Ensayos liberales de Gregorio Marañón - Alfa y Omega

Entre esos pequeños y excelentes libros que tienen las dimensiones y el valor de una joya literaria, se encuentra el que publicó Marañón en 1946, recogiendo cuatro estudios bajo el título general, provocador y atrevido en la España de aquel año, de Ensayos liberales. Que la provocación no pasó inadvertida podemos asegurarlo leyendo la extensa reseña que escribió Bartolomé Mostaza en la Revista de Estudios Políticos, un despiadado ajuste de cuentas con aquellos hombres moderados, que creyeron en la tarea emancipadora de la República parlamentaria, y acabaron aceptando el fracaso de las ilusiones de todo un pueblo en 1936. Hombres que, y eso es lo que les dolía a los voceros del franquismo, no confundieron el fracaso político provocado por las circunstancias adversas con la deslegitimación permanente del liberalismo y su superación por un régimen del perfil del llamado «nuevo Estado», a la altura de aquellos años próximos al final de la Segunda Guerra Mundial.

El mismo año en que Ortega pronunciaba su recordada conferencia en el Ateneo de Madrid, se publicaba este libro de Marañón. La elegancia del lenguaje, la recuperación de la estatura significativa del castellano, la huida de la retórica imperante eran aspectos que, tratándose del médico madrileño, poco habrán de extrañarnos. Pero hay que recalcar esa labor realizada al pie mismo de la palabra, para devolver su dignidad al idioma ultrajado por usarlo en vano durante aquel tiempo de espanto.

En efecto, hablar y escribir en el castellano histérico de la Guerra Civil era algo más que una incorrección: era una blasfemia contra el ser de España que habían tratado de enaltecer quienes empezaron por expresarse con la belleza, el orden y el respeto al significado de las cosas con que lo hicieron tantos admirables moderados desde la crisis del final del XIX. Y Marañón nos devuelve, en primer lugar, ese idioma que parecía haber perdido su capacidad de comunicación, silenciado por los que lo maltrataban con una impunidad que estuvo a punto de ahogar su plenitud expresiva.

Aquel modo tranquilo de formular las convicciones ya debía de poner nerviosos a quienes confunden la pobreza de las consignas con el arte de la síntesis y a quienes toman por precisión y acierto el resuello verbal de la denuncia insultante. La tolerancia empieza en las formas, y el modo de expresarse de Marañón era ya una perseverante cortesía desplegada ante los ojos del lector, un festín de inteligencia que permite siempre la buena digestión de las ideas. ¿Y cuáles eran esos valores que Gregorio Marañón se atrevía a defender en una España que aún se encontraba en estado de guerra?

Tomemos el último de los ensayos, que es un comentario a la biografía de los hermanos Machado publicada por Pérez Ferrero. «Dos poetas en la España liberal» es una reivindicación de la Restauración. Algo que había de espolear la hostilidad de falangistas e integristas, de los que se entusiasmaron con el fascismo europeo o se entregaron al culto a un pasado inerte que se empeñaron en confundir con la tradición. Sobre la experiencia liberal española habían escupido unos y otros y muchos más que hicieron causa común en la desautorización histórica de aquella hermosa idea de España que brotó del patriotismo de los ilustrados, se armó de amor a la soberanía nacional en la Guerra de la Independencia y se defendió contra fanáticos de distinto signo durante más de un siglo, alcanzando su mejor ex presión en los años de la monarquía restaurada.

Marañón recordaba la riqueza cultural de aquella España tan frecuentemente acusada de carecer de pulso. En esa pretendida nación exhausta, Galdós, Pardo Bazán, Clarín o Valera crearon la novela realista y naturalista española y la situaron a la altura de la mejor prosa de su tiempo. En aquella presunta España agotada, se oía la voz de Cánovas o de Castelar. En aquel país al que se achacaba insustancialidad, el laboratorio y la biblioteca permitían que Cajal o Menéndez Pelayo pusieran su saber al nivel exigente de lo que analizaba y escribía Europa.

Una nación moderna

Pero, además de todo aquel clima intelectual, España gozaba de un liberalismo que nunca debe confundirse con el programa de un partido. Marañón recuerda que ese «segundo Siglo de Oro español», como lo llamó Azorín, es «de un oro más nuestro que el de los Austrias». La nación era consciente de sí misma. Y lo era, lo cual ha de emocionarnos en estos momentos, a través de la madurez de su clase media, de lo mejor de sus cuadros políticos, de lo más exquisito de sus intelectuales. España se hizo nación moderna gozando de un alma liberal que no era proyecto partidista, sino atmósfera general, aire nuestro, espacio de exigente normalidad. «El alma liberal dio su fruto a la civilización como lo habían dado, siglos atrás, la del Renacimiento o la de Roma. Se podrá discutir el que la eficacia del liberalismo haya terminado para siempre o sufra solo un eclipse parcial. Nuestros nietos lo podrán decir. Lo indudable es que el liberalismo, a su hora, fue fecundo, y que en el rastro de la civilización su huella está impresa para siempre».

Esa España era la que se recordaba con cierta melancolía, pero con exigente reivindicación de aquello que le acarreaba el insulto y la tergiversación de vencedores y vencidos. Era otro tiempo a reivindicar desde la historia: «El pasado, que es solo pasado para el bruto, es, para el ser humano, presente también; presente digerido y sublimado, limpio de la ganga inevitable de la pasión actual, metal puro». Ese metal puro, mejor apreciado al evocarlo en años de ausencia de liberalismo, en momentos en que se le arrancaba de la tradición española, es lo que habrá que recordar en otros tiempos difíciles, donde la impugnación de la sensatez, la llamada a la discordia y la pérdida de esperanza en la capacidad de España para ser libre y liberal se han abierto paso con desdichada fuerza en tantos españoles.

Fernando García de Cortázar / ABC