70 familias cristianas menos en Belén
En el Santo Sepulcro no hay cola y los comercios se traspasan. Pero las consecuencias de la guerra también pasan por el éxodo de los cristianos
«¿No iréis de viaje a Israel, no?», pregunta sorprendida la azafata de la compañía aérea. Desde el 7 de octubre apenas escucha el español entre los pasajeros. No es un comentario baladí. Familiares, amigos, compañeros… se sorprendieron de que emprendiéramos el camino hacia la tierra de Jesús en estas circunstancias, con ataques constantes en la franja de Gaza, en el sur del Líbano, con Hizbulá atento y las calles de Tel Aviv y Jerusalén empapeladas con las caras de los aproximadamente 120 rehenes todavía cautivos por Hamás. Pero el temor antes de la partida no era mayor que las ganas de comprobar de primera mano las consecuencias de la guerra para ambos bandos. No se habla mucho del tema entre quienes van saliendo a nuestro encuentro. Hay algún llanto sofocado de quien perdió amigos en el festival Nova. También el que no entiende la desproporción de la respuesta de Netanyahu. Nos cuentan que alguien se volvió literalmente loco tras perder a sus hijos en el ataque de Hamás. La otra cara de la moneda nos la cuenta en este semanario una vez al mes Romanelli, el párroco de Gaza. Lo que sí podemos ver nosotros es que el suk de Nazaret, siempre plagado de visitantes que compran cruces de madera de olivo, está vacío y los comercios se traspasan. Que al Santo Sepulcro se puede entrar cuantas veces uno quiera. Y hasta asistir a Misa tranquilamente. Aunque en esta ocasión no podemos ir a Belén. El franciscano Ibrahim Faltas, director de la Casa Nova de Jerusalén, nos explica que allí «los cristianos locales trabajan principalmente en el sector del turismo religioso y la ausencia de peregrinos ha provocado una gran falta de trabajo». El religioso añade que él mismo tuvo que cerrar la casa «no solo por la falta de visitantes, sino también porque a los empleados que vienen de Belén a trabajar se les canceló el permiso para cruzar el puesto de control» y que «todos los días recibo llamadas telefónicas de personas que me piden que les ayude a recuperar estos permisos para poder llegar a Jerusalén y buscar trabajo para mantener a sus familias». El padre Faltas, que relata con desánimo el tormento de la población, recalca que «si en Gaza falta de todo, especialmente pan, en Belén no hay posibilidad de comprarlo porque la gente está agotada y el nivel de pobreza se ha hecho visible en la vida cotidiana».
También hay hoteles que han utilizado sus habitaciones para realojar a desplazados, una realidad de la que no se habla. «Hay muchas familias de la zona norte, frontera con el Líbano, que han tenido que dejar sus casas», explica el padre Kelly, legionario de Cristo, desde el complejo de Magdala, uno de los que ha alojado a la población. «La gente tiene miedo de venir», sostiene, pero enfatiza que la vida sigue. Y es cierto. Es la primera vez que la vida diaria de Jerusalén pasa ante nuestros ojos sin riadas de peregrinos escuchando explicaciones ante la basílica de la Dormición de María o en la puerta del Cenáculo. Decenas de judíos cogen el autobús a las puertas de la muralla, ellas tapadas, ellos con levita. Por la noche, no pocos van al Muro de las Lamentaciones a expiar sus pecados. El mercado de moda de la ciudad sigue con su música de fondo, los puestos de halva y los cocineros haciendo comida local a la vista de los vecinos.
Pero la conclusión de estos días la resume el padre Faltas: «El grave daño a la Iglesia local está determinado por la falta de confianza y esperanza en el futuro, que lleva a los cristianos a marcharse. Desde el 7 de octubre hasta hoy, unas 70 familias cristianas han abandonado Belén y muchas familias de Jerusalén están pensando en emigrar a naciones más seguras». Por eso, suplica apoyo y oración para la Custodia de Tierra Santa, que vela no solo por los lugares físicos, sino también por los cristianos que mantienen viva la llama de la fe. Ellos permanecen para que, cuando todo vuelva a la calma, nosotros regresemos.