que «siga sintiendo la mano de Dios misericordioso que lo sostiene, que experimente y testimonie el amor de Dios; que, con Pedro y Pablo, siga exultando con gran alegría mientras camina hacia la meta de la fe».

«Un mundo de amor y vida»

El Papa emérito, que en abril cumplió 89 años, estuvo presente en el acto, sentado en una silla situada a la derecha de la sala, a pocos metros de distancia de Francisco.

El Pontífice emérito alemán aprovechó la ocasión para agradecer el homenaje y también para pedir «un mundo de amor y de vida, y no de muerte», en un discurso improvisado.

Ratzinger recibió su ordenación sacerdotal el 29 de junio de 1951 en la catedral de Frisinga, al sur de Alemania, por parte del cardenal y por entonces arzobispo de Múnich, Michael von Faulhaber.

Junto a él se ordenó también su hermano mayor, Georg Ratzinger (1924).

En 1977 fue nombrado por Pablo VI nuevo arzobispo de Múnich y, ese mismo año, le ordenó cardenal.

En 1981 fue designado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe por Juan Pablo II, a quien sucedería al frente de la Iglesia Católica a partir de 2005, cuando fue elegido Papa.

Desde su renuncia en febrero de 2013, reside en el monasterio Mater Ecclesiae del Vaticano y no es frecuente que aparezca en público.

En el vuelo de regreso de su reciente viaje a Armenia, el papa Francisco describió a Benedicto XVI como «el abuelo sabio y el hombre» que le «custodia las espaldas y los hombros con su oración».

Efe / Redacción

Palabras del Papa Francisco a Benedicto XVI

Santidad, hoy festejamos la historia de una llamada que comenzó hace sesenta y cinco años con su ordenación sacerdotal en la Catedral de Frisinga el 29 de junio de 1951. ¿Pero cuál es la nota de fondo que recorre esta larga historia y que desde aquel primer inicio hasta hoy la domina cada vez más?

En una de las tantas bellas páginas que Usted dedica al sacerdocio, subraya que, en la hora de la llamada definitiva de Simón, Jesús, mirándolo, en el fondo le pregunta sólo una cosa: «¿Me amas?». ¡Qué bello y verdadero es esto! Porque está aquí, Usted nos dice, es en aquel «me amas» que el Señor funda el apacentar, porque sólo si existe el amor por el Señor Él puede apacentar a través de nosotros: «Señor, tú sabes todo, tú sabes que te amo» (Jn 21, 15-19). Esta es la nota que domina una vida entera gastada en el servicio sacerdotal y de la teología que Usted, no casualmente, ha definido como «la búsqueda del amado»; es esto lo que Usted ha testimoniado siempre y testimonia aún hoy: que lo decisivo en nuestras jornadas —con sol o con lluvia— sólo aquella con la que viene todo lo demás, es que el Señor esté verdaderamente presente, que lo deseemos, que interiormente estemos cerca de Él, que lo amemos, que verdaderamente creamos profundamente en Él y creyendo lo amemos verdaderamente. Es este amar lo que verdaderamente nos colma el corazón, este creer es lo que nos hace caminar seguros y tranquilos sobre las aguas, también en medio de la tempestad, precisamente como sucedió a Pedro; este amar y este creer es lo que nos permite mirar hacia el futuro no con miedo o nostalgia, sino con alegría, incluso en los años ya avanzados de nuestra vida.

Y así, precisamente viviendo y testimoniando hoy de modo tan intenso y luminoso esta única cosa verdaderamente decisiva —tener la mirada y el corazón dirigido a Dios—. Usted, Santidad, sigue sirviendo a la Iglesia, no deja de contribuir verdaderamente con vigor y sabiduría a su crecimiento; y lo hace desde aquel pequeño monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano que se revela de ese modo algo muy diferente que uno de aquellos rincones olvidados en los cuales la cultura del descarte de hoy tiende a relegar a las personas cuando, con la edad, sus fuerzas decaen. Es todo lo contrario; y esto ¡permite que lo diga con fuerza Su Sucesor que ha elegido llamarse Francisco!

Porque el camino espiritual de san Francisco comenzó en San Damián, pero el verdadero lugar amado, el corazón pulsante de la Orden —allí donde la fundó y donde, en fin, entregó su vida a Dios— fue la Porciúncula, la «pequeña porción», el rinconcito ante la Madre de la Iglesia; cerca de María que, por su fe tan firme y por vivir enteramente del amor y en el amor con el Señor, todas las generaciones llamarán bienaventurada.

Del mismo modo, la Providencia ha querido que usted, querido hermano, llegara a un lugar por decirlo de alguna manera «propiamente franciscano», del que brota una tranquilidad, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez, una fe, una entrega y una fidelidad que me hacen tanto bien y me dan tanta fuerza a mí, y a toda la Iglesia. Y me permito, que también de usted viene un sano y alegre sentido del humor.

El anhelo con el que deseo concluir es, por tanto, un anhelo que dirijo a usted, y junto a todos nosotros, a la Iglesia entera: ¡Que usted, Santidad, siga sintiendo la mano de Dios misericordioso que lo sostiene, que experimente y testimonie el amor de Dios; que, con Pedro y Pablo, siga exultando con gran alegría mientras camina hacia la meta de la fe (Cfr. 1 Pt, 8-9, 2 Tim, 4)!