7 de noviembre: san Jacinto María Castañeda, joven, dominico, misionero y mártir
San Jacinto nació en Xátiva en 1743 y murió mártir, decapitado, por acudir a administrar los últimos sacramentos a un moribundo. A pesar de su enfermedad se entregó siempre al servicio de los demás. Cuando sus superiores, siendo él todavía joven, pidieron dominicos para ir a la misión, él se ofreció misionero
Jacinto nace en Xátiva el 13 de enero de 1743. El mismo día de su alumbramiento baja sobre él el Espíritu Santo, siendo bautizado con el nombre de Félix, Tomás, Joaquín, Tadeo. Sus padres, creyentes, transmiten la fe a su hijo, quien con 14 años decide entrar en los dominicos.
Los superiores de Jacinto deciden que entre en la Universidad de Xátiva para que amplíe sus conocimientos de filosofía y teología. Estando todavía en la universidad el procurador General de las Cortes de Madrid solicita jóvenes a la orden que quieran ir a tierras lejanas a difundir el Evangelio. Jacinto se ofrece para dicha misión.
En 1765 recibe la ordenación sacerdotal y cinco días después celebra su primera Misa solemne en la isla de Cebú. Poco tiempo después de ordenarse sacerdote recibe la llamada de un cristiano de la zona. Le pide que vaya con urgencia para administrarle los últimos sacramentos. El misionero sale presuroso y navega toda la noche para auxiliar espiritualmente al enfermo. A su llegada a Lo-Ka cae preso, junto a un compañero, de varios hombres armados que estaban aguardando su llegada.
Al misionero le habían tendido una trampa. Jacinto reaccionó con auténtica santidad, sin oponer ninguna resistencia. Fue conducido a la cárcel. El Virrey les condenó a «la sentencia de destierro perpetuo contra mí y el P. La Villa, con pena de vida si volvíamos a entrar en aquel reino, y a los cristianos, nuestros caseros, cuarenta azotes y dos meses de carga», explica el propio santo.
En 1770, habiendo sufrido ya en sus carnes la persecución, se embarca hacia Vietnam para evangelizar aquellas tierras. De nuevo le vuelven a avisar de que vaya a una aldea para administrar la unción de enfermos a un moribundo. Los catequistas intentan evitar que Jacinto acuda a la cita, pues el misionero se encontraba muy enfermo. Jacinto desoye a sus amigos, se tapa con una manta y emprende el viaje acompañado de cuatro catequistas. El viaje culmina con éxito pero de vuelta una patrulla les sigue y terminan apresando a los dominicos.
Los misioneros son condenados a morir decapitados. Cuando Jacinto se entera de la sentencia exclama con júbilo: «El Señor me concede hoy una gran alegría».