Cristianos en una Europa sin certezas - Alfa y Omega

El diálogo sobre la forma en que la fe debe hacerse presente en un mundo crecientemente alejado de la experiencia cristiana no ha hecho más que empezar. De eso dan cuenta, afortunadamente, numerosos artículos publicados en Páginas. Como ha dicho el Papa Francisco, nadie tiene «la fórmula», y con toda seguridad existen caminos diversos y complementarios, como ya ha sucedido a lo largo de la historia. En todo caso, como explicaba recientemente el cardenal Scola en una entrevista, «la fe tiene implicaciones antropológicas, sociales, ecológicas, que en una sociedad plural entran en relación con otras visiones del mundo. Los cristianos están llamados a llevar su testimonio público utilizando también las formas jurídicas, económicas, culturales y sociales de que dispone, con el coraje de confrontarse mediante una narración continua con los demás sujetos que habitan en esta sociedad, en vista de un reconocimiento mutuo». Puede que los llamados «valores cristianos» no sean ya reconocidos mayoritariamente por una mayoría de la sociedad europea, pero eso no nos dispensa de esa «narración continua» de la que habla Scola, usando las formas jurídicas, culturales y políticas a nuestro alcance.

Quisiera afrontar ahora un punto delicado del debate. La revelación de Cristo aclara el fondo de la realidad en todos sus aspectos, abre la razón y educa la mirada para reconocer la verdad de un modo más completo. Por eso la Iglesia ha sostenido siempre, aunque hoy parezca una provocación, que el hombre que conoce a Cristo está en las mejores condiciones para comprender la realidad y adherirse a ella en su verdad. Éste es un desafío que estamos llamados a verificar frente al mundo en esta hora histórica.

Ahora bien, toda la Tradición cristiana sostiene que el corazón del hombre está hecho para reconocer la verdad. Las verdades que propone el cristianismo no vienen de la estratosfera, corresponden al corazón del hombre, si bien éste puede experimentar todo tipo de dificultades (personales, históricas, culturales…) para reconocerlas. Por eso, entre las verdades que la fe aclara y sostiene, y los hombres de esta época en que han caído tantas certezas compartidas, no existe una sima insalvable. Y también la experiencia nos lo muestra cada día. Eso es lo que permitió la inmediata conexión y amistad (no exenta de dramatismo y dureza) entre el cristianismo y la filosofía griega (en la medida en que ésta buscaba precisamente la verdad). Eso es lo que explica la sintonía impactante de Don Luigi Giussani con personajes como Leopardi o Pavese, y eso es lo que me hace vibrar a mí cuando leo a un escritor agnóstico como Vasili Grosman, y reconozco en él la verdad de lo humano explicada como poca gente sabe hacerlo. Y eso también es lo que sucedió durante el pontificado de Benedicto XVI, cuando tantos hombres y mujeres que no tienen fe, reconocieron en su juicio ético-cultural una verdad entusiasmante y necesaria para vivir.

Aquí se abre una gran cuestión. Está claro que no se puede sostener una «cultura cristiana» sin la fe de los cristianos. Aunque todavía haya intelectuales serios y valientes como García de Cortázar, que recientemente pedía en una Tercera de ABC reconstruir esa cultura, «no desde la exigencia personal de la fe», sino desde un impulso moral, simplemente para sostener la convivencia, el derecho y la prosperidad en nuestro país. Seguramente (yo así lo creo desde un profundo respeto) el intento sería vano a la larga, pero indica un punto de verdad: que lo más humano es lo cristiano, y eso lo pueden reconocer, y de hecho lo reconocen, muchos hombres y mujeres que no tienen fe. Ha sido precisamente Joseph Ratzinger quien ha diagnosticado con mayor lucidez el fracaso del intento ilustrado de mantener los valores cristianos separados de la matriz de la fe, separados de Cristo. No seré yo quien lo discuta. Pero también ha sido el propio Ratzinger, pocos días antes de ser elegido Papa, quien lanzó desde el monasterio de Subiaco un original desafío a esta Europa sin certezas, que me parece enormemente sugerente: también quienes no llegan a encontrar la fe, deberían buscar orientar su vida «como si Dios existiera».

«…el intento, llevado al extremo, de plasmar las cosas humanas dejando completamente de lado a Dios nos conduce paulatinamente al borde del abismo, hacia el abandono total del hombre. En consecuencia, debemos poner al revés el axioma de los iluministas y decir: también quien no llega a encontrar el camino de la aceptación de Dios debería buscar vivir y orientar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiese. Éste es el consejo que ya Pascal daba a los amigos no creyentes, y es el consejo que queremos dar también hoy a nuestros amigos que no creen. De este modo, nadie se encuentra limitado en su libertad, pero todas nuestras cosas encuentran un sostén y un criterio del que tenemos urgente necesidad».

Me parece que necesitamos contemplar esta hipótesis a la hora de plantear las cuestiones del debate cultural y de la presencia política de los cristianos en este momento de caída de las certezas (certezas que pueden recuperarse en el tiempo, si Dios quiere y nosotros trabajamos para ello). Según la pista del gran Ratzinger, no es disparatado, sino todo lo contrario, proponer a los hombres de esta época sostener ciertos bienes y valores (a través del encuentro, el diálogo y el proceso democrático) aunque ellos se encuentren (de momento o hasta el final) distantes de la fe. De hecho, Ratzinger propuso en otro momento que el Decálogo se convirtiera en la tabla de valores compartidos en una sociedad que corre el riesgo de disolverse y de perder los trazos fundamentales de lo humano.

Esto no quita nada a la afirmación radical de que Cristo es la respuesta exhaustiva y radical al misterio del hombre, a su necesidad de felicidad y de salvación. Sin el sostén de la gracia y sin la pertenencia al pueblo cristiano, sostener establemente esos bienes en la ciudad común será poco menos que un desiderátum. Por eso la misión, la comunicación del Acontecimiento a través del testimonio (que incluye siempre un juicio de verdad), será siempre la tarea decisiva que atraviesa y alienta todas las demás tareas (también la política, cultural y legislativa).

Damos testimonio gratuito de la fe y construimos la ciudad con quienes no la tienen, pero a los que reconocemos como amigos y hermanos. La construimos hasta donde se puede, de forma siempre imperfecta y limitada, porque las leyes y procedimientos de la ciudad no salvan la vida, pero la protegen y ayudan, más o menos… Y no da igual.

José Luis Restán / Páginas Digital