El Papa afirma que «los santos no son superhombres ni nacieron perfectos» - Alfa y Omega

El Papa afirma que «los santos no son superhombres ni nacieron perfectos»

El Papa Francisco afirmó que «los santos no son superhombres ni nacieron perfectos. Cuando conocieron el amor de Dios, le siguieron, al servicio de los demás». Lo hizo durante la canonización del sacerdote polaco Estanislao de Jesús María -Jan Papczyński- y la religiosa sueca María Isabel Hesselbald

Redacción

En la homilía de la Misa con el rito de canonización, el Papa subrayó de los nuevos santos que «permanecieron íntimamente unidos a la pasión de Jesús», como hizo la Virgen María, «que sufriendo junto a Jesús recibió la gracia de esperar contra toda esperanza». Por eso, en ellos, «se ha manifestado el poder de la resurrección del Señor».

Aludiendo al Evangelio del día –que presenta dos signos prodigiosos de la resurrección, el primero obrado por el profeta Elías y el segundo por Jesús, en el que se revela la ternura de Dios–, el Obispo de Roma hizo hincapié en el acontecimiento central de la fe: la victoria de Dios sobre el dolor y la muerte: «Es el Evangelio de la esperanza que surge del Misterio Pascual de Cristo, que se irradia desde su rostro, revelador de Dios Padre y consolador de los afligidos».

«Dame a tu hijo», son las palabras que resuenan en ambos casos. Los muertos son hijos muy jóvenes de mujeres viudas -la viuda de Sarepta y la viuda de Naín- que son devueltos vivos a sus madres. «Dios ante nuestra muerte no nos dice “arréglatelas” sino que nos dice “dámela”».

«Y también con los pecadores, a todos y cada uno, Jesús no cesa de hacer brillar la victoria de la gracia que da vida. Dice a la Madre Iglesia: “Dame a tus hijos”, que somos todos nosotros. Él toma consigo todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia», señaló el Papa, subrayando que «la Iglesia nos muestra hoy a dos hijos suyos que son testigos ejemplares de este misterio de resurrección».

Un capellán del ejército polaco en el siglo XVII

El pasado 21 de enero la Santa Sede aprobó el milagro atribuido a la intercesión del Beato Estanislao de Jesús y María Papczynski (1631-1701), fundador de la Congregación de los Clérigos Marianos de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María. El milagro fue la curación en 2007 de los pulmones de de una joven polaca de 20 años a la que ya habían retirado el tratamiento.

Estanislao, como capellán de las tropas polacas durante la guerra contra Turquía en 1674, fue testigo de miles de muertes en los campos de batalla y también de plagas. Su mayor preocupación era ver cómo tanta gente moría sin tiempo para prepararse para su encuentro con Dios.

Tuvo visiones de las almas del Purgatorio y desde entonces no paró de pedir oraciones y penitencia. Ofrecer sus vidas por las almas del Purgatorio sigue siendo uno de los carismas de su congregación.

Una luterana conversa

Educada en una familia luterana, en 1888 llegó como inmigrante a EE. UU.. Allí conoció la devoción mariana de los obreros inmigrantes irlandeses y la entrega de los sacerdotes católicos que atendían a los más necesitados. Después, en un viaje en Bruselas, contemplando una procesión, vio al obispo alzar el Santísimo Sacramento ante la puerta de la catedral y desde entonces supo que quería ser católica. En 1920, fundó la Orden del Santísimo Salvador. En 1923 sus religiosas llegaron a Suecia y durante la Segunda Guerra Mundial sus conventos en Italia se llenaron de prófugos huyendo del Tercer Reich.

El milagro por el que la fundadora de la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brígida ha sido hecha santa lo vivió Carlos Miguel, un niño cubano que padecía un grave tumor cerebral del que sanó en julio de 2015 después de que sus padres pidieran la intercesión de la monja y veneraran una reliquia suya.

Homilía completa del Papa Francisco

La Palabra de Dios que hemos escuchado nos conduce al acontecimiento central de la fe: La victoria de Dios sobre el dolor y la muerte. Es el Evangelio de la esperanza que surge del Misterio Pascual de Cristo, que se irradia desde su rostro, revelador de Dios Padre y consolador de los afligidos. Es una palabra que nos llama a permanecer íntimamente unidos a la pasión de nuestro Señor Jesús, para que se manifieste en nosotros el poder de su resurrección.

En efecto, en la Pasión de Cristo está la respuesta de Dios al grito angustiado y a veces indignado que provoca en nosotros la experiencia del dolor y de la muerte. Se trata de no escapar de la cruz, sino de permanecer ahí, como hizo la Virgen Madre, que sufriendo junto a Jesús recibió la gracia de esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18).

Ésta ha sido también la experiencia de Estanislao de Jesús María y de María Isabel Hesselblad, que hoy son proclamados santos: han permanecido íntimamente unidos a la pasión de Jesús y en ellos se ha manifestado el poder de su resurrección.

La primera Lectura y el Evangelio de este domingo nos presentan dos signos prodigiosos de resurrección, el primero obrado por el profeta Elías, el segundo por Jesús. En los dos casos, los muertos son hijos muy jóvenes de mujeres viudas que son devueltos vivos a sus madres.

La viuda de Sarepta –una mujer no judía, que sin embargo había acogido en su casa al profeta Elías– está indignada con el profeta y con Dios porque, precisamente cuando Elías era su huésped, su hijo se enfermó y después murió en sus brazos. Entonces Elías dice a esa mujer: «Dame a tu hijo» «Dame a tu hijo» (1 R 17,19). Esta es una palabra clave: manifiesta la actitud de Dios ante nuestra muerte (en todas sus formas); no dice: «tenla contigo, arréglatelas», sino que dice: «Dámela». En efecto, el profeta toma al niño y lo lleva a la habitación de arriba, y allí, él solo, en la oración, «lucha con Dios», presentándole el sinsentido de esa muerte. Y el Señor escuchó la voz de Elías, porque en realidad era él, Dios, quien hablaba y el que obraba en el profeta. Era él que, por boca de Elías, había dicho a la mujer: «Dame a tu hijo». Y ahora era él quien lo restituía vivo a su madre.

La ternura de Dios se revela plenamente en Jesús. Hemos escuchado en el Evangelio (Lc 7,11-17), cómo él experimentó «mucha compasión» (v. 13) por esa viuda de Naín, en Galilea, que estaba acompañando a la sepultura a su único hijo, aún adolescente. Pero Jesús se acerca, toca el ataúd, detiene el cortejo fúnebre, y seguramente habrá acariciado el rostro bañado de lágrimas de esa pobre madre. «No llores», le dice (Lc 7,13). Como si le pidiera: «Dame a tu hijo». Jesús pide para sí nuestra muerte, para librarnos de ella y darnos la vida. Y en efecto, ese joven se despertó como de un sueño profundo y comenzó a hablar. Y Jesús «lo devuelve a su madre» (v. 15). No es un mago. Es la ternura de Dios encarnada, en él obra la inmensa compasión del Padre.

Una especie de resurrección es también la del apóstol Pablo, que de enemigo y feroz perseguidor de los cristianos se convierte en testigo y heraldo del Evangelio (cf. Ga 1,13-17). Este cambio radical no fue obra suya, sino don de la misericordia de Dios, que lo «eligió» y lo «llamó con su gracia», y quiso revelar «en él» a su Hijo para que lo anunciase en medio de los gentiles (vv. 15-16). Pablo dice que Dios Padre tuvo a bien manifestar a su Hijo no sólo a él, sino en él, es decir, como imprimiendo en su persona, carne y espíritu, la muerte y la resurrección de Cristo. De este modo, el apóstol no será sólo un mensajero, sino sobre todo un testigo.

Y también con los pecadores, a todos y cada uno, Jesús no cesa de hacer brillar la victoria de la gracia que da vida. Y hoy y todos los días, le dice a la Madre Iglesia: «Dame a tus hijos», que somos todos nosotros. Él toma consigo todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia.

La Iglesia nos muestra hoy a dos hijos suyos que son testigos ejemplares de este misterio de resurrección. Ambos pueden cantar por toda la eternidad con las palabras del salmista: «Cambiaste mi luto en danzas, / Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre» (Sal 30,12). Y todos juntos nos unimos diciendo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado».