Parches, no; ¡plenitud! - Alfa y Omega

Parches, no; ¡plenitud!

Alfa y Omega

Había perdido a su hijo, en la terrible masacre del 11M. Alguien le dijo: «Mujer, no llores». Aquella madre le dio las gracias…, pero siguió llorando. Eran las mismas palabras de Jesús a la viuda de Naín que lloraba amargamente por su hijo muerto; sin embargo, cuando Aquel nazareno cogió de la mano al joven que llevaban a enterrar y lo levantó con vida, el llanto de la madre pudo transformarse en una alegría inimaginable hasta entonces en el mundo. Había llegado el Consuelo de Israel que, según narra el pasaje evangélico de la Presentación de Jesús en el Templo, constituía la gran esperanza del anciano Simeón, hasta tal punto que le dijo así al Señor: «Ya puedes dejar ir (literalmente: soltar) en paz a tu siervo»: bellísima manera de aludir a la muerte (este mismo verbo que utiliza el evangelista, a menudo, se emplea para expresar la acción de soltar las amarras de un barco), expresando en realidad la libertad de su espíritu respecto a cualquier lazo terreno, pero sobre todo el gozo interior de haber alcanzado ya la meta de su vida. Este consuelo tan ansiado por el pueblo de Israel no era, ciertamente, un parche que aliviara en algo el dolor de la vida; ¡era su transformación en la plenitud del gozo que sólo Dios puede dar a los hombres!

Generalmente, hablar hoy de consuelo evoca ese parche, que sí, disminuye el dolor, pero es incapaz de transformarlo en esa plenitud que cumple la vida, porque no se ha descubierto que el Consuelo, el único que hace justicia a la sed infinita de felicidad que anhela todo corazón humano, es, precisamente, el mismo Señor. Por eso no puede ser un parche ese abrazo cristiano, en medio del inmenso dolor de Haití, de la foto que ilustra este comentario. Es el abrazo con el que el mismo Dios hecho carne, y —¡qué gran paradoja!— clavado en una cruz, redime y lleva a la plenitud de la Vida a la humanidad entera. En su primera encíclica, Deus caritas est, Benedicto XVI lo expresa así de bellamente: «El cristiano que reza no pretende cambiar los planes de Dios, o corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el encuentro con el Padre de Jesucristo, pidiendo que esté presente, con el consuelo de su Espíritu, en él y en su trabajo». Y añade el Papa: «Una actitud auténticamente religiosa evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria, sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien pretende luchar contra Dios apoyándose en el interés del hombre, ¿con quién podrá contar cuando la acción humana se declare impotente?».

He ahí la paradoja: en la impotencia humana del Crucificado se ha revelado el poder de Dios. «En la lucha cósmica —dice Juan Pablo II en su carta apostólica Salvifici doloris, de la que hoy, 11 de febrero, se cumple el 26 aniversario— entre las fuerzas espirituales del bien y las del mal, de las que habla la Carta a los Efesios, los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas». He ahí el sentido del dolor. A ello se refería la semana pasada el catedrático de Filosofía del Derecho don Ignacio Sánchez Cámara, mostrando con acierto cómo «quienes niegan que la vida y el mundo tengan sentido, no pueden ni imaginar que el dolor lo pueda tener». Es cierto que «la fe nos ayuda a comprender el poder redentor del dolor», y lo hace, no en contra de la razón, sino iluminando lo que la misma razón descubre en la propia experiencia del dolor. A este propósito, Sánchez Cámara recuerda estas palabras de Miguel de Unamuno: «El dolor es el camino de la conciencia, y es por él como los seres vivos llegan a tener conciencia de sí», y recuerda cómo don Miguel «también hizo suya la tesis de que en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos». Mas este dolor no es parche, ciertamente, sino ¡plenitud!, pues lleva en sí la fuerza infinita del amor.

Vale la pena escuchar a Benedicto XVI, en su encíclica Spe salvi: «Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez, la sociedad no puede aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia, si los individuos mismos no son capaces de hacerlo; y el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro, si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza. Aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de un otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor. La palabra latina consolatio, consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un ser-con en la soledad, que entonces ya no es soledad». Y no lo es de manera definitiva, sino que es ¡plenitud!, porque el Consuelo, Aquel nazareno que dice con toda verdad: «No llores», nos acompaña para siempre.