Esta semana ha habido una oleada fuerte de madres pidiendo oraciones por sus hijos. Premonición de la fiesta de santa Rita, la santa de la reconciliación y la paz para sus hijos, su esposo, su pueblo; o de la vida contemplativa como intercesora constante; o del amor surgido en la fuente de los Tres, Padre, Hijo y Espíritu, de la que tiene tanta sed el hombre.
No han cesado de contarnos: algunos hijos metidos en drogas; otros, con depresión y trastornos muy incapacitantes; otros con crisis de identidad, de personalidad, a punto de romperse; separaciones matrimoniales, enfermedades… Todos necesitados de una ayuda profesional, concreta e inminente, una ayuda siempre del cielo.
Han acudido barruntando que la vida religiosa, la contemplativa y la que tiene algún trabajo apostólico no solo entiende algo de Dios, sino también del alma humana. Y por eso vienen a pedir consejos, a presentarnos a sus heridos o a sus muertos, y, sobre todo, a pedirnos oraciones, que les acompañemos en la oración como signo de confianza en Dios y también de confianza en el hombre que ora. Porque hay una oración que urge ser acompañada. Somos la compañía de oración de un mundo que ora y no quiere orar solo, que cree en el poder de la oración y de una oración comunitaria.
Por eso, cada día desgranamos los nombres de todos los hijos y de todas las madres y padres… Nacho, Aida, Jesús, Miriam, Santiago, José, Marta, Fabi, Montse, Nuria, Mariví, Mayte… Eso es orar: una misericordia que se teje primero en las entrañas, dentro, en lo escondido, y desde ahí salta hacia fuera prodigándose en miles de gestos, de acciones varias, de múltiples entregas. Cuántas obras son el fruto de la oración escondida de muchos en la Iglesia. Por eso la Iglesia vuelve los ojos a estas vidas que acompañan al hombre con su constante oración.