Papa reformador e incomprendido - Alfa y Omega

Papa reformador e incomprendido

Gran conocedor de Pablo VI y de su pontificado, con motivo de la aprobación por el Papa Benedicto XVI del Decreto sobre sus virtudes heroicas, que lo convierte en Venerable, escribe el historiador don Vicente Cárcel, autor del libro Pablo VI y España. Fidelidad, renovación y crisis (1963-1978), editado por la Biblioteca de Autores Cristianos

Vicente Cárcel Ortí
El Papa Pablo VI.

La aprobación por el Papa del Decreto que abre el camino a la beatificación de Pablo VI, es una gran noticia positiva para la Iglesia universal. Además, se produce cuando estamos celebrando el 50 aniversario de la apertura del Vaticano II, que no sólo fue el Concilio del Papa Juan, sino también del Papa Pablo. Y coincide con el Año de la fe, cuyo precursor fue de alguna manera el Papa Montini, que celebró otro Año de la fe, que concluyó con la proclamación del célebre Credo del Pueblo de Dios.

Pablo VI impulsó la renovación conciliar y promovió su aplicación, procediendo a una renovación estructural de la Iglesia singularmente amplia y profunda. Estas reformas estuvieron acompañadas y sostenidas por una profunda renovación interior. Por ello, Pablo VI insistió en el primado de Dios, de la fe y de la oración contra toda tentación horizontalista y secularista.

De ahí sus constantes llamamientos a sacerdotes y religiosos a cultivar la vida interior y las grandes virtudes evangélicas y, sobre todo, su gran batalla en defensa de la fe y de la moral cristiana.

Pablo VI tuvo un pontificado muy difícil, porque no fue amado y comprendido por todos, pero la Iglesia fue su gran amor. ¿Por qué Pablo VI desató tanta controversia? ¿Por qué, sobre todo, hubo tantas tensiones en el cuerpo eclesial con relación a este Pontífice? Porque su pontificado coincidió con el Vaticano II y su aplicación correcta, cuando todas las tendencias eclesiales deseaban oír únicamente lo que les interesaba, seguir con unos comportamientos que ya practicaban y, en resumen, llevar a la Iglesia según su manera peculiar de entender el Evangelio. En estas circunstancias, la presencia de un Papa que pretendió conscientemente que en la Iglesia posconciliar no hubiese vencedores ni vencidos y que, por otra parte, creyó siempre en su misión personal e intransferible de confirmador de la fe de todos los creyentes, no podía ser popular.

Después del Concilio y para llevarlo a la práctica, ni siquiera el carisma personal de un Juan XXIII hubiera evitado la controversia y el desánimo de muchos. Un concilio ecuménico es algo demasiado grande e importante y siembra tales esperanzas e ilusiones, que su concreción difícilmente puede contener a todos a corto plazo.

Los ultraconservadores pintaban a Pablo VI como un poseído de progresismo que estaba desviando la Iglesia hacia eso que ellos llamaban «la nueva Iglesia montiniana, judía y masónica». Los conservadores, pero sin ultra, después de desconfiar de Pablo VI, pensaban que era el hombre providencial que estaba frenando el progresismo de la Iglesia, aunque creían también que quienes le rodeaban hacían que más de una vez cayera en ese progresismo que debía combatir. Los ultraprogresistas creían que Pablo VI era simplemente un Papa aterrado que se había convertido en un freno permanente de la Iglesia. Los progresistas pero sin ultra decían que Pablo VI daba una de cal y otra de arena. Y los simples católicos, creyentes normales que no militaban en bando alguno, se limitaban a amar al Papa, pero no terminaban de saber cuál de los diversos rostros que de Pablo VI le pintaban aquí y allá era en realidad el verdadero.

La vocación de padre de todos

Si a todos estos radicalismos se le echaba esa punta de pasión que muchos añadían, queda trazado el esquema de cómo y por qué los católicos se atacaban los unos a los otros en nombre de la fidelidad al Magisterio, esgrimiendo cada uno su trozo de Pablo VI como arma de ataque. Porque la verdad es que el destino de Pablo VI -nacido en tiempo tan dividido- fue el de ser desguazado por unos y por otros. Y si esto es una falsificación de cualquier hombre, cuanto más lo sería en un hombre que, por su vocación de padre de todos, parecía haber tomado el afán de equilibrio como lema de su vida.

Pablo VI fue un gran Papa que amó, ante todo, la verdad incluso cuando podía parecer desagradable, como en el caso de la Humanae vitae; y que amó la justicia aun cuando es atrevida, como en el caso de la Populorum progressio. Pero su tema central fue la fe y no solamente la vida o el sistema social. Con mente elevada y pulso firme, Pablo VI condujo las complejas tareas conciliares que amenazaban con desorientarse.

Fue un Papa que comprendió no sólo a las masas, sino también a las élites; fue el Papa de la caridad, pero también de la verdad, sin la cual no hay caridad. Supo decir palabras ciertamente nuevas en las relaciones internacionales. Tuvo un magisterio y un ministerio completos, madurado tras una larga experiencia y la piedad profunda de una vida admirable que concluyó en la serenidad de la fiesta de la Transfiguración (6 agosto de 1978, domingo), inmediatamente después de la puesta del sol, en la colina de Castel Gandolfo.

Su muerte llegó tras una breve enfermedad, y sorprendió y conmovió al mundo entero que, de repente, se dio cuenta de la grandeza espiritual y moral del Papa fallecido y de la grave pérdida que con su muerte sufría la Iglesia y la Humanidad. Su proceso de beatificación sigue adelante y su figura es viva y actual, con sus dudas y perplejidades, y también con sus certezas radicadas en una visión de fe sólida.