Cuando tú lo pasas mal, Yo te llevo en brazos - Alfa y Omega

Cuando tú lo pasas mal, Yo te llevo en brazos

El terremoto de Haití, al igual que el que devastó Lisboa en 1755, ha sacado a la luz la pregunta sobre la existencia de Dios: ¿dónde está, qué hace ante tanto dolor? Hoy, cuando toda la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Enfermo, los siguientes testimonios son la prueba de que Dios sigue en la Cruz, sufriendo con los que sufren

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

Esther Sáez, víctima del 11M
Dios estaba ahí, conmigo

Uno llega a la estación de Atocha desde Alcalá de Henares, en uno de aquellos que llamaron los trenes de la muerte del 11M, y se detiene en uno de esos puestos de venta de libros para viajeros con prisas. Allí, entre multitud de títulos en los que se abre paso la superchería de la nueva era, destaca uno con un nombre llamativo: Dios no es bueno. Y claro, cuando uno viene de hablar con Esther Sáez, que viajaba en uno de aquellos trenes, no se lo cree. Casada y madre de dos chicos, David e Ismael, que en el momento del 11M tenían 3 años y un año y medio, recuerda cómo vivió el atentado:

«En ese momento, mi concepción de la vida cambió. Fue cuando realmente me di cuenta de que la vida es perecedera. Uno siempre piensa: A mí nunca me va a pasar. Ese contacto con la realidad es muy duro, pero, sin saber por qué, en ese momento, no me sentía sola. No perdí la conciencia en ningún momento, y a pesar de todos los dolores tan horribles que sentía, por fuera y por dentro, en ese momento tuve una paz muy distinta a lo que había vivido antes. Esa tranquilidad y esa serenidad mucha gente no las entiende. Las da absolutamente Dios, la confianza en Dios. No brota de ti, de decir simplemente: Voy a confiar en Dios. Viene de Él mismo, del descanso en sus manos que Él mismo produce: Cuando tú lo pasas mal, Yo te llevo en brazos».

Por eso, cuando el terremoto de Haití ha vuelto a despertar la pregunta sobre Dios —sobre su existencia y sobre su bondad—, Esther explica, basándose en su propia experiencia: «Muchos, con lo de Haití, se preguntan: ¿Dónde está Dios en estos momentos? ¿No era tan bueno? No saben lo que están diciendo. Los eruditos de hoy en día son los que piensan que se puede construir la vida sin Dios. Me han dicho que en Haití han sacado gente de los escombros e inmediatamente se han puesto a rezar: ellos son los sabios de verdad. Cuando uno lo pasa mal, Dios es el único que está. Yo, cuando estaba en la Unidad de Críticos, no me podía mover, estaba sorda, sin apenas ver, con un respirador para poder respirar…, me sentía sola. Pero es una soledad que sólo en ella eres capaz de ver a Dios cara a cara. ¿Dónde estaba Dios? Dios estaba ahí, conmigo».

¿Y cómo conjugar entonces la bondad de Dios con la maldad de los hombres? Esther cuenta lo que hace cuando piensa en los terroristas que llevaron a cabo los atentados del 11M: «Rezo el padrenuestro, porque resume el amor a los hermanos, amigos y no tan amigos. No tengo rencor. Me pregunto qué tipo de vida han llevado para acabar haciendo eso. No debemos juzgar, porque no sabemos cómo han vivido. Seguramente han crecido con mucho odio alrededor, con mensajes contra la vida de los demás, gente que seguramente está vacía. A mí me han destrozado la vida, pero tengo una Vida aparte. ¿Y ellos?».

Esther hace un ejercicio de teodicea práctica, basada en la experiencia, al afirmar que «muchas desgracias son producto del hombre; es muy fácil echarle la culpa a Dios. El terremoto de Haití, si hubiera pasado en Japón, no habría causado tantas víctimas. No es culpa de Dios que esa gente haya vivido en las condiciones en las que viven. Con el atentado del 11M pasa lo mismo: ¿es que fue Dios el que puso la bomba? El regalo más hermoso que nos ha dado Dios, aparte de la vida, es la libertad».

Aunque viéndola nadie lo diría, por la paz que vive y que transmite al hablar, las secuelas del atentado persisten. Son ya once operaciones las que lleva encima, y también vive momentos de dolor y de noches oscuras: «Suelo tener un salmo marcado en la Biblia, que rezo cuando estoy en las horas un poco más bajas. Es el salmo 121, que dice: El auxilio me viene del Señor. Porque no es fácil tener, a los 38 años, los mismos dolores que una persona de 80. Tengo un rosario tan grande de secuelas… Son momentos duros, que vivo desde la perspectiva de Dios. No hay que tener miedo de decirle a Cristo: Mira, Señor, estoy mal, estoy triste. O me ayudas, o me hundo. Y cuando tú hablas al Señor así, desde el corazón, Él te ayuda. Además, alguien me enseñó una vez que la oración de los enfermos tiene mucho valor. Y eso me ayuda a pensar que a alguien le está ayudando lo que yo paso».

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Ana Fernández, la vida buscando y ofreciendo al Señor
El dolor, un camino hacia Dios

«Hace 25 años tuve un cáncer, y nadie daba por mí un duro»: así comienza su historia Ana Fernández, que hoy está plenamente implicada en el acompañamiento de enfermos, a través del ministerio de sanitarios, de la Renovación Carismática Católica. Pero para llegar hasta aquí recorrió un duro camino, lleno de dudas y de pasos en falso de los que ha aprendido el inmenso valor del sufrimiento como vía para llegar a Dios. Cuenta que ese cáncer «me pilló de sorpresa, sin entender lo que pasaba, y me preguntaba: ¿Por qué a mí? Entonces tuve una experiencia importante del bien de la oración, porque había mucha gente rezando por mí, amigos, compañeros de trabajo… Yo me sentía muy arropada, y veía que Cristo estaba allí, conmigo». Cuando logró salir de ésa, empezó a dar vueltas preguntándose por el sentido de lo que había vivido: «Me puse a buscar explicaciones, y empecé a leer libros de autoayuda, sobre el poder de la mente, etc. No encontraba nada, y nada me convencía. Iba de vez en cuando a la iglesia, pero mi vida espiritual era muy solitaria». Al cabo de unos años, desarrolló una hernia de disco, que la obligaba a permanecer de pie o tumbada, porque sentarse le hacía padecer fuertes dolores. Y, como no quería operarse, siguió un montón de terapias alternativas. «Yo me veía totalmente paralizada. Una amiga mía, que era carismática, me ofreció la posibilidad de ir a que rezaran por mí, y me dio un libro para que leyera, de un cura llamado Emiliano Tardiff, a quien habían desahuciado y que, tras recibir la visita de un grupo de carismáticos que rezó por él, se recuperó. Yo leí su historia y no paraba de llorar, sin saber por qué. Me invitaron a ir a una Asamblea Nacional de los carismáticos, en la que hablaba este mismo cura. Yo me quedé cerca de la puerta, para poder marcharme en cuanto quisiera, y siempre estirada, porque seguía sin poder sentarme. Al día siguiente, volví a ir a la Asamblea, y allí fue mi conversión; comencé a llorar de nuevo, e hice una confesión como nunca en la vida. Y, poco a poco, comencé a poder sentarme. Y así, hasta hoy».

Y hoy, tranquilamente sentada en el salón de su casa, cuenta que entonces le preguntaba a Dios: Si me ibas a sanar, ¿para qué me hiciste pasar por ese sufrimiento? Y adelanta la respuesta: Ése fue el momento de mi conversión. Si no hubiera sido así, no me habría convertido». Dice que aquellos momentos supusieron para ella una vivencia de dolor y de soledad, y se da cuenta de que «no se aprovechan. Al enfermo se le dicen cosas humanas que no tienen sustancia: No te preocupes, te vas a poner bien…». Después de su enfermedad, decidió implicarse en el acompañamiento de enfermos, «para ayudarlos en todo lo que pueda, y al mismo tiempo para presentarles a Dios. He visto conversiones impresionantes. Cojo lo que llamo el kit de emergencia: el agua bendita, el rosario y la Biblia, voy a acompañarlos y me ofrezco a rezar por ellos». También se presentan a los médicos para dar mayor profundidad a su labor: «Los médicos sólo cuentan con medios científicos; se les exige curar todo, y eso provoca a veces mucha desesperación. Los médicos también necesitan mucho acompañamiento y mucho sentido del dolor y de la trascendencia».

Con toda esta experiencia a cuestas, Ana ve el sufrimiento como «un camino para llegar a Dios, y me da mucha pena que se desaproveche. No tiene nada que ver la enfermedad con Dios y sin Dios, ni tampoco la muerte. Dentro de todo el dolor que eso supone, la fe te hace decir: Qué maravilla. Cuando te pasa algo, o echas manos de Él, o no te queda nada».

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Ignacio Ciprés, un trasplante, tres bypass y una fe que mueve montañas
Si Tú lo quieres, yo lo quiero

Don Ignacio lleva un tiempo recuperándose en el Hospital y centro de cuidados sanitarios Laguna, en Madrid, porque su cuerpo tiene ya muchas heridas de guerra. Es de Javier, en Navarra, y lleva 48 años casado. «Y feliz», apostilla al comenzar el relato de su vida:

«Yo tenía un restaurante en Pamplona, y me olvidé de la caja. Me robaron, y tuve que volver a comenzar. Yo decía: Señor, si Tú lo has permitido, por algo será». Y tuvo que volver a comenzar, en Tarragona: «Allí es cuando comienza mi lucha, siempre junto a Dios y la Virgen». En 1993, le hacen un triple bypass, y cinco años después le dijeron que tenía que hacerse un trasplante de corazón. Fue entonces cuando tuvo la ocasión de vivir lo que él llama la vivencia más bonita de su vida: «Yo tenía un íntimo amigo, que no quería tener nada que ver con la religión. Él acompañaba a su mujer a misa y esperaba fuera. Yo me encontraba esperando el corazón, siempre en un sillón sentado, ya que simplemente el ir al baño me provocaba constantes anginas de pecho. Mi amigo cayó enfermo y un cura amigo mío me llevó al hospital, nunca a más de 60 km/h., porque me podía quedar en el sitio. Antes de entrar en el hospital, le pedía al Señor que me ayudara a hablar a mi amigo. Y le dije cuando le vi: Cuando estés en el cielo, reza por mí. Y él: Yo no voy a ir al cielo. Luego, cuando me iba a marchar, le abracé y le dije: Todo lo que estoy sufriendo, lo ofrezco para que tú te confieses. Luego me contaron que, nada más marcharme yo, pidió confesarse. No lo hacía desde la Primera Comunión. Aquel día, nada más confesarse y recibir la Unción de enfermos, moría. Y al día siguiente, durante el entierro, me llaman del hospital: Ignacio, tienes un corazón esperando».

Al cabo de unos años tuvieron que operarle de la vesícula, y tras la operación el cirujano avisó a su familia: «Tengan los móviles encendidos, que Ignacio no pasa de esta noche». Y añade Ignacio: «Pero el médico no sabía que estaba rezando por mí yo creo que media España». Y hoy piensa: «Los que no tienen a Dios, los que no conocen a Dios, los que atacan a Dios, si les ocurriera lo que a mí… ¡qué angustia! Porque yo sólo Le decía: Estoy en tus manos. Lo que Tú quieras, yo lo quiero».

Poco después entró en coma diabético, y volvió a entrar en el hospital. «Mi mujer le dijo a mi hija: Busca el seguro de papá, que no pasa de esta noche. Y aquí me tenéis». Cada año celebra lo que él llama su cumpleaños segundo, el aniversario de su trasplante de corazón. Pero no se despide sin afirmar con fe: «Yo he tenido siempre presente al Señor. He tenido dolores de volverse uno loco, pero he cogido el crucifijo en la mano, lo he apretado y le he dicho al Señor: Señor, me uno a tu cruz, me uno a Ti en la cruz. Y Él me ha ayudado a llevarla. Señor, Tú lo quieres, yo lo quiero. Lo he pasado mal, pero nunca he perdido la fe en Dios, nunca, nunca, nunca».

El sentido del silencio de Dios

Se han dado, en estos días, diversas respuestas a la pregunta sobre dónde estaba Dios cuando Haití se desplomó. Todas ellas expresan puntos de vista valiosos, que pueden inspirar sentimientos de conformidad y mover a la aceptación de la cruz. Pero se quedan un tanto cortas, por la profunda razón de que los acontecimientos de la vida espiritual son complejos, y su sentido profundo sólo lo captamos cuando vemos conjuntamente las diversas facetas que presentan. En este sentido, cabe decir que la verdad es polifónica (R. Guardini) e, incluso, sinfónica (H. Urs von Baltasar).

Cuando la tragedia y el dolor nos oprimen, solemos preguntar cómo permite Dios tales males, si es un Padre providente y bueno. Celebraríamos, entonces, que tuvieran lugar —por parte de Dios— golpes de efecto que dejaran patente la conexión entre su carácter amoroso y la marcha del mundo. Ello nos permitiría palpar lo religioso y convertirlo en una experiencia irrefutable. Pedimos signos, y éstos permanecen ausentes. Todo parece llevarnos a la convicción de que debemos arreglar la vida por nuestra cuenta, pues Dios guarda silencio ante nuestras súplicas. ¿Cómo explicar este silencio de Dios?

A esta inquietante pregunta quisiéramos los creyentes dar una respuesta contundente, tan sencilla como clara e inapelable. Pero, debido a la complejidad del tema, hemos de poner en relación varias ideas, dejar que se enriquezcan mutuamente y hagan surgir el sentido de aquello que deseamos clarificar. Tales ideas son —entre otras— las siguientes: 1) Dios quiere revelarnos su existencia, pero lo hace de forma velada para que no sea forzosa su aceptación. 2) Por eso creó el mundo de tal forma que pueda explicarse por leyes internas, de modo que parezca innecesaria una intervención divina. 3) Jesús —en quien se realiza la revelación perfecta de Dios Padre— cumplió en silencio la voluntad del Padre, que pareció desoír su oración en el Huerto y dejarlo a su suerte. 4) Jesús, velando su divinidad —es decir, guardando silencio— dio la vida por amor. 5) Al hacerlo, nos reveló con toda claridad que Dios —en sus tres personas— nos ama hasta el extremo. 6) Este amor absoluto nos inspira una confianza absoluta en el Dios que guarda silencio. Tal confianza nos inspira una fe firme, capaz de superar la amargura que nos produce pensar que no somos escuchados por el Altísimo. Entrevemos, así, que el silencio de Dios no implica indiferencia sino amor, un amor que respeta la libertad del amado y da la vida por él. 7) Este amor lo hizo palpable el Padre al resucitar a Jesús a una vida nueva, transfigurada, invulnerable. La resurrección de Jesús –y, con Él– la de los creyentes fieles a su fe es la última palabra de Dios, ciertamente; pero es una palabra que cobra toda su fuerza expresiva al ser oída al mismo tiempo que los mensajes contenidos en los puntos anteriores.

Hagamos el esfuerzo de pensar los siete puntos en su interna conexión y veremos surgir el sentido del llamado silencio de Dios, pues bien sabemos que el sentido de un acontecimiento brota siempre en el contexto en que se da. El significado es algo simple, siempre el mismo. El sentido es algo complejo, y cambia en los diferentes contextos. Cuando ese sentido se alumbra en la mente, se obtiene respuesta a la pregunta sobre dónde está Dios cuando el hombre sufre.

El silencio de Dios —visto en su contexto— no sólo no nos aleja de la fe cristiana, sino que nos lleva a admirar como nunca la figura de Jesucristo muerto y resucitado. Entonces sí que obtenemos una respuesta luminosa y consoladora a la pregunta que al principio nos torturaba. «En realidad, el dolor es una revelación. Uno entiende lo que antes nunca entendió, y contempla la historia desde una posición distinta»: esto escribió Oscar Wilde en su libro De profundis (Desde lo hondo), tras un tiempo de dolorosa y fecunda purificación.

Alfonso López Quintás